
Hay un precepto bajo el cual he vivido: prepárate para lo peor, espera lo mejor y acepta lo que venga.
Sevilla, 22/XI/2025 – 08:57 h (CET+1)
Estamos viviendo una época en la que es difícil mantener una conducta inaccesible al desaliento. El “Fallo”, que no sentencia redactada y completa, dado a conocer por el Tribunal Supremo en una fecha no inocente para el país, el 20 de noviembre pasado, condenando al Fiscal General del Estado por un delito de revelación de datos reservados, nos lleva en democracia a respetarlo, constitucionalmente hablando y sabiendo que viene del poder judicial, pero en modo alguno a compartirlo visto lo visto en la tramitación del caso.
Para no alterar nada de lo sucedido, aporto textualmente el documento oficial del citado Fallo y objeto de esta reflexión:
“La Sala Segunda del Tribunal Supremo, en la causa especial 20557/2024, ha dictado por mayoría de sus miembros el siguiente fallo que se anticipa
«FALLO
Que debemos condenar y condenamos a D. Álvaro García Ortiz, Fiscal General del Estado, como autor de un delito de revelación de datos reservados, art. 417.1 del Código Penal a la pena de multa de 12 meses con una cuota diaria de 20 euros e inhabilitación especial para el cargo de Fiscal General del Estado por tiempo de 2 años, y al pago de las costas procesales correspondientes incluyendo las de la acusación particular. Como responsabilidad civil se declara que el condenado deberá indemnizar a D. Alberto González Amador a 10.000 euros por daños morales.
Le absolvemos del resto de los delitos objeto de la acusación.
Los objetos intervenidos en los registros practicados se devolverán a sus titulares y, en su caso, se destruirán.»
Me he tomado 48 horas para reflexionar sobre lo sucedido, porque la reiterada lectura del Fallo, que me ha conturbado y conmovido por el profundo desacuerdo con el mismo, a todas luces injusto, me lleva a volver a incidir sobre algo que no quiero olvidar, como ciudadano demócrata en mi vida ordinaria: no caer en el desaliento por la situación política que atraviesa el país, instalado en un continuo “mundo al revés”.
No pertenezco al Club de los Agoreros Mayores de este Reino, España, pero reconozco que estamos rodeados de desánimo, desafección política y desaliento. No basta ya el recuerdo de la solución cinematográfica a nuestros males, “el mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos” (Casablanca, dixit), aunque, siguiendo el famoso canon, lo que representan ciertas películas no es ya pura coincidencia con lo que está pasando y estamos viendo y sufriendo a diario. Recuerdo ahora que en 2023 escribí sobre esta realidad existencial, posteriormente también, que hoy rescato al ser testigo directo de cómo se desarrollan los acontecimientos políticos de alcance mundial a la sombra del traje nuevo del emperador Trump o del Tribunal Supremo de este país, tomando como muestra el Fallo comentado, encumbrado, por cierto, hasta los altares, por quienes protegen desde la derecha extrema y la ultramontana por supuesto, a los que deberían estar ya juzgados como protagonistas principales de lo ocurrido. Vean por qué.
Cuando preguntamos a nuestro alrededor ¿cómo va la cosa?, lo habitual es que te respondan siempre ¿no lo ves? ¡fatal! Y la cosa es un constructo universal que tiene nombres y apellidos de casi todo lo que se mueve. De ahí al conformismo más activo solo hay un paso. No hay pensamiento, aliento, espera, ni preguntas para saber por dónde va la cosa de los vientos del Sur, por ejemplo, donde vivo, que también existe, como me recuerda con frecuencia Benedetti en su Soneto del pensamiento: «[…] sin pensar uno ahorra desalientos / porque no espera nada en cada espera / si uno no piensa no se desespera / ni pregunta por dónde van los vientos«. Un antídoto extraordinario, también, es asumir el principio de realidad de unas palabras de Hannah Arendt, que no olvido: Hay un precepto bajo el cual he vivido: prepárate para lo peor, espera lo mejor y acepta lo que venga.
