
Sevilla, 29/I/2024
Como lector fiel de la obra excelente de Ítalo Calvino, he recordado hoy algo que completa el fenómeno de escribir, porque si importante es detenerse un momento ante la hoja en blanco y pensar que “es el instante de la elección: se nos ofrece la oportunidad de decirlo todo, de todos los modos posibles; y tenemos que llegar a decir algo, de una manera especial” (El arte de empezar y el arte de acabar), todavía más lo es cuando estamos convencidos de que el escritor “tiene que levantar la nariz del papel”, sobre todo “para ver lo que no está bien visto. Si levantas la nariz del papel, puedes encontrarte con la leyenda que Goya escribió debajo de uno de sus grabados de la Guerra, allí donde dice: «No se puede mirar». O con esa otra inscripción que escribió debajo de una de las estampas del Cuaderno de la Inquisición, en la que se ve a un reo destrozado por el tormento: Por mover la lengua de otro modo. […] Mirar lo que no se puede ver. Ver lo que no está «bien visto». Porque está tapado, porque se oculta o se esconde. O porque resulta incómodo, molesto” (1). Decía Ítalo Calvino, sumido en una dialéctica muy interesante, algo que no olvido: “La discontinuidad entre la página escrita, fija y estable, y el mundo móvil y multiforme que hay fuera de la página nunca deja de sorprenderme: ¿qué pasa en el momento en que levanto la nariz de la página escrita y miro a mi alrededor, momento repetido innumerables veces a lo largo del día, tal vez el momento clave, el momento de la verdad”.
Lo manifestado anteriormente es lo que me viene sucediendo últimamente ante los noticiarios mundiales y locales. Ante este cúmulo de situaciones preocupantes y maldades de alto voltaje, compruebo una vez más que sólo me queda la palabra para reflexionar sobre lo que está pasando y estamos viendo todos los días, sobre todo para ver lo que no está bien visto, sabiendo el inmenso valor que tiene y lo importante que es su adecuado uso, no inocente casi siempre. Es preocupante la situación descrita porque temo un correlato fácil, el conformismo, expresado en el socorrido «¡yo, solo, qué puedo hacer. Nada!», si permito que cualquier acontecimiento o adversidad acceda a mi aliento, a mi ánimo, a mi alma humana y no nos deje ver más allá de nuestras narices, porque nos las levantamos y menos a la hora de pronunciarnos sobre eso que pasa a diario y no nos gusta.
El conformismo por desánimo hace estragos allí donde nace, se desarrolla y muere, porque se instala en el confort de los tibios y tristes, mediocres en definitiva, alejando como por arte de magia a las personas dignas de cualquier movimiento andante. Tengo que reconocer que me dan pánico, pero crecen como por encanto, porque todos coinciden en que la cosa está fatal. Pero ¿qué es la cosa? ¿su cosa?, que decíamos al principio. Ahí es donde hay que poner las barreras éticas de la vida digna para sí mismo y para todos. Es probable que aquí sí tenga sentido el uso ordinario de una frase sonora, permanecer inaccesibles al desaliento, como primer paso, porque el mercado actual puede comprarlo con facilidad. Basta tomar decisiones desde una torre de Manhattan, con una tableta digital o un teléfono inteligente, para hacer sufrir al mundo, quitándole el ánimo para seguir viviendo. Por tanto, hay que luchar para que esta realidad económica mundial, entre otras muchas, que a veces se convierten en guerras incomprensibles, no acceda a mi alma de secreto y a la de todos, porque deberíamos aprender a ser inaccesibles al desánimo colectivo, al desaliento.
Ante la situación mundial más próxima, las guerras de Ucrania, que sufre horas de olvido en la actualidad y la de Israel en Gaza, con tanto crimen execrable, he recordado a Manuel Rivas en la Conferencia citada, Por una luciérnaga, porque trae a colación la necesidad del compromiso por parte de quienes escriben, club al que pertenezco llenando páginas de este cuaderno digital, incluso porque es una llamada de atención para levantar la nariz de esta página en blanco de hoy y contribuir de esta forma a parar las citadas guerras: “En una conferencia pronunciada en Múnich en 1976, con el título «La profesión de escritor», Canetti relató el hallazgo de una nota anónima fechada el 23 de agosto de 1939, justo una semana antes del estallido de la segunda Guerra Mundial. El texto era muy breve, casi telegráfico: «Ya no hay nada que hacer. Pero si de verdad fuese escritor, debería poder impedir la guerra». Canetti cuenta como, al principio, le irritó aquella nota. Hace falta ser pretencioso, venía a decir, he ahí alguien que sobrevaloraba de tal manera la condición de escritor que le otorgaba poderes tan excepcionales como el de impedir una guerra. «En los días que siguieron», cuenta Canetti, «me di cuenta asombrado de que la frase se negaba a abandonarme y acudía a mi todo el tiempo, y de que yo la cogía, la desmembraba, lanzándola lejos y volvía a recogerla, como si solo estuviese en mi poder encontrarle algún sentido».
