Juzgar sin complejos la realidad política actual en el país, de acoso y derribo de la democracia, es lo que nos permitirá derrotar la ‘banalidad del mal’

Hannah Arendt

Sevilla, 26/XI/2025 – 08:27 h (CET+1)

Sigo consternado por el Fallo del Tribunal Supremo, publicado en el no inocente día 20 de noviembre, condenando al Fiscal General del Estado por un delito de revelación de datos reservados, que respeto desde la perspectiva constitucional, pero que no comparto atendiendo a lo que creo firmemente que ha ocurrido y que pudimos comprobar durante el juicio. Siempre creí que los días que duró sólo eran la crónica de una sentencia anunciada.

En este contexto “judicial puro” y de “juicio popular” sobre lo ocurrido, cuando menos muy controvertido, recurro de nuevo a la filósofa Hannah Arendt, que sigue muy presente en mi vida intelectual, por lo que reivindico una operación urgente de rescate social de sus teorías antitotalitarias, no olvidándola, cuando en el ocaso real de la democracia que estamos sufriendo en este mundo al revés y, por supuesto, en este país, se cumplen 50 años de su fallecimiento, concretamente el próximo 4 de diciembre.

Tengo que reconocer que en este tiempo de tanta turbación política, necesito buscar razones para no hacer mudanzas en mi alma de secreto, siguiendo el clásico precepto ignaciano. Es la razón de por qué comparto hoy con la Noosfera, la malla pensante de la humanidad, un artículo publicado en el diario El País, el pasado día 23 de este mes, Necesitamos una realidad compartida: Hannah Arendt, el antídoto contra los hechos alternativos, que me ha reconfortado temporalmente para seguir caminando hacia adelante, sin mirar atrás y, por supuesto, sin ira. No va con mi natural, que decía mi profesor belga de Lógica, de apellido Vinaty, por más señas.

La autora de este artículo de opinión, Márian Martínez-Bascuñán, hace un análisis magnífico sobre algo que yo aprendí en mi aproximación a Freud en mis años de formación universitaria. Me refiero al reconocimiento de la existencia y asunción imprescindible, humanamente hablando, del llamado “principio de realidad”, sobre la que sería necesario ponernos de acuerdo para compartir, como sociedad democrática, lo que de verdad está pasando y estamos viendo en estos momentos políticos tan turbios, para debatir sobre ello y, una vez contrastada esa realidad, poder emitir juicios sólidos y bien informados: “El 4 de diciembre de 1975, Hannah Arendt moría en su apartamento de Nueva York cuando un infarto fulminante la sorprendió en mitad de una conversación con amigos. Al día siguiente encontraron en su máquina de escribir una hoja a medio comenzar con una sola palabra escrita: “Judging”. Juzgar. Aquella palabra solitaria quedó como un testamento involuntario, como si Arendt hubiera querido decirnos, en el último momento, que de todas las facultades humanas que había explorado a lo largo de su vida intelectual —la acción, la libertad, el pensamiento, la natalidad— había una que merecía ser rescatada con urgencia para nuestro tiempo: la capacidad de juzgar”.

Ahora, cualquier situación que se intente debatir a cualquier escala personal o social, sobre todo política, se convierte en un infierno con toda seguridad, en una mezcla de polarización extrema, envuelta en agresividad de palabra y obra, azuzada de forma especial por la antidemocracia instalada en personas, políticos, partidos e instituciones del país, incluso de alto rango, porque es lo que se lleva ahora, expresado todo ello con lenguaje soez e insultante a doquier. “Cosas que pasan”, que dice Trump.

Si se niega la realidad verdadera y objetiva de lo que está pasando y estamos viendo, como principio categórico de todo debate, es imposible establecer maniobras dialécticas de aproximación a la verdad: “Cincuenta años tras su muerte [de Hannah Arendt] ese pensamiento inconcluso resuena con inquietante actualidad. Vivimos una época donde todos opinamos sobre todo y las redes sociales amplifican cada juicio instantáneo, cada veredicto emocional. Y sin embargo, hemos perdido algo esencial: la capacidad de discernir entre lo verdadero y lo falso, de orientarnos en un mundo que se desmorona bajo nuestros pies. El folio inconcluso de Arendt no era solo el borrador de un capítulo filosófico, sino una pregunta lanzada desde el futuro: ¿qué ocurre cuando una sociedad pierde la facultad de juzgar políticamente?”.

