Plácido y Berlanga, vuelven en la navidad de 2025

Sevilla, 13/XII/2025 – 07:30 h (CET+1)

Tengo asociado cada año, por estas fechas, un recuerdo imborrable de una película de culto dirigida por Luis García-Berlanga (1921-2010), Plácido (Siente un pobre en su mesa, su título original y prohibido por la censura del régimen franquista), estrenada en 1961, con un guion memorable en el que colaboró Rafael Azcona, a quien he dedicado también palabras de respeto y admiración en este cuaderno digital. Marcó mucho mi pasión por el “cine comprometido”, como se decía antes. Un detalle que no me pasó nunca por alto, es que en un cartel promocional de la película aparecían las siguientes palabras, no inocentes, junto al apellido del director: Berlanga vuelve con un motocarro, una estrella de oriente y un pobre diablo. ¡Lo que había que aguantar en ese tiempo de dictadura para sobrevivir! Porque la verdad es que Berlanga volvía con sus películas mordientes, para algo mucho más profundo en almas inquietas de este país y para calentar a los que teníamos “helado el corazón”, en palabras inolvidables de Antonio Machado.

Este recuerdo me ha permitido revivir también mis años de infancia y adolescencia en Madrid, en el barrio de Salamanca, donde había Plácidos y familias burguesas dispuestas en Navidad a sentar pobres en su mesa con dosis de neorrealismo celtibérico, no italiano, sin que el pobre de Cesare Zavattini, el guionista italiano de moda, tuviera culpa de ello. También podría denominarse realismo trágico español a diferencia del excelente realismo mágico colombiano, que tan maravillosamente expuso en alguna de sus obras el gran escritor Gabriel García Márquez.

El argumento de esta película es imborrable como crítica, sutil y directa al mismo tiempo, de la época franquista en la que se rodó. Conocí personalmente el mundo de los isocarros, los fregaos (en palabras de Plácido) para pagar las letras mes a mes, los coordinadores de las campañas para sentar pobres y ancianos en las mesas de los “pudientes”, los urinarios públicos atendidos por mujeres que reflejaban su dignidad mediante delantales blancos rodeados de puntillas, impolutos. Las estrellas gigantes de Navidad de papel de plata con orientación imposible hacia la izquierda (¡qué paradoja!), los repartos por sorteo (te tocaba un pobre al que había que atiborrar -al menos la noche de Nochebuena- para adormecer las conciencias católicas, apostólicas y romanas), para demostrar en ruedas de prensa, también imposibles, con amistades, compañeras y compañeros de trabajo, y vecindad, que “se tenía un pobre en casa”, la sutileza no confesable del cambio de las sábanas “buenas” por las “corrientes” para depositar al pobre enfermo -acogido como rey por un día– que encima se muere y que en aquella corrosiva película arrancaba frases corales de este tenor: “Con lo bien que iba la campaña, ¡qué fatalidad!”.

Berlanga escribió un guion junto a Rafael Azcona, que no tenía desperdicio y que recuerdo ahora para los más jóvenes del lugar: con motivo de la promoción de las ollas a presión Cocinex, la burguesía -donde reside la clave del dinero y el buen hacer- se puede llevar a casa por una noche a grandes artistas, como el lote de “la más prometedora promesa de nuestro cine, Maruja Collado y el niño cantor Paquito Yepes”. Además, por la buena causa de “cene con un pobre”, la gente de clase media y alta puede elegir entre los ancianos del asilo o los pobres de la calle. Y se retransmite en directo una cena en la casa de la presidenta de la Comisión de Damas que es la que organiza esta campaña “de maravillosa hermandad, de magnífica caridad o de hondo significado, que une a pobres y a ricos en todos los hogares de la ciudad”. Inconmensurable. Tan real como la vida misma.

Lo escribí así hace diecisiete años en este cuaderno digital y vuelvo a exponer mis principios en torno a la metáfora de la película porque no tengo otros. Hoy, pueden cambiar los actores, el decorado, incluso los pobres, y seguro que no habrá problema alguno de patrocinadores. Menos, probablemente, la nueva clase de nuevas ricas y de nuevos ricos que asola el país, en todas las proyecciones de supuesta riqueza posible, dispuestos a sentar a los nuevos pobres en sus mesas, como maravillosa y nueva hermandad, pero sin que cambie un ápice su patrimonio mental, personal, familiar y social, asentado todo en la falta de educación ciudadana y en la mayor de las pobrezas: la autosuficiencia basada en el des-conocimiento [sic, con guion]. Pero Berlanga y Rafael Azcona, desde donde quiera que estén, podrían volver a escribir un guion utilizando el mismo discurso porque la doble moral sigue campando por sus respetos. Digo moral y no ética, porque esta última sigue, con perdón, sin saberse qué es, como gran desconocida que fundamenta todos los actos humanos, constituyéndose en el suelo firme de la vida, la solería de nuestra existencia. Berlanga y Azcona lo resumieron maravillosamente en la letra desgarradora y trucada (¿dónde estaba el censor de turno?) del villancico final de la película: en esta tierra nunca ha habido caridad, ni nunca la ha habido, ni nunca la habrá. Y no se puede andar por la vida sin suelo, aunque los Plácidos de turno tengan que escenificar, a veces, que la felicidad está en los plazos interminables, de todo tipo, que hay que pagar para tener una vida sobre ruedas. Porque, para ser, ¡eso es otra cosa!

Gracias, Luis García-Berlanga por habernos ayudado con películas memorables a conocer la trastienda del Régimen, sin que ellos supieron apreciarlo así. Ahí radicaba su miseria. Sesenta y cuatro años después del estreno de Plácido (1961), no son nada cuando se demuestra que las personas volvemos a tropezar socialmente dos veces en la misma piedra de la indignidad. Asumo que Berlanga ha muerto, pero vuelve… a levantar nuestras almas caídas, de pobres diablos, como Plácido, en estos recuerdos con el paso del tiempo de sus películas dentro. Gabriel García Márquez a quien debemos una semblanza del realismo trágico, no mágico, de la Navidad, lo dijo alto y claro en un artículo publicado en 1980, en el diario El País: “Ya nadie se acuerda de Dios en Navidad. Hay tantos estruendos de cometas y fuegos de artificio, tantas guirnaldas de focos de colores, tantos pavos inocentes degollados y tantas angustias de dinero para quedar bien por encima de nuestros recursos reales que uno se pregunta si a alguien le queda un instante para darse cuenta de que semejante despelote es para celebrar el cumpleaños de un niño que nació hace 2.000 años en una caballeriza de miseria, a poca distancia de donde había nacido, unos mil años antes, el rey David. 954 millones de cristianos creen que ese niño era Dios encarnado, pero muchos lo celebran como si en realidad no lo creyeran”.

Un villancico popular, que todavía se recuerda por los más antiguos de este país, que comienza diciendo “Madre, a la puerta hay un niño, tiritando está de frío”, continúa con una estrofa que resuena en los planos finales de Plácido y que todavía hoy estremece mi corazón: «¡Anda, dile que entre, se calentará, porque en esta tierra ya no hay caridad, ni nunca la ha habido, ni nunca la habrá!». No lo olvido.

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