Las palabras pueden y deben parar las guerras y conflictos armados, incluso todo lo que nos sucede a diario y no nos gusta. Desde las resoluciones últimas de la ONU, hasta esta pequeña reflexión, debemos tomar conciencia de que, al final, son sólo un conjunto de palabras las que contribuyen a la aproximación para acabar con tanto dolor humano, no sólo de las guerras, sino de cualquier dolor que nos rodea. Hablando se entiende la gente, el mundo. Ser dueño de las palabras, es el acto humano por excelencia porque es una posibilidad que solo pertenece a nuestra especie, aunque genere en el acto de escribirlas un miedo cerval ante la página en blanco. Haber escrito hoy estas líneas significa que lo hago como acto de militancia activa en el compromiso intelectual, por varias razones: el mero hecho de cuestionar la existencia de uno mismo al servicio estrictamente personal, es decir, el trabajo permanente en clave de autoservicio, así definido e interpretado, rompiendo moldes y preguntándonos si lo importante es salir del pequeño mundo que nos rodea como privilegiada zona de confort y mirar alrededor, que ya es un signo de capacidad intelectual extraordinaria que muchas veces no está al alcance de cualquiera por imperativos del mercado. Desgraciadamente. Además, porque al escribir se hace patente el compromiso con uno mismo y con los demás, fundamentalmente con los más desfavorecidos por la vida. Cuando tienes la “suerte” de conocer las interioridades del dilema al escribir, ya no eres prisionero de la existencia. Ya decides y cualquier ser inteligente se debe comprometer consigo mismo y con los demás porque conoce esta posibilidad, este filón de riqueza. Aunque nuestros aprendizajes programados en la Academia de la Vida no vayan por estas líneas de conducta. Cualquier régimen sabe de estas posibilidades. Y cualquier régimen, de izquierdas y derechas lo sabe. Por eso lo manejan, aunque siempre me ha emocionado la sensibilidad de la izquierda organizada o la de “los de abajo” que dicen ahora. La de los nadies organizados, también.
Finalizo por hoy, al escribir estas palabras de forma especial y levantando la nariz para ver lo que no nos gusta, aplicando el principio de realidad extrema, sabiendo que me transforma y renueva continuamente el alma, porque podemos escribir la historia mejor y jamás contada, pero si le falta alma, no es nada: Y eso, quien lea hoy estas palabras notará si le falta algo o no a este mensaje implícito. Es lo que se llama corazón, alma o un texto en el cual se nota si el autor se ha enamorado de su libro o de su blog, más allá de las ideas que quiere contar. Y me reafirmo en lo que ya he expresado en los últimos años sobre escribir con el alma, tal y como lo estoy haciendo ahora: “Esto me ha pasado a mí. Me he enamorado de mis libros y estoy viviendo esos momentos en los que mi alma está pendiente de todo, para que no falte nada a las personas que quieres y a las desconocidas que van a captar esos sentimientos y emociones que adornan siempre la inteligencia conectiva que escribe, que se expresa desde dentro de cada autor, siendo Internet un medio poderoso y lleno de recursos para difundir este momento mágico, dando la razón a San Agustín cuando escribía en un perfecto latín un constructo que me ha acompañado siempre: bonum est diffusivum sui (el bien, se difunde a sí mismo). O lo que es lo mismo: la buena literatura, escrita con alma, se difunde a sí misma. Todavía más, con la ayuda de las tecnologías y sistemas de información, porque se construye y difunde con la inteligencia digital, cada día más al alcance de muchas personas que saben qué es escribir con el alma de la pasión. De una forma especial y levantando la nariz del papel para ver lo que no está bien visto.
(1) Rivas, Manuel, Por una luciérnaga (La ecología de las palabras en el manuscrito de la tierra). Conferencia Spinoza, 2022.
CLÁUSULA ÉTICA DE DIVULGACIÓN: José Antonio Cobeña Fernández no trabaja en la actualidad para empresas u organizaciones religiosas, políticas, gubernamentales o no gubernamentales, que puedan beneficiarse de este artículo; no las asesora, no posee acciones en ellas ni recibe financiación o prebenda alguna de ellas. Tampoco declara otras vinculaciones relevantes para su interés personal, aparte de su situación actual de persona jubilada.
UCRANIA Y GAZA, ¡Paz y Libertad!

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