¿Se puede salir de tanto escepticismo e indiferencia en este mundo al revés?

El Roto, en el diario El País, en su edición de 29 de enero de 2012

Sevilla, 23/III/2025 – 14:35 h (CET+1)

Como persona que admiro todos los días lo que pasa y veo, es decir, que no frecuento la indiferencia y el escepticismo a pesar de lo que vivimos a diario, me preocupa, en la antesala del ocaso de la democracia estas actitudes humanas (que no me son ajenas, siguiendo a Terencio), llegar a comprender el alcance de por qué se extienden como una mancha de aceite social, resumido todo en una frase proverbial ante la vida política: “a mí, visto lo visto, me da igual todo y que no me llamen para nada, porque todos son iguales”. La declaración de “apolíticos” , independientes extremos, viene inmediatamente después. Suenan tambores de independencia de todo lo que se mueve en el mundo que nos rodea. Hace años, la viñeta de El Roto, que publicó el diario El País, en su edición de 29 de enero de 2012, me pareció una interpretación muy inteligente de una tentación que rodea nuestra vida cuando llega el hartazgo de casi todo, abriéndonos la puerta al escepticismo y a la indiferencia plena. En el momento actual, donde el fariseísmo gana adeptos día a día, se propaga la idea de que como el mundo está imposible, ¿yo no?, no hay más remedio que independizarse del propio mundo en el que vivimos y “a mí que no me llamen”, pidiendo a gritos atribuidos a Groucho Marx, que lo paren ¡ya! porque hay que bajarse de él.

Estas actitudes humanas, el escepticismo y la indiferencia como “pirronismo” puro, vienen de antiguo. El gran exponente del escepticismo, el filósofo Pirrón de Elis (circa 360 a. C. – 270 a. C.), del que no se conoce texto alguno por escrito, sólo interpretaciones sobre lo que dijo e hizo a lo largo de su vida, por parte de seguidores de esta corriente filosófica a lo largo de los siglos, puede ayudarnos hoy día a pesar de los siglos transcurridos a comprender que significan ambos conceptos, siendo la entrada del lema “Pirrón” en el Diccionario histórico y crítico, de Pierre Bayle el mejor exponente para conocerlo, porque en pocas palabras resume perfectamente su pensamiento y obra, aunque he eliminado por concisión obligada en este artículo las referencias  exhaustivas que acompañan a este lema: “Pirrón, filósofo griego, originario de Elis en el Peloponeso, fue discípulo de Anaxarco, a quien acompañó hasta la India. Habiendo ocurrido este evento después de la muerte de Alejandro Magno, no hay duda sobre el tiempo en que floreció Pirrón. Tuvo como profesión la pintura, antes de dedicarse al estudio de la filosofía. Sus opiniones apenas se distinguían de aquellas de Arcesilao, ya que, como éste, Pirrón estuvo muy próximo a predicar la incompresibilidad de todas las cosas. Por todas partes encontraba razones para afirmar y razones para negar. Así, tras examinar detenidamente todos los argumentos a favor y en contra de algo, Pirrón suspendía su juicio y reducía todo asunto a un non liquet, a un “debe ser investigado más ampliamente”. Durante toda su vida buscó la verdad, pero siempre halló la forma de negar que la hubiera encontrado. Y si bien Pirrón no fue su inventor, este método filosófico lleva su nombre: el arte de discutir todas las cosas y de nunca tomar otro partido que la suspensión del juicio se llama pirronismo: es su nombre más común. Con toda razón detestan al pirronismo en las escuelas de Teología, pues allí tiende a ganar nuevas fuerzas, no siendo estas fuerzas más que quimeras. El pirronismo, sin embargo, puede tener una utilidad: al extender sus tinieblas sobre la razón, obliga al hombre a pedir socorro al cielo y a someterse a la autoridad de la Fe. Ahora bien, en vista de que el siguiente relato –que trata de una conferencia en la cual dos abates discuten sobre el pirronismo– podría suscitar ciertas molestias en algunos de mis lectores, he destinado a este asunto una Clarificación que se encuentra al final de esta obra. Son bromas maliciosas, o mejor, imposturas, aquellas narraciones de Antígono Caristio, que cuentan que Pirrón nunca tuvo preferencias; que ni el avance de una carroza ni la proximidad de un precipicio lo desviaban de su camino, y que sus amigos tuvieron que salvarle la vida con mucha frecuencia. Hasta hoy nada indica que Pirrón hubiese estado loco. Sin embargo no podemos dudar de que Pirrón siempre enseñara que el honor y la infamia, y la justicia y la injusticia de cualquier acto tan sólo dependen de las leyes de los hombres y de sus costumbres. No obstante cuán abominable pueda resultar esta doctrina, ella deriva de aquel principio pirrónico que profesa la reconditez de la naturaleza absoluta e interna de los objetos, y predica que, desde cierto punto de vista, sólo podemos estar seguros de la apariencia de las cosas. La indiferencia de Pirrón era asombrosa. Nada le gustaba. Nada lo hacía enojar. Nunca un hombre ha estado tan convencido de la vanidad de las cosas. Que lo escucharan o no cuando hablaba no le preocupaba, y así se alejaran sus oyentes, él seguía hablando. Vivía con su hermana en la misma casa y compartía con ella hasta los más pequeños oficios domésticos. Aquellos que afirman que Pirrón obtuvo la ciudadanía ateniense por asesinar a un rey en Tracia están enormemente equivocados. No tengo muchos errores que reprocharle a Monsieur Moréri. La indiferencia con la que Pirrón se estableció entre la vida y la muerte fue alabada por Epicteto, quien, en todo lo demás, abominó del pirronismo”.

