La curiosidad de Eva, fue por algo mucho más importante que una manzana

Sevilla, 3/V/2024

Se ha publicado recientemente un libro que me ha llamado poderosamente la atención, por una cuestión de principios y de creencias, La herencia de Eva, escrito por Carmen Estrada (Sevilla, 1947), una neurocientífica en su vida profesio0nal y filóloga clásica en su edad más madura, donde aborda una cuestión que siempre me ha preocupado, la relación entre ciencia y religión o creencias, muy bien descrita en una entrevista publicada en el diario El País, Carmen Estrada, neurocientífica: “Ciencia y Dios no pueden coexistir”, donde reivindica a través de la obra citada que el personaje bíblico de Eva es “un símbolo de curiosidad y humanismo”. La sinopsis oficial del libro, no deja lugar a dudas sobre este planteamiento de fondo y forma: “Con una emocionante mirada humanista, Carmen Estrada, catedrática de fisiología humana, investigadora en neurociencia y estudiosa del griego clásico, explora la historia de la ciencia, su papel en el desarrollo de nuestra cultura y el lugar que ocupa hoy, y sitúa los orígenes de esta actividad humana, natural, instintiva y hermanada con la filosofía mucho antes del nacimiento de la palabra ciencia, en los inicios de nuestra especie. En el camino, este ensayo relata, desde un punto de vista progresista y muy personal, las grandes colaboraciones y descubrimientos científicos, así como las maravillosas curiosidades que los rodean. Pero La herencia de Eva es también una crítica convincente a cierta manera de entender la ciencia como medio para alcanzar unos fines interesados, una poderosa defensa de su función social y un intento de comprender la situación incómoda a la que se ha visto abocada en la sociedad neoliberal y globalizada actual. Solo a través del humanismo científico, o de una ciencia humanista, podremos recuperar el papel central y de vanguardia que ha desempeñado la ciencia a lo largo de nuestra historia”.

El personaje de Eva, al desnudo, siempre me ha resultado muy atractivo como claro objeto de investigación, a la que me he aproximado en varias ocasiones en este cuaderno digital. Mi primera cita fue en 2007, cuando hice un planteamiento metafórico sobre la pareja bíblica por excelencia, Adán y Eva, donde dije que “… no fueron expulsados. Se mudaron a otro Paraíso. ¿Al de la ciencia? Esta frase formaba parte de una campaña publicitaria de una empresa que vendía productos para exterior en el mundo. Rápidamente la asocié a mi cultura clásica de creencias, en su primeras fases de necesidad y no de azar (la persona necesita creer, de acuerdo con Ferrater Mora) e imaginé -gracias a la inteligencia creadora- una vuelta atrás en la historia del ser humano donde las primeras narraciones bíblicas pudieran imputar la soberbia humana, el pecado, no a una manzana sino a una mudanza. Entonces entenderíamos bien por qué nuestros antepasados decidieron salir a pasear desde África, hace millones de años y darse una vuelta al mundo. Vamos, mudarse de sitio. Y al final de esta microhistoria, un representante de aquellos maravillosos viajeros decide escribir al revés, desde Sevilla, lo aprendido. Lo creído con tanto esfuerzo. Aunque siendo sincero, me sigue entusiasmando leer una parte del relato primero de la creación donde al crear Dios al hombre y a la mujer, la interpretación del traductor de la vida introdujo por primera vez un adverbio “muy” (meod, en hebreo) –no inocente- que marcó la diferencia con los demás seres vivos: y vio Dios que muy bueno. Seguro que ya se habían mudado de Paraíso”. Es lo que la ciencia nos ha legado con el paso de millones de años.

Con el paso de los años, abordé también la realidad de esta pareja y el papel trascendental de Eva, cuando me aproximé a desentrañar algo muy importante en la vida, por qué existe el bien y el mal, realidad social que la ciencia tiene problemas para justificarla desde el laboratorio de la vida, aunque a veces lo consigue, dialéctica mostrada a través de un libro sobre el que ya he reflexionado en alguna ocasión en esta páginas, La mente moral (1), en el que se intenta desentrañar el dilema de cómo la naturaleza ha desarrollado nuestro sentido del bien y del mal, porque al igual que damos valor a la plata, dado que en sí misma no vale nada, el mal nos hace daño porque así lo identifica el cerebro humano: “Creo que una obligación humana por excelencia es llegar al conocimiento de por qué tenemos que encontrarnos siempre con el gran dilema dialéctico del bien y del mal, así como de las consecuencias de las decisiones que tomamos a diario en las que siempre está presente y del que difícilmente aprendemos por acción o por omisión. Si alguna vez llegáramos a explicar la causa de la decisión u omisión ética de nuestro cerebro, por qué se producen algunas respuestas que no nos agradan o que incluso nos hacen fracasar en un momento o para toda la vida, viviendo un desposorio casi místico con la culpa, haríamos mucho más fácil la vida diaria porque al menos sabríamos a qué atenernos.

