Lo que piensa el mar

Sentarse frente al mar es como asistir a un espectáculo permanente, a teatro lleno. Los hombres se acercan a él en una cita anual, junto a la frontera de la tierra. Los niños lanzan sus cometas al aire, en un encuentro con el cielo sin diálogo de palabras. Si se mezclan con la tierra, son los mejores alfareros. ¿Quién no ha visto a un niño modelar su castillo de arena? Hay veces que el agua, en sucesivas oleadas, va deshaciendo una ilusión, un proyecto, ante los ojos sabios de cualquier criatura.

No importa, siempre se puede construir de nuevo. Cuando se contempla esta parte del espectáculo, pienso en nuestras ilusiones, castillos en el aire, que la vida regala de vez en cuando como el mejor obsequio a ese niño que todos llevamos dentro. El auténtico desencanto surge ante las oleadas de problemas e insatisfacciones que erosionan paulatinamente fe y obras. ¡Y qué difícil es recomenzar! Al menos, esta cita con el mar te recuerda que la felicidad y la alegría hechas castillo, suponen una atención, un trabajo y una vigilancia constante.

Esta es una reflexión fugaz de un hombre junto al mar. Pero, ¿qué piensa el mar del espectáculo de los veraneantes? Si todo lo anterior puede tener un molde clásico de vivencias, esta pregunta -aparentemente inocente– cuestiona la esencia y la existencia de cada ser humano, fundamentalmente porque al mar lo conocemos más por sus frutos, que por elucubraciones estériles.

Creo que aquí radica el éxito de su espectáculo: entiende el silencio de cada hombre, en contraposición al ruido del mundo; entiende el diálogo porque calla y sabe escuchar; tiene siempre una habitación interior para todos, frente al mundo superficial. Piensa, por último, sobre el hombre, sin herirlo. Y si alguna de sus reacciones no las entendemos, es preferible callar e intentar comprender, porque, incluso los hombres con un cerebro a punto, también desencadenamos cataclismos incomprensibles. El mar, mientras piensa, nos contempla en situación de misterio.

Creo que el ocaso de este verano cobraría un sentido importante, si fuésemos capaces de entablar algún contacto con el mar. A mí me lo aconsejó un día Rafael Alberti, a través de su libro «Pleamar», dedicado a su hija Aitana, «en estos años tristes, mi más bella esperanza». Hoy, lector, me he permitido hacerte esta sugerencia. Gracias.

El Correo de Andalucía, 31/VIII/1977, pág 3

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