No sé si estamos ante un pirronismo extremo en estos momentos, pero consultando la obra excelsa de mi admirado José Ferrater Mora, encuentro en el lema “Pirrón” una explicación también sucinta de su pensamiento, que explica perfectamente esta escepticismo radical en la vida actual: “[…] Lo que más resalta en las doctrinas atribuidas a Pirrón es la insistencia en la indiferencia de las cosas externas (y de los juicios sobre estas cosas) y la necesidad de atenerse a sí mismo si se quiere conseguir una estabilidad dentro de la constante e imprevisible fluencia de los fenómenos”. Pirrón practicaba, por definición, la retirada y la suspensión de todo juicio (epojé): “no hay que adoptar ninguna opinión o creencia. El verdadero sabio debe encerrarse en sí mismo y optar por el silencio, pues solo de este modo alcanzará la impertubabilidad, la ataraxia [serenidad, calma, tranquilidad, frialdad, impasibilidad, impavidez, insensibilidad, RAE], y con ésta, la auténtica (y única posible) felicidad”. ¿Estamos atravesando una crisis de pirronismo extremo? Es verdad que la tentación de independencia total de lo que sucede sobrevuela nuestras mentes. Ahí está el dilema.

En este contexto, la vida “retirada” preconizada por Pirrón, refugiada en la independencia anímica del escepticismo y la indiferencia, es sencillamente imposible. El cerebro no descansa nunca. Tenemos hasta cien mil millones de posibilidades de ordenar lo que percibimos y sentimos a diario, afectos incluidos, y nada se borra salvo por accidentes vasculares cerebrales o traumas de etiología diversa. Siempre está atento a lo que nos rodea. Por eso salimos indemnes de tantos ataques conceptuales, educativos, familiares, políticos, físicos, psíquicos y éticos. O dañados. Porque dependemos de los demás, de los otros, de otros derechos. Para empezar, los de los demás, y porque nuestras opiniones son eso, solo opiniones, cuando crecen sin cesar teorías, relaciones, personas, decisiones políticas, partidos, religiones, que dan al traste con lo que intentamos proteger y mantener en el cerco de la llamada independencia, trufada de escepticismo e indiferencia.

Nos pasamos la vida cuidando la raya que un día decidimos pintar en nuestro cerebro de secreto, en nuestro suelo firme de la existencia, en frase del Profesor López-Aranguren, la ética de secreto, porque tomamos esa decisión y la realidad nos demuestra que no es viable, cuando se cruza tantas veces sin contemplaciones y nos invaden los otros. Aunque la pintemos de rojo, delgada o gruesa, da igual. No cabe por tanto el escepticismo y la indiferencia. No es posible. Por estas razones y otras muchas existe su alternativa: el compromiso activo, en cualquier ámbito, porque se descubre que no podemos caminar solos, ser independientes en estado puro. Es lo que hacen nuestras neuronas a diario: reciben unas órdenes y las pasan a la neurona siguiente, a decenas o miles de siguientes, con impulsos eléctricos. Y se quedan todas en algún sitio a la espera de nuevas órdenes, sin descanso, es decir, de viajar siempre hacia alguna parte cuando las órdenes van cargadas de un único compromiso que no falla al hacer lo que se tiene que hacer: el trabajo bien hecho, la búsqueda de la felicidad propia y ajena. Eso sí, cuidando las delgadas líneas rojas propias y de los otros, estando pendientes siempre de ellas, como el protagonista de El Roto.

CLÁUSULA ÉTICA DE DIVULGACIÓN: José Antonio Cobeña Fernández no trabaja en la actualidad para empresas u organizaciones religiosas, políticas, gubernamentales o no gubernamentales, que puedan beneficiarse de este artículo; no las asesora, no posee acciones en ellas ni recibe financiación o prebenda alguna de ellas. Tampoco declara otras vinculaciones relevantes para su interés personal, aparte de su situación actual de persona jubilada.

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