El cerebro del escribano añil

No nos llamaremos a engaño. Respeto mucho la profesión de escribano [Persona que por oficio público está autorizada para dar fe de las escrituras y demás actos que pasan ante él], pero en el post de hoy voy a continuar con mi pre-ocupación, es decir, mi ocupación principal ahora desde mi rol de neuropsicólogo instalado en este laboratorio digital, ocupando parte del armario de navegación, de la bitácora de la “Isla Desconocida”. Y voy a abordar una realidad cerebral que he analizado recientemente con ocasión de la lectura de un libro fascinante, El nacimiento de la mente (1), que por segunda vez he vuelto a estudiar en algunos de sus capítulos verdaderamente apasionantes. Y es que la experiencia científica narrada por su autor, Gary Marcus, respecto de las aventuras neuronales de un pajarillo precioso, el escribano añil, no me había dejado indiferente. Verán por qué.

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Escribano añil (Passerina cyanea). Fotografía recuperada de http://www.bsc-eoc.org/avibase/checklist.jsp?lang=EN&region=ca&list=clements&synlang=IS&version=images&p2=22, el 16 de marzo de 2008.

Todo nació con un interrogante que produce fascinación: cuando nacemos ¿venimos ya programados para la vida de cada cual, con un libro de instrucciones (bien traducido…) ó tenemos que aprender todavía a lo largo de “esa” vida porque no todo está atado y bien atado en el dichoso libro? Comprendo que la pregunta tiene “miga”, pero ¡qué le vamos a hacer! Personalmente, me gustan este tipo de preguntas, porque sé que no sé la respuesta de antemano y esto me permite, me obliga a seguir investigando. La escritura de Dios con renglones derechos y torcidos, sobre las historias de cada una y cada uno, es decir, los libros de instrucciones anteriormente citados, tampoco me sirve en estos momentos, aunque respeto las creencias al respecto. ¡Solas y solos ante el peligro! Ó, ¡al fin solas y solos! ¿quién sabe?

Lo que sí se ha demostrado es que nacemos para aprender, es decir, que tenemos que trabajarnos el presente y el futuro. Somos de una determinada forma, irrepetibles por ahora, pero hay dos formas de aprendizaje que marcan nuestras vidas, nuestros cerebros: la asociación y la habituación, demostradas por la etología comparada, aunque no son los únicos patrones de conducta que tenemos que asimilar. Como dice Marcus, “en el nacimiento no está todo”: “los niños nacen con mecanismos mentales altamente desarrollados (naturaleza) que les permiten aprovechar al máximo la información del mundo exterior (cultura)”.

Siendo importante lo expuesto anteriormente, me pareció sorprendente el ejemplo que Marcus utilizaba para describir la complejidad cerebral a la hora de abordar el cerebro humano los aprendizajes a los que estamos obligatoriamente obligados a realizar. Y expone el mecanismo en virtud del cual el escribano añil aprende sobre el cielo nocturno, basado en las experiencias llevadas a cabo por Stephen Emlen con estos pájaros especializados en la contemplación de la rotación del cielo al no “conocer“ la existencia de las brújulas en su imperiosa necesidad de dirigirse siempre a una parte concreta del mundo: “Podemos preguntarnos por qué al escribano le preocupa el cielo. Pues porque este ave quiere saber cómo se va al Sur. Como muchos de sus homólogos humanos pudientes, pasa el verano en el este de los Estados Unidos y el invierno en las Bahamas. Para ir a un sitio desde el otro, el escribano se vale de las estrellas como guía de navegación. Más que memorizar simplemente que la Estrella Polar indica el norte, en realidad estas aves se orientan observando cómo giran las estrellas”. Es más, “dado que las estrellas giran sólo quince grados cada hora, orientarse mirando cómo se mueve el cielo es como observar la pintura mientras se seca. Pero el escribano persevera, y ello se traduce en una herramienta para navegar mucho más sólida que la que habría adquirido si sólo hubiera aprendido dónde se halla una estrella concreta. Al escribano no le molesta que haya nubes aquí y allá –no le hace falta saber dónde está la Estrella Polar-, y el sistema funcionará igual cuando cambie la posición de la tierra con respecto al cielo. El mecanismo incorporado de aprendizaje celeste del escribano es mucho más útil que cualquier edición del Hammond´s Start Atlas susceptible de quedar pronto obsoleta. Se deduce de todo eso que el sistema de navegación del escribano es una mezcla de algo acoplado (un sistema para calibrar mecanismos incorporados según las condiciones locales) y algo aprendido (las condiciones locales concretas)” (2).

Este maravilloso ejemplo provoca una reflexión incuestionable: si la vida humana cuenta con activos genéticos tan importantes y por desarrollar, del que el escribano añil es solo un ejemplo, ¿no podríamos deducir que el lenguaje y su expresión más brillante, la comunicación, es el resultado del aprendizaje más elaborado por el ser humano, es decir, algo acoplado desde el nacimiento a la vida que necesita aprendizajes para despejar la no inocencia del proceso obligado y obligante de las palabras? Porque Marcus, asombrado también con este pequeño pájaro de color índigo, sabe que los seres humanos, a los que les hace falta ahora un GPS para orientarse a diferencia del escribano y que nunca lo van a poder imitar desde la capacidad cerebral humana, cuentan con una capacidad innata de aprendizaje, aún por descubrir en su integridad, “que no parece tener ningún otro animal: el don de adquirir un sistema de comunicación con la riqueza y complejidad del lenguaje, un sistema para comunicar no solo el aquí y ahora sino también el futuro, lo posible y lo soñado”. Sin que por ello tengamos que mirar por encima del hombro al escribano añil, porque los dos sabemos lo que sabemos, es decir, que tenemos algo en común verdaderamente maravilloso como regalo de la evolución de la vida: nacemos para aprender y cada una, cada uno, con su caja de “herramientas” gobernada por el cerebro, para hacerlo lo mejor posible… en un mundo que parece, a veces, diseñado por el enemigo.

Sevilla, 16/III/2008

(1) Marcus, G. (2005). El nacimiento de la mente. Barcelona: Ariel.
(2) Marcus, G., ibídem, p. 30

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