A pesar de estos refuerzos éticos, es muy difícil en estos tiempos tan modernos, tan críticos en diferentes frentes de nuestras vivencias diarias, permanecer inaccesibles al desaliento, no inasequibles, porque somos personas, no mercancías, como aprendí hace años de las lecciones magistrales de don Fernando Lázaro Carreter, cuando abordaba el mal uso de este adjetivo en su extraordinaria obra, El dardo en la palabra: […] la confusión no es sólo vulgar; pero es confusión, y debe ser evitada. Se trata, simplemente, de que no se aplica con rigor el adjetivo debido, y se acude a otro que se le parece. Tampoco los precios son asequibles, sino baratos, razonables, ajustados, justos… Son las cosas a que corresponden tales precios las que pueden serlo. O no, en cuyo caso son inasequibles. Lo que no puedo comprar o entender es para mí inasequible. Ténganlo en cuenta quienes se precian de ser «inasequibles al desaliento». Merecen nuestra enhorabuena, pero digan, por favor, inaccesibles y hablarán con propiedad”. Esta aclaración encomiable, viene precedida de un contexto lingüístico que tampoco tiene desperdicio: “Asequibles son sólo las cosas que pueden adquirirse para poseerlas; cosas variadísimas, que van desde las ideas a los garbanzos; y si no, léanse estos dos fragmentos tan dispares: «La gracia abrillanta las ideas, las adorna, las hace amar, las adhiere a la memoria, vierte sobre ellas una luz que las vuelve más asequibles y claras» (W. Fernández-Flórez, 1945). «Entre los garbanzos, tan vulgares y tan asequibles entonces , la carne de morcillo era lo selecto» (A. Díaz Cañabate, 1936). Con tales pasajes a la vista, bien claro está que calificar de asequible a una persona, es prácticamente desacreditarla como venal. ¡Qué distinta cosa hubiera dicho de aquella condesita Bretón de los Herreros [«La condesita, / aunque bocado de prócer, / es humana y accesible» (1838)], llamándola así! Aunque el paso se ha dado: el canónigo Juan Francisco Muñoz y Pabón hace pensar de este modo a una dama, en una de sus espirituales novelas: «Era menester mucho aplomo y mucho dominio de sí misma para, sin preferencias por ninguno, ser con todos amable y asequible«. ¡Caramba con la dama! ¡Qué bien hubiese quedado el novelista escribiendo ahí accesible!”.
Aclarado este error histórico en el tratamiento no inocente de las palabras con las que nos relacionamos a diario, lo más importante de resaltar en esta locución es enfrentarse al significado de “desaliento”, lo que verdaderamente preocupa al mundo en este momento por su generalización, que el diccionario de la lengua española tiene claro desde el primer momento, decaimiento del ánimo, desfallecimiento de las fuerzas, llevándonos en directo a la palabra “desalentar” que, personalmente, es la que más me interesa en esta reflexión: quitar el ánimo a alguien. Con este circunloquio de palabras no inocentes, llegamos de nuevo a lo que pretendo analizar hoy: estamos viviendo una época en la que es difícil mantener una conducta inaccesible al desaliento. Si dejamos que las circunstancias actuales, los polémicos escándalos de corrupción en la política de nuestro país, por ejemplo, incluyendo hoy el “Fallo” expuesto, nos quiten el ánimo, es decir, la actitud, la disposición, el temple, el valor, la energía, el esfuerzo, la intención, la voluntad, el carácter, la índole, la condición psíquica de cada uno, de cada persona, es probable que perdamos la última acepción de este lema en nuestro vocabulario diario, porque al final nos quitan el fundamento principal del ánimo, el alma, el espíritu de cada uno como principio de la actividad humana.
Como a estas alturas de mi vida sólo me queda la palabra (Blas de Otero, dixit), sé el inmenso valor que tiene y lo importante que es su adecuado uso, no inocente casi siempre. Sobre todo porque temo un correlato fácil, el conformismo, si permito que cualquier acontecimiento o adversidad acceda a mi aliento, a mi ánimo, a mi alma humana. El conformismo por desánimo hace estragos allí donde nace, se desarrolla y muere, porque se instala en el confort de los tibios y tristes, mediocres en definitiva, alejando como por arte de magia a las personas dignas de cualquier movimiento andante. Tengo que reconocer que me dan pánico, pero crecen como por encanto, porque todos coinciden en que la cosa está fatal. Pero ¿qué es la cosa? ¿su cosa?, que decíamos al principio. Ahí es donde hay que poner las barreras éticas de la vida digna para sí mismo y para todos. Es probable que aquí sí tenga sentido el uso ordinario de la frase en cuestión, permanecer inaccesibles al desaliento, como primer paso, porque el mercado actual puede comprarlo con facilidad. Basta una sentencia “redactada” del Tribunal Supremo por conocer, con el Fallo ya conocido dentro, para procurar que no acceda a mi alma de secreto y a la de todos, porque deberíamos aprender a ser inaccesibles al desánimo colectivo, al desaliento, en el ocaso programado de la democracia en este país. Sabemos que debemos prepararnos para lo peor, esperar lo mejor y aceptar lo que venga (Hanna Arendt, dixit). En definitiva, el desaliento no es algo que se compra en el Gran Mercado Mundial. El desaliento, sólo se siente.
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CLÁUSULA ÉTICA DE DIVULGACIÓN: José Antonio Cobeña Fernández no trabaja en la actualidad para empresas u organizaciones religiosas, políticas, gubernamentales o no gubernamentales, que puedan beneficiarse de este artículo; no las asesora, no posee acciones en ellas ni recibe financiación o prebenda alguna de ellas. Tampoco declara otras vinculaciones relevantes para su interés personal, aparte de su situación actual de persona jubilada.
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