Las razones de la razón y del corazón

LAS RAZONES DEL CORAZON
Fotograma de “Las razones del corazón”

Pascal planteó hace muchos años una dialéctica permanente en el ser humano: las razones del corazón y las de la razón que, a veces, no se entienden entre sí, produciendo desasosiego en las personas que como tú o yo tenemos que tomar decisiones todos los días. Hemos avanzado tanto en el conocimiento del cerebro, tal y como he ido exponiendo a lo largo de cinco años en este cuaderno de inteligencia digital, que el corazón cuenta ya muy poco en este planteamiento pascaliano, porque la razón y los sentimientos, atribuidos éstos tradicionalmente al corazón, no se alojan allí, sino solo en el cerebro. Por eso, el dilema está servido, pudiéndose afirmar con cierto respeto científico, que estas actuaciones humanas son siempre “cosas del cerebro” y no del corazón, por mucho que les pese a las multinacionales del amor, porque este aserto les arruina, probablemente, el negocio.

He recordado estos aprendizajes tempranos en mi vida universitaria, al aproximarme en los últimos días al contenido de una película estrella en el Festival de San Sebastián: Las razones del corazón, del director mexicano Arturo Ripstein (Ciudad de México, 1943). No he visto la película todavía, pero unas reflexiones que he leído recientemente sobre ella, me han recordado la importancia de los alojamientos de pasajes de nuestra vida íntima, de secreto, en el cerebro. Y las razones se enfrentan a diario por sobrevivir y justificar lo que hacemos, vivimos y sentimos todos los días, alejados del corazón…

Ripstein adora el blanco y negro para expresar sus razones, porque también las tiene y las manifiesta tejiendo películas sobre tramas que le prepara su compañera en la vida real, aunque la revolución de la informática no acierta a comprenderla, tan revolucionario él: “Ya no existen los valores que a mí me hacían entender las cosas, y entre ellos una de las emociones más profundas que era la expectativa, la paciencia. Esto desapareció porque todo debe de ser inmediato y provocar una satisfacción instantánea o no vale. Intento que no me afecte, pero… Esa mirada ripsteiniana, con sus tiempos, sus respiros y su propia profundidad, está, según su propietario, «completamente alejada de los modos actuales, con ruidos y montajes vertiginosos, que no dejan ver pero hacen sentir… Aunque qué sentimientos: como si te montases en una noria, una especie de peligro inocuo. A mí eso no me sirve». ¿De verdad se siente expulsado de la actualidad? «Desde luego, somos ruinas del pasado, somos más antiguos que los antiguos» (1).

Y reflexiona Ripstein sobre el drama del color, sobre todo tan acostumbrados como estamos a que nos hablen de la vida de color de rosa, sobre todo a él, un hombre al que le gusta trabajar en blanco y negro, con grises, habiendo aprendido a la perfección un consejo de Picasso ante el Guernica y sus aguafuertes: “el color debilita” [… ] «Claro, porque el melodrama y el blanco y negro pertenecen a la vida imposible, y esa, en el cine, es la única posible”.

Ya lo expresé en su momento en este cuaderno, al referirme a las Nuevas sonrisas y nuevas lágrimas, como si la película se tradujera a un sentimiento trágico o feliz de nuestras vidas, es decir, como si echáramos a pelear a la razón de la razón y a la razón del corazón: la vida de cada una, de cada uno, que es lo más parecido a una película en blanco y negro, con la acromatopsia [ceguera del color, enfermedad que no permite agregar a la óptica de la vida el color] ética que corresponda, permite descansos, para recuperar esos momentos que tanto nos reconfortan y que nos devuelven felicidad. Pero también sabemos que la dialéctica de las sonrisas y las lágrimas, permite apartarnos junto a una pared de la vida personal e intransferible, sentir el abrazo de los que nos quieren, aunque inmediatamente nos llamen mediante megafonía para seguir rodando, viviendo en definitiva, en la filmación jamás contada”.

Ripstein tiene razón en su cerebro artístico al interpretar la sordidez y el dolor, tan presentes en nuestras vidas de la razón y del corazón, para mí, del cerebro: «Así me los quito de mi vida. Yo nunca invitaría a comer a ninguno de mis personajes. No me haría muy amigo de ellos. Los veo con todo tipo de emociones, pero de lejos. Yo termino filmando por miedo o por venganza. Así me salen las películas». Más o menos lo que dije en un post reciente, El Club de la dignidad, en el que trataba de mis razones de la razón y del corazón, separándome de un grande del cine en blanco y negro, Groucho Marx: nunca pertenecería a un club que no admitiera socios como yo (por miedo, nunca por venganza…).

Sevilla, 25/IX/2011

(1) Belinchón, Santiago, «Filmo por miedo o por venganza». Recuperado de una entrevista en el diario “El País” (24 de septiembre de 2011,

¿Por qué existe el mal?

Imagen Samoilova
Imagen de la fotógrafa Samoilova, el 11 de septiembre de 2011.- GULNARA SAMOILOVA (AP)

Hoy hemos recordado el atentado de las Torres Gemelas, el 11 de septiembre de 2001. Han pasado diez años de aquél acontecimiento que desordenó todavía más el mundo y sigue vigente esta pregunta, ¿por qué existe el mal?, a la que el cerebro humano lleva miles de años intentando buscar respuestas de todo tipo.