Hoy, nos agarramos como a un clavo ardiendo, a Dios, a la naturaleza, a la sociedad o a las personas, en cualquiera de sus múltiples manifestaciones, para justificar nuestras acciones, olvidando que nuestra gran máquina de la verdad, nuestro cerebro, guarda el secreto ancestral de por qué existe el bien o el mal y de por qué actuamos de una forma u otra. Maravillosa aventura para dejar de lado, definitivamente, el drama (¡con perdón!) de la serpiente malvada, tal como se recogió en las famosas diez líneas del libro del Génesis, en la tríada serpiente/Adán/Eva, que son “la quintaesencia de una religión que ha dado vueltas al mundo y ha construido patrones de conducta personal y social. Y cuando crecemos en inteligencia y creencias, descubrimos que las serpientes no hablan, pero que su cerebro permanece en el ser humano como primer cerebro, “restos” de un ser anterior que conformó el cerebro actual. Convendría profundizar por qué nuestros antepasados utilizaron este relato “comprometiendo” al más astuto de los animales del campo [en un enfoque básicamente machista de la ética del cerebro humano]. Sabemos que el contexto en el que se escriben estos relatos era cananeo y que en esta cultura la serpiente reunía tres cualidades extraordinarias: “primero, la serpiente tenía fama de otorgar la inmortalidad, ya que el hecho de cambiar constantemente de piel parecía garantizarle el perpetuo rejuvenecimiento. Segundo, garantizaba la fecundidad, ya que vive arrastrándose sobre la tierra, que para los orientales representaba a la diosa Madre, fecunda y dadora de vida. Y tercero, transmitía sabiduría, pues la falta de párpados en sus ojos y su vista penetrante hacía de ella el prototipo de la sabiduría y las ciencias ocultas. (…) Estas tres características hicieron de la serpiente el símbolo de la sabiduría, la vida eterna y la inmortalidad, no sólo entre los cananeos sino en muchos otros pueblos, como los egipcios, los sumerios y los babilonios, que empleaban la imagen de la serpiente para simbolizar a la divinidad que adoraban, cualquiera sea ella (2). Queda claro que la manzana fue harina del costal católico, apostólico y romano, por más señas.

En definitiva, surgen ahora más que nunca las grandes preguntas, cuando nuestros antepasados, Adán y Eva, decidieron cambiarse de Paraíso, hecho transcendental para la historia y que ha ido más allá que hacerlo por una triste manzana: ¿por qué somos buenos o malos?, o mejor, ¿por qué actuamos bien o mal?, incluso con extrema violencia, o peor todavía, ¿por qué cuando queremos hacer las cosas bien, salen mal, y además nos auto inculpamos o lanzamos las responsabilidades hacia los demás, sin com-pasión [sic] alguna? Los que hemos crecido en entornos nacional-católicos, apostólicos y romanos, lo teníamos fácil, en principio. Esas preguntas, que son terrenales para las iglesias, solo tienen una respuesta clara y contundente en la católica y la judía: la responsabilidad de actuar mal, cuando lo tuvimos todo a favor, para actuar bien, es de nuestros antepasados, Adán y Eva, que comieron de una manzana prohibida y desde entonces no hacemos otra cosa que sufrir el mal por todas partes. Así de sencillo (?).

La verdad es que hemos crecido desentendiéndonos poco a poco de estos esquemas, sin que Dios, curiosamente, nos recogiera a tiempo…, con escapadas históricas y lógicas hacia otro tipo de razonamientos, científicos por excelencia, gracias a la herencia de Adán y Eva, sobre todo Eva, mujer maldita para la historia, expuestos por Galileo, Darwin, Einstein y tantos otros científicos que nos los ofrecieron para justificar razones de la razón para comprender mejor nuestra existencia, la ética de nuestro cerebro, sin mezcla de religión alguna. Hoy, con la investigación exhaustiva de las estructuras cerebrales, con medios poderosos de laboratorio, nos atrevemos a hacer la pregunta sobre si la ética cerebral es instinto o aprendizaje, dejando la manzana maligna al margen, con el ardor guerrero de intentar encontrar respuestas coherentes con la inteligencia humana, con absoluto respeto a todas las personas que les sigue viniendo bien creer en la irresponsabilidad maldita de Adán y Eva, en su herencia.

El cerebro contiene un instinto básico que nos lleva a actuar bien o mal con patrones construidos hace millones de años. La estructura cerebral reptiliana que todavía permanece en nuestro cerebro guarda un gran misterio de millones años que debemos descubrir. Es probable que de esta forma sufriéramos menos en el difícil día a día de nuestra existencia y comprendiéramos mejor nuestros propios actos sorprendentes y, lógicamente, los de los demás, aprendiendo día a día qué es la com-pasión (el sufrimiento con o junto a los otros). Básicamente en términos de responsabilidad personal y social, sabiendo que “responsabilidad” es la capacidad de dar respuesta individual o colectiva, con conocimiento y libertad entendidos como sus dos elementos esenciales, a cualquier situación que se nos presenta en el acontecer diario. Bien o mal, y hasta qué grado de compromiso o consecuencia, es harina de otro costal. Quizá, de un conjunto de estructuras cerebrales en funcionamiento permanente, sin descanso, que todavía no conocemos, bajo el mando del cerebro reptiliano todavía presente en las llamadas respuestas éticas.

Ante todo lo expuesto, insisto de nuevo en la importancia de esta obra de Carmen Estrada, que recomiendo leer con el entusiasmo científico que ella la ha escrito, porque probablemente nos ayude a comprender bien el papel histórico que desempeñaron Adán y Eva en el primer relato de la creación y la importancia científica que tuvo, para ellos y para humanidad, la decisión de cambiarse de Paraíso.

(1) Hauser, Marc, La mente moral. Barcelona: Paidós Ibérica, pág. 17., 2008.

(2) Cobeña Fernández, J.A., Estereotipo machista 4: “¡mujer tenías que ser!”, 2007

CLÁUSULA ÉTICA DE DIVULGACIÓN: José Antonio Cobeña Fernández no trabaja en la actualidad para empresas u organizaciones religiosas, políticas, gubernamentales o no gubernamentales, que puedan beneficiarse de este artículo; no las asesora, no posee acciones en ellas ni recibe financiación o prebenda alguna de ellas. Tampoco declara otras vinculaciones relevantes para su interés personal, aparte de su situación actual de persona jubilada.

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