En un viaje reciente al País Vasco, leí un aviso en una calle de Hondarribia que decía en euskera y español lo siguiente: baja el volumen, por favor. Necesitamos hablar, utilizar de forma profusa la palabra, que todavía nos queda tal y como no los recordó Blas de Otero, pero soy amigo de todos los silencios y similares, excepto de los cómplices, que tanto inundan nuestras calles, casas, lugares de trabajo, cámaras y camarillas políticas. No digamos cuando dialogamos olvidando el primer principio, necesario para callar, que preconizó el Abate Dinouart: solo se debe dejar de callar cuando se tiene algo que decir más valioso que el silencio.
Pero una cosa es hablar y otra chillar, escuchar música que quedar aturdido por el volumen de la misma, hablar en sitios públicos o privados que chillar una vez más porque no hay forma de entenderse. Lo he comprobado en el transporte público vasco que he utilizado con profusión, porque se hablaba en voz queda, baja, sin molestar a nadie. Queda demostrado que es un problema de educación, pero en esta tierra de maría santísima es un objetivo casi imposible: donde vayas o como vayas, hay que aceptar como un principio categórico hablar, gritar y cuanto más alto lo hagas mejor, aunque al final se convierta aquel lugar en el que pensabas pasar un rato agradable en una torre de babel cualquiera.
Todo es problema de la mala educación que nos invade, porque la buena está bastante ausente. Me pareció un esfuerzo público de un pueblo vasco por intentar poner el volumen de nuestras voces en su sitio, pasear y divertirnos sin molestar a los demás. No suele ser problema de mala insonorización de los locales o del transporte público que no está preparado para amortiguar nuestras voces… o de la propiedad de las calles y sus aceras (con permiso de Jane Jacobs) que pasan a ser de todos. Es un problema de educación de la mala, porque la buena se desprecia por determinados poderes públicos y privados, aquellos que detestan la educación para la ciudadanía educada, porque se entiende como una manipulación de creencias y religiones, en un mar de confusión que se pierde en océanos de mentiras.
Deberíamos alzar el volumen de las reivindicaciones necesarias para que la educación para hablar bajo y de forma educada fuera un hilo conductor para enseñar a dialogar en nuestras azarosas vidas, en la de secreto y en la de todos, sin tener que gritar nuestro vacío en cualquier sitio. Es verdad, ¡bajemos el volumen, por favor! Antonio Machado, que era muy sabio, lo decía de forma muy sencilla: para dialogar, preguntad primero; después… escuchad. Impecable pauta para la voz baja, por qué no, para los grandes silencios.
Sevilla, 2/IX/2018
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