Durante muchos siglos, la respuesta solo la sabía Dios y cuando tuvimos la oportunidad de haberla conocido, eso sí, cuando Dios hubiera querido, a Adán y Eva no se les ocurrió mejor idea que mudarse de sitio, recordando unas palabras que escribí en este cuaderno de derrota (en argot marinero) en 2007: “Adán y Eva… no fueron expulsados. Se mudaron a otro Paraíso. Esta frase forma parte de una campaña publicitaria de una empresa que vende productos para exterior en el mundo. Rápidamente la he asociado a mi cultura clásica de creencias, en su primeras fases de necesidad y no de azar (la persona necesita creer, de acuerdo con Ferrater Mora) y he imaginado -gracias a la inteligencia creadora- una vuelta atrás en la historia del ser humano donde las primeras narraciones bíblicas pudieran imputar la soberbia humana, el pecado, no a una manzana sino a una mudanza. Entonces entenderíamos bien por qué nuestros antepasados decidieron salir a pasear desde África, hace millones de años y darse una vuelta al mundo. Vamos, mudarse de sitio. Y al final de esta microhistoria, un representante de aquellos maravillosos viajeros decide escribir al revés, desde Sevilla, lo aprendido. Lo creído con tanto esfuerzo. Aunque siendo sincero, me entusiasma una parte del relato primero de la creación donde al crear Dios al hombre y a la mujer, la interpretación del traductor de la vida introdujo por primera vez un adverbio “muy” (meod, en hebreo) –no inocente- que marcó la diferencia con los demás seres vivos: y vió Dios que muy bueno. Seguro que ya se habían mudado de Paraíso”.

Sigo leyendo de forma esporádica un gran libro sobre el que ya he reflexionado en alguna ocasión en esta páginas, La mente moral (1), en el que se intenta desentrañar el dilema de cómo la naturaleza ha desarrollado nuestro sentido del bien y del mal, porque al igual que damos valor a la plata, dado que en sí misma no vale nada, el mal nos hace daño porque así lo identifica el cerebro humano: “Creo que una obligación humana por excelencia es llegar al conocimiento de por qué tenemos que encontrarnos siempre con el gran dilema dialéctico del bien y del mal, así como de las consecuencias de las decisiones que tomamos a diario en las que siempre está presente y del que difícilmente aprendemos por acción o por omisión. Si alguna vez llegáramos a explicar la causa de la decisión u omisión ética de nuestro cerebro, por qué se producen algunas respuestas que no nos agradan o que incluso nos hacen fracasar en un momento o para toda la vida, viviendo un desposorio casi místico con la culpa, haríamos mucho más fácil la vida diaria porque al menos sabríamos a qué atenernos. Hoy, nos agarramos como a un clavo ardiendo, a Dios, a la naturaleza, a la sociedad ó a las personas, en cualquiera de sus múltiples manifestaciones, para justificar nuestras acciones, olvidando que nuestra gran máquina de la verdad, nuestro cerebro, guarda el secreto ancestral de por qué existe el bien o el mal y de por qué actuamos de una forma u otra. Maravillosa aventura para dejar de lado, definitivamente, el drama (¡con perdón!) de la serpiente malvada, tal como se recogió en las famosas diez líneas del libro del Génesis, en la tríada serpiente/Adán/Eva, que son “la quintaesencia de una religión que ha dado vueltas al mundo y ha construido patrones de conducta personal y social. Y cuando crecemos en inteligencia y creencias, descubrimos que las serpientes no hablan, pero que su cerebro permanece en el ser humano como primer cerebro, “restos” de un ser anterior que conformó el cerebro actual. Convendría profundizar por qué nuestros antepasados utilizaron este relato “comprometiendo” al más astuto de los animales del campo [en un enfoque básicamente machista de la ética del cerebro humano]. Sabemos que el contexto en el que se escriben estos relatos era cananeo y que en esta cultura la serpiente reunía tres cualidades extraordinarias: “primero, la serpiente tenía fama de otorgar la inmortalidad, ya que el hecho de cambiar constantemente de piel parecía garantizarle el perpetuo rejuvenecimiento. Segundo, garantizaba la fecundidad, ya que vive arrastrándose sobre la tierra, que para los orientales representaba a la diosa Madre, fecunda y dadora de vida. Y tercero, transmitía sabiduría, pues la falta de párpados en sus ojos y su vista penetrante hacía de ella el prototipo de la sabiduría y las ciencias ocultas. (…) (2).

He repasado mis notas y sigo creyendo en ellas, haciéndote participe de las mismas a ti lector o lectora, porque el 11S ya no deja tranquilo a nadie, aunque en clave de Bob Dylan, separándome unos momentos de él, sé que la respuesta está… en el cerebro (no en el viento).

Sevilla, 11/09/2011

(1) Hauser, Marc (2008). La mente moral. Barcelona: Paidós Ibérica, pág. 17.
(2) Cobeña Fernández, J.A. (2007). Estereotipo machista 4: “¡mujer tenías que ser!”

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