
Sevilla, 27/XII/2025 – 08:39 h UTC (CET+1)
Nos aproximamos a los últimos capítulos, hoy el XXV y XXVI. En el primero, leo la travesía del desierto que permite al principito y al aviador, llegar a un pozo que parecía de aldea no del Sáhara, al disponer de roldana, balde y la cuerda… El principito “rió, tocó la cuerda, e hizo mover la roldana. Y la roldana gimió como gime una vieja veleta cuando el viento ha dormido mucho”.

Fue el momento de comprender por qué el principito quería beber de esa agua: “Levanté el balde hasta sus labios. Bebió con los ojos cerrados. Todo era bello como una fiesta. El agua no era un alimento. Había nacido de la marcha bajo las estrellas, del canto de la roldana, del esfuerzo de mis brazos. Era buena para el corazón, como un regalo. Cuando yo era pequeño, la luz del árbol de Navidad, la música de la misa de medianoche, la dulzura de las sonrisas, formaban todo el resplandor del regalo de Navidad que recibía”. Todo lo que había rodeado al esfuerzo del camino en busca del agua terrenal, haberlo compartido, era beneficioso para el corazón. Creo que Rafael Alberti lo explicó muy bien en un poema dedicado al verso que, hoy, puedo cambiar por agua: Sentimiento, pensamiento. / Que se escuche el corazón más fuertemente que el viento. / Libre y solo el corazón más que el viento. / El verso sin él no es nada. / Sólo verso. El agua, sin corazón, no es nada. El principito lo resumía bien: “los ojos están ciegos. Es necesario buscar con el corazón”.
Más adelante, descubre el principito que se cumplía ya el aniversario de su caída a la Tierra desde el asteroide donde habitaba, con gran sorpresa del aviador: “—Entonces, no te paseabas por casualidad la mañana que te conocí, hace ocho días, así, solo, a mil millas de todas las regiones habitadas. ¿Volvías hacia el punto de tu caída? El principito enrojeció otra vez. Y agregué, vacilando: —¿Tal vez, por el aniversario…? El principito enrojeció de nuevo. Jamás respondía a las preguntas, pero cuando uno se enrojece significa «sí», ¿no es cierto?—¡Ah! —le dije—. Temo… Pero me respondió: —Debes trabajar ahora. Debes volver a tu máquina. Te espero aquí. Vuelve mañana por la tarde… Pero yo no estaba muy tranquilo. Me acordaba del zorro. Si uno se deja domesticar, corre el riesgo de llorar un poco”. La realidad es que se acercaba el final de esta preciosa aventura.
El capítulo XXVI necesita varias lecturas por la profundidad del mensaje que lleva dentro. Comienza con el descubrimiento, por parte del aviador, del principito subido en lo alto dentro un muro en ruinas, junto al pozo, dialogando de forma críptica con una serpiente: “—Tienes buen veneno? ¿Estás segura de no hacerme sufrir mucho tiempo? Me detuve, con el corazón oprimido, pero seguía sin comprender. —Ahora, vete… —dijo—. ¡Quiero volver a descender! Entonces bajé yo mismo los ojos hacia el pie del muro y ¡di un brinco! Estaba allí, erguida hacia el principito, una de ésas serpientes amarillas que os ejecutan en treinta segundos. Comencé a correr, mientras buscaba el revólver en mi bolsillo, pero, al oír el ruido que hice, la serpiente se dejó deslizar suavemente por la arena, como un chorro de agua que muere, y, sin apresurarse demasiado, se escurrió entre las piedras con un ligero sonido metálico. Llegué al muro justo a tiempo para recibir en brazos a mi hombrecito, pálido como la nieve. —¿Qué historia es ésta? ¿Ahora hablas con las serpientes? Aflojé su eterna bufanda de oro. Le mojé las sienes y le hice beber. Y no me atreví a preguntarle nada. Me miró gravemente y rodeó mi cuello con sus brazos. Sentía latir su corazón como el de un pájaro que muere, herido por una carabina”.
El aviador se dio cuenta de que había ocurrido algo extraordinario y grave a la vez. Es la primera vez que se dirige al principito como hombrecito, tomando conciencia de su miedo, lo que le ocasiona una profunda tristeza por su posible retorno a su estrella: “Pero rió suavemente. —Tendré mucho más miedo esta noche… De nuevo me sentí helado por la sensación de lo irreparable. Y comprendí que no soportaría la idea de no oír nunca más su risa. Era para mí como una fuente en el desierto. —Hombrecito…, quiero oírte reír otra vez…”.

A partir de estas palabras, comienza a comprender lo que está ocurriendo: “—Esta noche, hará un año. Mi estrella se encontrará exactamente sobre el lugar donde caí el año pasado… —Hombrecito, ¿verdad que es un mal sueño esa historia de la serpiente, de la cita y de la estrella?… Pero no contestó a mi pregunta, y dijo: —Lo que es importante, eso no se ve. —Ciertamente…”. De nuevo, volvió a resonar en su alma de secreto qué es lo esencial de la vida, de las personas, lo que no se ve, lo que tantas veces le había explicado el hombrecito príncipe.
A partir de aquí, nuestro pequeño héroe, le ofrece al aviador su gran regalo para que entienda la experiencia de su encuentro en muy pocos días, la brevedad de un gran misterio, lo que le deslumbrará cuando mire a las estrellas: “—Las gentes tienen estrellas que no son las mismas. Para unos, los que viajan, las estrellas son guías. Para otros, no son más que lucecitas. Para otros, que son sabios, son problemas. Para mi hombre de negocios, eran oro. Pero todas esas estrellas no hablan. Tú tendrás estrellas como nadie las ha tenido. —¿Qué quieres decir? —Cuando mires al cielo, por la noche, como yo habitaré en una de ellas, como yo reiré en una de ellas, será para ti como si rieran todas las estrellas. ¡Tú tendrás estrellas que saben reír! Y volvió a reír. —Y cuando te hayas consolado (siempre se encuentra consuelo) estarás contento de haberme conocido. Serás siempre mi amigo. Tendrás deseos de reír conmigo. Y abrirás a veces tu ventana, así…, por placer… Y tus amigos se asombrarán al verte reír mirando el cielo. Entonces les dirás: «Sí, las estrellas siempre me hacen reír», y ellos te creerán loco. Te habré hecho una muy mala jugada…”.
Luego…, viene la despedida, dolorosa como todas, que hay que leerla, querido lector, querida lectora, para comprenderla. Estoy seguro de que el hombrecito, a pesar de todo, se marchó solo a su cielo particular plagado de estrellas: “El principito dijo: —Bien… Eso es todo… Vaciló aún un momento; luego se levantó. Dio un paso. Yo no podía moverme. No hubo nada más que un relámpago amarillo cerca de su tobillo. Quedó inmóvil un instante. No gritó. Cayó suavemente, como cae un árbol. En la arena, ni siquiera hizo un ruido”.
Me quedo pensativo, conmovido, conturbado y hoy me enfrentaré a la lectura del último capítulo de esta historia para personas grandes, que contaré “próximamente en este salón”, digital por supuesto, tal y como se anunciaban las películas en mi infancia de Castilla.
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CLÁUSULA ÉTICA DE DIVULGACIÓN: José Antonio Cobeña Fernández no trabaja en la actualidad para empresas u organizaciones religiosas, políticas, gubernamentales o no gubernamentales, que puedan beneficiarse de este artículo; no las asesora, no posee acciones en ellas ni recibe financiación o prebenda alguna de ellas. Tampoco declara otras vinculaciones relevantes para su interés personal, aparte de su situación actual de persona jubilada.
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