El Principito, hoy / 8. Sólo los niños saben lo que buscan, lo esencial de la vida

Acuarela de Antoine de Saint-Exupéry, en El Principito, 1943, capítulo XXIV

Sevilla, 26/XII/2025 – 11:56 h UTC (CET+1)

Abro El Principito hoy por el capítulo XXII y me asombra el breve e intenso diálogo de un guardaagujas con el principito. Trenes rápidos que pasan en un sentido y en otro, provocan preguntas y respuestas de profundo calado: “Y un rápido iluminado, rugiendo como el trueno, hizo temblar la cabina de las agujas.

—Llevan mucha prisa —dijo el principito—. ¿Qué buscan? —Hasta el hombre de la locomotora lo ignora —dijo el guardaagujas. Y un segundo rápido iluminado rugió, en sentido inverso. —¿Vuelven ya? —preguntó el principito. —No son los mismos —dijo el guardaagujas—. Es un cambio. —¿No estaban contentos donde estaban? —Nadie está nunca contento donde está —dijo el guardaagujas. Y rugió el trueno de un tercer rápido iluminado. —¿Persiguen a los primeros viajeros? —preguntó el principito. —No persiguen absolutamente nada —dijo el guardaagujas. Ahí adentro duermen o bostezan. Sólo los niños aplastan sus narices contra los vidrios. —Sólo los niños saben lo que buscan —dijo el principito. Pierden tiempo por una muñeca de trapo y la muñeca se transforma en algo muy importante, y si se les quita la muñeca, lloran… —Tienen suerte —dijo el guardaagujas”.

Prisa, búsquedas, descontento, viajes hacia ninguna parte, como pasa en la vida de las personas grandes que solemos ir del tumbo al tambo, como decía García Márquez en sus Cuentos peregrinos. Y la respuesta a este ir y venir existencial no está en el viento (Bob Dylan, dixit), sino en el niño de cuatro años de Groucho Marx o en los del principito, porque solo ellos saben lo que buscan.

El siguiente capítulo, el XXIII, narra el encuentro del principito con un mercader de píldoras especiales que aplacan la sed: “Se toma una por semana y ya no se siente necesidad de beber”. Ante la pregunta del principito de por qué las vende, el mercader responde que “es una economía de tiempo. Los expertos han hecho cálculos. Se ahorran cincuenta y tres minutos por semana. —¿Y qué se hace con esos cincuenta y tres minutos? —Se hace lo que se quiere…”. Para mí, nos encontramos con una de las mejores reflexiones del principito: “Yo, si tuviera cincuenta y tres minutos para gastar, caminaría tranquilamente hacia una fuente…”. Creo que hoy he entendido el sentido de lo que significó el viaje de Ulises a Ítaca: lo importante en la vida nos es llegar sino hacer el camino.

Lo que acabo de escribir es el auténtico sentido de la vida y es la razón de por qué el capítulo siguiente, el XXIV, resume perfectamente el camino recorrido en sólo ocho días, el tiempo exacto en el que el narrador-aviador lleva en el desierto con su avión averiado y se agota ya la provisión de agua, provocando la sed y sin entender que ante tal necesidad, el principito dé prioridad a “caminar tranquilamente hacia una fuente”, cuando ellos están en un desierto. Ante tal necesidad, que ya es compartida, el principito recuerda qué ha significado el zorro en su vida, una auténtica amistad o la flor a la que protege con esmero, las estrellas, pero el gran descubrimiento es tener que hacer el camino en un medio inhóspito, el desierto, como tantas veces ocurre en la vida. Y sigo leyendo unas páginas especiales que son la quintaesencia de esta bella historia:

—El desierto es bello —agregó [el principito]. Es verdad. Siempre he amado el desierto. Puede uno sentarse sobre un médano dearena. No se ve nada. No se oye nada. Y sin embargo, algo resplandece en el silencio…—Lo que embellece al desierto —dijo el principito— es que esconde un pozo en cualquier parte… Me sorprendí al comprender de pronto el misterioso resplandor de la arena. Cuando era muchachito vivía yo en una antigua casa y la leyenda contaba que allí había un tesoro escondido. Sin duda, nadie supo descubrirlo y quizá nadie lo buscó. Pero encantaba toda la casa. Mi casa guardaba un secreto en el fondo de su corazón…

—Sí —dije al principito—; ya se trate de la casa, de las estrellas o del desierto, lo que los embellece es invisible.

—Me gusta que estés de acuerdo con mi zorro —dijo.

Como el principito se durmiera, lo tomé en mis brazos y volví a ponerme en camino. Estaba emocionado. Me parecía cargar un frágil tesoro. Me parecía también que no había nada más frágil sobre la Tierra. A la luz de la luna, miré su frente pálida, sus ojos cerrados, sus mechones de cabellos que temblaban al viento, y me dije: «Lo que veo aquí es sólo una corteza. Lo más importante es invisible…». Como sus labios entreabiertos esbozaran una media sonrisa, me dije aún: «Lo que me emociona tanto en este principito dormido es su fidelidad por una flor, es la imagen de una rosa que resplandece en él como la llama de una lámpara, aun cuando duerme…». Y lo sentí más frágil todavía. Es necesario proteger a las lámparas; un golpe de viento puede apagarlas… Caminando así, descubrí el pozo al nacer el día”.

Al leer estas últimas palabras, tomo conciencia de nuevo sobre su significado último, como hilo conductor de esta novela corta: lo esencial en la vida, en las cosas, sobre todo en las personas, es muchas veces invisible a nuestros ojos.

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