El Principito, hoy / 4. Es mucho más difícil juzgarse a sí mismo que a los demás

Acuarela de Antoine de Saint-Exupéry, en El Principito, 1943, capítulo IX

Sevilla, 18/XII/2025 – 19:23 h (CET+1)

La lectura de El Principito, como el mundo, sólo tiene interés hacia adelante. Es lo que me ocurre en esta tarea de persona mayor que lee un relato sin edadismo alguno, hoy centrado en los capítulos IX, X y XI. Además, con un interés especial al iniciar el protagonista un largo viaje plagado de experiencias inolvidables.

Las tareas preparatorias de este cambio de rumbo interplanetario se centran en las responsabilidades de cuidados del asteroide que lo acoge, su casa, deshollinando tres volcanes, arrancando brotes de baobabs y fijando las distancias de la terca flor, ahora arrepentida, de la que ya hemos hablado en artículos anteriores con cierto desasosiego, dando muestras siempre de su vanidad de vanidades, junto al orgullo que la acompañó desde su primer encuentro. Si el principito acometía estas tareas de cuidados del asteroide era, en el fondo, porque tenía la impresión de que no iba a volver a pisar aquella tierra. ¿Dulce o amarga despedida? Puede ser triste a secas, porque el amor no correspondido acaba rompiéndose siempre de mil formas. El símil mejor para comprender este destrozo es el de una pieza de cerámica muy valiosa, que un día cae al suelo y se rompe, se pegan sus piezas rotas meticulosamente para recomponerla, pero siempre acaba notándose su fractura.

Acuarela de Antoine de Saint-Exupéry, en El Principito, 1943, capítulo X

El principito buscaba en este viaje una ocupación e instruirse al mismo tiempo. Entre los asteroides de su zona,  325, 326, 327, 328, 329 y 330, eligió el primero, habitado por un rey, sentado en su trono y cubriendo toda la superficie con su manto de armiño. Su principal preocupación es que su autoridad fuera respetada, encontrando en el visitante una oportunidad extraordinaria para comprobarlo: “El rey exigía esencialmente que su autoridad fuera respetada. Y no toleraba la desobediencia. Era un monarca absoluto. Pero, como era muy bueno, daba órdenes razonables. «Si ordeno —decía habitualmente—, si ordeno a un general que se transforme en ave marina y si el general no obedece, no será culpa del general. Será culpa mía».

El rey reinaba sobre su planeta, otros planetas y las estrellas, su poder era absoluto y universal. Todo el mundo le obedecía, por lo que el principito lo puso a prueba: “Quisiera ver una puesta de sol… Dame el gusto… Ordena al sol que se ponga. —Si ordeno a un general que vuele de flor en flor como una mariposa, o que escriba una tragedia, o que se transforme en ave marina, y si el general no ejecuta la orden recibida, ¿quién, él o yo, estaría en falta? —Vos —dijo firmemente el principito. —Exacto. Hay que exigir a cada uno lo que cada uno puede hacer —replicó el rey—. La autoridad reposa, en primer término, sobre la razón. Si ordenas a tu pueblo que vaya aarrojarse al mar, hará una revolución. Tengo derecho a exigir obediencia porque mis órdenes son razonables.

Gran lección para el principito, pero la puesta de sol quedaba pendiente, aunque el rey se la concedió incluso con hora exacta. Como se demoraba el cumplimiento de esta petición, le comunicó al rey que se iba. Es el momento en el que creo que recibe una segunda lección inolvidable para el joven príncipe: “No partas —respondió el rey, que estaba muy orgulloso de tener un súbdito—. ¡No partas, te hago ministro! —¿Ministro de qué? —De… ¡de justicia! —Pero no hay a quién juzgar! —No se sabe —le dijo el rey—. Todavía no he visitado mi reino. Soy muy viejo, no tengo lugar para una carroza y me fatiga caminar”. Todo eran dudas para el principito porque en aquel asteroide no había nadie: “Te juzgarás a ti mismo —le respondió el rey—. Es lo más difícil. Es mucho más difícil juzgarse a sí mismo que a los demás. Si logras juzgarte bien a ti mismo eres un verdadero sabio. Yo —dijo el principito— puedo juzgarme a mí mismo en cualquier parte. No tengo necesidad de vivir aquí” (la negrita es mía).

Entrando en el juego autoritario del rey, después de una propuesta absurda para retenerlo como súbdito, el principito le lanza un órdago sin éxito alguno: “Si Vuestra Majestad desea ser obedecido puntualmente podría darme una orden razonable. Podría ordenarme, por ejemplo, que parta antes de un minuto. Me parece que las condiciones son favorables… Como el rey no respondiera nada, el principito vaciló un momento, y luego, con un suspiro, emprendió la partida. —Te hago embajador —se apresuró entonces a gritar el rey. Tenía un aire muy autoritario. Las personas grandes son bien extrañas, díjose a sí mismo el principito durante el viaje”. Culmina así este capítulo con enseñanzas importantes, aunque la principal es clara: no todo vale en el poder autoritario, porque no somos súbditos en el mundo, sino ciudadanos. Tampoco, el engatusamiento en torno al poder, porque siempre corrompe. Cuidado entonces, porque las personas grandes, con gran poder, son peligrosas.

Acuarela de Antoine de Saint-Exupéry, en El Principito, 1943, capítulo XI

Finalizo la incursión planetaria de hoy, acompañando al principito en su segundo viaje, un planeta habitado por un vanidoso, los tipos que siempre necesitan estar cerca de personas que los admiren y hete aquí que el principito era un candidato perfecto. Cayó en la trampa del vanidoso porque por mucho que aplaudía ante él, se levantaba el sombrero para saludar, pero así siempre y de forma cansina, sin más, porque lo único que buscaba era las alabanzas. Ante una pregunta quizá impertinente, “Y qué hay que hacer para que el sombrero caiga? […] el vanidoso no le oyó. Los vanidosos no oyen sino las alabanzas. —Me admiras mucho verdaderamente? —preguntó al principito. —Qué significa admirar. —Admirar significa reconocer que soy el hombre más hermoso, mejor vestido, más rico y más inteligente del planeta.

—¡Pero si eres la única persona en el planeta!

—¡Dame el placer! ¡Admírame de todos modos!

—Te admiro —dijo el principito, encogiéndose de hombros—.Pero, ¿por qué puede interesarte que te admire? Y el principito se fue”.

Otra vez más, constata lo que significa el reino de las personas grandes, mayores, con poder: “Las personas grandes son decididamente muy extrañas, se decía para sus adentros durante el viaje”. Poder autoritario, absoluto del rey y la vanidad expresada hasta la última potencia, de un vanidoso profesional, habían defraudado al principito en su búsqueda de un mundo imaginario mejor para los más pequeños. De todas formas, estaba convencido de que había que seguir haciendo camino… al viajar.

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