Lo que me ha conmovido en el artículo citado es conocer cómo Arendt retrató a Adolf Eichmann, cuando en abril de 1961 fue enviada como corresponsal de la revista The New Yorker a cubrir el juicio contra este nazi responsable de la logística del Holocausto: “Dentro de la jaula de cristal construida para protegerlo en el tribunal, Eichmann no parecía un demonio. Era un hombre gris, mediocre, que hablaba en clichés burocráticos y repetía frases hechas. “Simplemente cumplía órdenes”, decía una y otra vez. No mostraba sadismo ni odio visceral, más bien daba la impresión de alguien profundamente irreflexivo, incapaz de ponerse en el lugar de otros o imaginar el sufrimiento que había administrado con eficiencia germánica. Arendt lo describiría como alguien de una “manifiesta superficialidad”, y de esa experiencia desconcertante nacería uno de los conceptos más potentes y controvertidos del pensamiento político contemporáneo: la banalidad del mal. Arendt no estaba diciendo que el Holocausto fuera banal, sino algo mucho más inquietante: que el mal extremo puede surgir, no de la maldad consciente o la perversión deliberada, sino de la simple ausencia de pensamiento. Eichmann era peligroso precisamente porque había dejado de pensar, apagando ese diálogo interior que nos hace preguntarnos: ¿qué estoy haciendo? ¿Puedo vivir conmigo mismo después de esto?”.

Ante lo que presenció, Arendt vivía con una pregunta en su persona de secreto: ¿qué fundamento tenía realmente la moralidad?, porque millones de personas compartieron la conducta de Eichmann, a través de “su verdad”, “su visión de la realidad”: “Los grandes paradigmas éticos —el deber kantiano, los fines aristotélicos, el utilitarismo— no impidieron que una sociedad altamente civilizada se coordinara casi automáticamente en la barbarie. ¿Qué queda, entonces, cuando todas las normas colapsan? La respuesta fue tan sencilla como exigente: nuestra capacidad de juzgar por nosotros mismos, sin pasamanos a los que aferrarnos, la misma facultad que Eichmann había abandonado reemplazando el pensamiento por la obediencia, por el cumplimiento mecánico de reglas. No había decisión en él, no había conciencia, no había juicio. Solo repetición y sumisión. Y eso —descubrió Arendt con horror— es más peligroso que cualquier forma de maldad deliberada. Porque mientras el mal radical es excepcional, la banalidad del mal puede extenderse como una epidemia. Todos podemos caer en ella, sólo hace falta dejar de pensar”.

Acabo de citar algo que me ha hecho daño al leerlo: la existencia de la banalidad del mal, tratada especialmente por Arendt en su controvertida obra Eichmann en Jerusalén: “La idea de Arendt de la “banalidad del mal” no es ajena a la tesis que el historiador [Raul Hilberg, en La destrucción de los judíos europeos] trazó a lo largo de décadas de trabajo, estudiando minuciosamente documentos: que la máquina de la burocracia nazi convirtió a todos en responsables, y a la vez a ninguno, que la culpa quedó enterrada bajo toneladas de documentos solo aparentemente banales, aunque al final se encontraban las cámaras de gas y el exterminio de seis millones de personas. En su libro sobre el juicio de Adolf Eichmann, Arendt explica: “Me he basado en la obra de Raul Hilberg, que fue publicada después del juicio, y que constituye el más exhaustivo y el más fundamental estudio sobre la política judía del Tercer Reich”.

La imparcialidad interesada, la mediocracia, la equidistancia como barrera pseudoética, el conformismo y los silencios cómplices ante el ocaso de la democracia en nuestro país, se pueden contextualizar perfectamente como avisos para navegantes del nuevo totalitarismo y fascismo que avanza a pasos agigantados en nuestro territorio patrio, leyendo el artículo de Márian Martínez-Basculán, aunque al hacerlo reconozco que estoy “tocado”, pero no “hundido”, al recordarme la existencia y el poder omnímodo y omnipresente en la actualidad de la “banalidad del mal” que permeabiliza la sociedad hasta extremos insospechados, signo evidente de una democracia que avanza en nuestro país con las tres heridas hernandianas, la de la vida, la del amor y la de la muerte.

Para completar esta reflexión no inocente, recomiendo la lectura completa del artículo citado, porque después de hacerlo, apreciaremos, la “gente de bien”, a la que la derecha extrema y ultraderecha califica de “gente de mal” sin com-pasión (con guion) alguna, que es imprescindible juzgar sin complejos la realidad política actual en el país, de ataque y derribo de la democracia, porque es lo que nos permitirá derrotar la ‘banalidad del mal’, algo que preocupó siempre a Hannah Arendt. Para que no se olvide, ni siquiera un momento.

oooooOooooo

 Yo apoyo el periodismo que exige transparencia.  Conoce Civio: https://civio.es/ #TejeTuPropioAlgoritmo

CLÁUSULA ÉTICA DE DIVULGACIÓN: José Antonio Cobeña Fernández no trabaja en la actualidad para empresas u organizaciones religiosas, políticas, gubernamentales o no gubernamentales, que puedan beneficiarse de este artículo; no las asesora, no posee acciones en ellas ni recibe financiación o prebenda alguna de ellas. Tampoco declara otras vinculaciones relevantes para su interés personal, aparte de su situación actual de persona jubilada.

UCRANIA, GAZA, SAHEL Y PAÍSES EN GUERRA, EN GENERAL

¡Paz y Libertad!