El Principito, hoy / 5. Se hace cielo al volar

Acuarela de Antoine de Saint-Exupéry, en El Principito, 1943, capítulo XII

Sevilla, 20/XII/2025 – 07:32 h (CET+1)

Se hace cielo al volar junto al principito. También, camino al andar por estos vericuetos digitales. Ahora abordo la experiencia vivida y sentida en el tercer, cuarto y quinto planeta visitados (capítulos XII, XIII y XIV), con una brevísima estancia en el primero, porque me permite conocer la realidad terca de un bebedor, del que nuestro pequeño héroe obtuvo una respuesta encadenada a su pregunta sobre la razón de beber: “bebo para olvidar que tengo vergüenza de beber”, que lo dejó perplejo, alejándose de aquel encuentro de forma inmediata: “Las personas grandes son decididamente muy, pero muy extrañas, se decía a sí mismo durante el viaje”. Un bucle imperfecto, pero real como la vida misma.

Acuarela de Antoine de Saint-Exupéry, en El Principito, 1943, capítulo XIII

Prosiguió su viaje interplanetario. El principito nunca renunciaba a preguntar, pero no entendía la mayor parte de las respuestas recibidas (Antonio Machado lo proclamó a los cuatro vientos: Para dialogar, preguntad, primero; después… escuchad). Es lo que ocurrió de nuevo en su cuarto viaje, cuando descubrió a un hombre de negocios autoproclamado como “serio”, que no contaba tonterías, vaya. No paraba de contar y contar, en una sucesión de números y sumas infinitas, hasta que el principito, que lo preguntaba todo, quiso saber en realidad qué es lo que estaba contando en ese momento: “quinientos un millones… […] de esas cositas que se ven a veces en el cielo. —¿Moscas? —No, cositas que brillan. —Abejas? —¡No, no! Cositas doradas que hacen desvariar a los holgazanes. ¡Pero yo soy serio! No tengo tiempo para desvariar. —¡Ah! ¡Estrellas!—Eso es. Estrellas.—¿Y qué haces tú con quinientos millones de estrellas?

Ante esta pregunta, el hombre de negocios, serio, preciso, cuenta por qué lo hace, poseer las estrellas. El diálogo que sigue es digno de ser reproducido con literalidad obligada del texto, para poder ser entendido: “Quinientos un millones seiscientas veintidós mil setecientas treinta y una. Yo soy serio, soy preciso. —¿Y qué haces con esas estrellas? […] Nada. Las poseo. […] Me sirve para ser rico. […] Para comprar otras estrellas, si alguien las encuentra. Éste, se dijo a sí mismo el principito, razona un poco como el ebrio. Sin embargo, siguió preguntando: ¿Cómo se puede poseer estrellas?—¿De quién son? —replicó, hosco, el hombre de negocios. —No sé. De nadie. —Entonces, son mías, pues soy el primero en haberlo pensado. —¿Es suficiente? —Sin duda. Cuando encuentras un diamante que no es de nadie, es tuyo. Cuando encuentras una isla que no es de nadie, es tuya. Cuando eres el primero en tener una idea, la haces patentar: es tuya. Yo poseo las estrellas porque jamás nadie antes que yo soñó con poseerlas. —Es verdad —dijo el principito—. ¿Y qué haces tú con las estrellas? —Las administro. Las cuento y las recuento —dijo el hombre de negocios—. Es difícil. ¡Pero soy un hombre serio!”.

Este diálogo kafkiano culmina con la explicación de cómo el hombre de negocios, serio y exacto, guarda en un cajón “el justificante” de lo contado cada día, porque además puede documentarlo en un papel y depositarlo en un banco. Para el principito, todo lo ocurrido y manifestado por el hombre serio, era divertido, bastante divertido y poco serio, porque “tenía sobre las cosas serias ideas muy diferentes de las ideas de las personas grandes”. Él poseía cosas concretas en su asteroide, las atendía personalmente y las cuidaba, pero el hombre de negocios “no era útil para las estrellas”. Él sí para sus cosas, para su asteroide. En su fuero interno y según lo vivido hasta este momento, las personas grandes eran extraordinarias, pero poco útiles para la vida de los aparentemente pequeños.

Acuarela de Antoine de Saint-Exupéry, en El Principito, 1943, capítulo XIV

Finalizamos hoy con el vuelo al quinto planeta, donde descubrirá un único habitante, un farolero y su farol, en una superficie minúscula, cumpliendo siempre una consigna, encender y apagar el farol, de día y noche, así cada minuto, en un frenesí desmedido.

Visitar este planeta era un reto para el principito: “Tal vez este hombre es absurdo. Sin embargo, es menos absurdo que el rey, que el vanidoso, que el hombre de negocios y que el bebedor. Por lo menos su trabajo tiene sentido. Cuando enciende el farol es como si hiciera nacer una estrella más, o una flor. Cuando apaga el farol, hace dormir a la flor o a la estrella. Es una ocupación muy hermosa. Es verdaderamente útil porque es hermosa”.

La realidad que encontró el principito fue que el planeta giraba cada vez más rápido, cada minuto, convirtiendo la vida del farolero en una sumisión a una consigna, encender y apagar el farol, sin lugar a descanso alguno. Tanto es así que el farolero le descubre el secreto: “—¡Qué raro! ¡En tu planeta los días duran un minuto! —No es raro en absoluto —dijo el farolero—. Hace ya un mes que estamos hablando juntos. —¿Un mes? —Sí. Treinta minutos. ¡Treinta días! Buenas noches. Y volvió a encender el farol. El principito lo miró y le gustó el farolero que era tan fiel a la consigna. Recordó las puestas de sol que él mismo había perseguido, en otro tiempo, moviendo su silla. Quiso ayudar a su amigo”.

De esta forma, el principito le da a conocer un medio para que descanse cuando quiera, “pues se puede ser, a la vez, fiel y perezoso”: “Tu planeta es tan pequeño que puedes recorrerlo en tres zancadas. No tienes más que caminar bastante lentamente para quedar siempre al sol. Cuando quieras descansar, caminarás… y el día durará tanto tiempo como quieras. —Con eso no adelanto gran cosa —dijo el farolero—. Lo que me gusta en la vida es dormir. —Eso es no tener suerte —dijo el principito. —Eso es no tener suerte —dijo el farolero—. Buenos días. Y apagó el farol”.

El farolero sería despreciado por el rey, por el vanidoso, por el bebedor, por el hombre de negocios, pensaba el principito, aunque a él no le parecía ridículo: “Quizá porque se ocupa de una cosa ajena a sí mismo. Por ello, “suspiró nostálgico y se dijo aún: —Éste es el único de quien pude haberme hecho amigo. Pero su planeta es verdaderamente demasiado pequeño. No hay lugar para dos… El principito no osaba confesarse que añoraba a este bendito planeta, sobre todo, por las mil cuatrocientas cuarenta puestas de sol, ¡cada veinticuatro horas!”.

El relato prosigue. Había descubierto un amigo y no podía olvidarlo. Sobre todo porque era un ejemplo de fidelidad. Encender y apagar un farol, esa es la cuestión. La consigna de un trabajador pequeño en un planeta pequeño, muy pequeño. Quizás sea esta última reflexión la que me recuerda ahora una idea feliz de un personaje de este planeta, Eduardo Galeano, cuando escribió algo que nunca olvido: “Mucha gente pequeña, en lugares pequeños, haciendo cosas pequeñas, puede cambiar el mundo”.

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