
Sevilla, 28/VII/2025 – 07:25 h (CET+2)
Pertenezco a una generación que creció con manuales de la buena educación, denominadas «Cartillas de Urbanidad» y la imagen y textos que presidían sus páginas, concretamente la correspondiente al «niño mal educado», las tuve que leer y aprender de memoria si quería ser «un niño bien educado». También y afortunadamente, leí con la atención que merecía en momentos muy complejos de dictadura en este país, un librito ejemplar, La educación del ciudadano, ¡publicado en 1918!, del que hablo más adelante y precursor de un intento fallido en nuestra democracia, la implantación obligada y curricular de la asignatura de Educación para la Ciudadanía, tristemente desaparecida, acusada burdamente de adoctrinamiento encubierto. Han pasado muchos años, pero la esencia de la buena educación no está en manual alguno, sino que afortunadamente está al alcance de quien por encima de todo, en su fondo y forma, se respeta a sí mismo y lo hace con los demás, porque lo aprende en su casa, primero y, después, en la escuela, con amigos y así, sucesivamente con las diferentes redes sociales, reales sobre todo y virtuales ahora, que se establecen a lo largo de la vida, aunque las últimas son un ejemplo en multitud de ocasiones de mala educación hasta extremos insospechados. Es lo que decía en el prólogo el autor del libro citado, La educación del ciudadano: «Toda la obra tiende a ilustrar al joven de lo que es la sociedad, de lo que debe a la comunidad y del modo práctico cómo puede y debe cada ciudadano contribuir a la vida social; tiende, en una palabra, a darle la impresión de que todo lo que es lo debe a la sociedad y le enseña que su deber primordial consiste en vivir para la comunidad de que forma parte. Pero el libro por sí mismo sería un instrumento de poca eficacia sin la labor del Maestro o del padre, los cuales en esta formación de la moral cívica tienen ancho campo donde practicar las más nobles funciones de su ministerio». La buena educación ha evolucionado mucho, pero estos aspectos esenciales del respeto a sí mismo y a los demás, en formas de ser y estar en el mundo, a pesar de los cambios transcendentales que se han dado, sigue vigentes en la actualidad, siempre bajo el denominador común de la educación y respeto como enseñanza progresiva y permanente en la vida de cada uno, de cada una, hasta el final de nuestros días. Es un aprendizaje lento y pausado porque está adherido a múltiples formas de ser y estar en el mundo.
En el contexto «educado» anterior, la realidad actual es que desde que comienza el día, descubrimos a diario que la mala educación asola nuestro país y además constatamos que para muchas personas, como escribía el sábado pasado Antonio Muñoz Molina en una columna recomendable, Sálvese quien pueda, en el diario El País, es un identificador actual benéfico y ejemplarizante, para sorpresa de muchos: “Me llena de tristeza que la mala educación sea considerada en España un signo de autenticidad” (Belén Esteban, de infeliz memoria, ya lo dijo, lo dice y lo dirá, acompañada de su aureola de princesa del pueblo).
Desde que comienza el día, es fácil constatar esta cruda realidad. Sales de casa ya con escasos saludos de presuntos conocidos, de los que esperas humildemente -al menos- una mirada, escuchas el ruido ensordecedor de motos con escape libre y canciones a deshora tempranera en vehículos con las ventanillas bajadas, contemplas cómo los intermitentes se han convertido en objeto decorativo en los coches o saltarse el semáforo en rojo en maniobras a veces imposibles como deporte nacional, cruzas el paso de cebra encomendándote al santoral completo para que salgas indemne, sorteas las cacas de los perros por doquier en una gincana casi olímpica, evitas la marquesina del autobús porque alguien está fumando para los demás, procuras estar vigilante en la cola para que no se cuele algún avispado y subes finalmente al vehículo público donde en bastantes ocasiones ni te contesta el conductor o la conductora ante un amable “Buenos días”. Pasas al interior, si te dejan, y descubres que los asientos reservados con pictogramas para personas mayores, embarazadas y personas con movilidad reducida están ya ocupados por gente joven y de edad media, sin ademán alguno para cedértelos. Y comienza la fiesta garantizada: tonos de móviles por doquier y conversaciones cruzadas a todo volumen, a veces con lenguaje soez, que hacen poco viable un viaje amable hacia alguna parte tranquila. Por no hablar de los asientos enfrentados en los que habitualmente, si están libres, ves cómo algunas personas ponen sus pies en el de enfrente con total descaro y sin freno alguno. Igualmente y ante el retraso del conductor al llegar a una parada solicitada, sólo un segundo, suena también un grito altisonante, ¡Abre!, con un tuteo de familiaridad plena, mezclado de algún insulto que otro, en voz baja pero audible por todos, mezcla de mala educación e intolerancia ante la mínima adversidad diaria.
Llegas a tu destino y «la cosa» (la mala educación) sigue. Te acercas al semáforo y esperas porque está “en rojo» y con niños también en espera “del verde”. Da igual para muchos, porque cruzan veloces en rojo, incluidos niños, como si no hubiera un mañana, dejando a esos niños que esperan en la acera de forma educada con la boca abierta y sumidos en la confusión porque sus padres y abuelos les dicen siempre que “en rojo no se cruza”. Pasamos por fin a la otra orilla, a toda prisa porque los segundos adjudicados a los peatones cada vez son menos en favor de otorgar más tiempo a los vehículos, quizás por una “mala educación viaria” del Tráfico correspondiente, comenzando de nuevo, por las aceras, la gincana correspondiente para no pisar las numerosas cacas de mascotas que pasean dueñas y dueños maleducados. ¡Cómo echo de menos lo que que significaban las aceras para la urbanista americana Jane Jacobs!: «Bajo el aparente desorden de la ciudad vieja, en los sitios en que la ciudad vieja funciona bien, hay un orden maravilloso que mantiene la seguridad en las calles y la libertad de la ciudad. Es un orden complejo. Su esencia es un uso íntimo de las aceras acompañado de una sucesión de miradas” (1).
Después de un inquietante viaje plagado de fenómenos diversos de mala educación, de pronto, al pedir el café para desayunar, antes de proseguir con experiencias maleducadas, te sueltan un saludo del tipo “¡cariño, que quieres!”, muy típico en mi ciudad, que lejos de tranquilizarte te sume en un desconcierto total porque no conoces de nada a quien te saluda de esta forma tan efusiva. Servirte cogiendo la taza de café por los bordes y el vaso de agua también, ya es casi lo de menos, pero algo pasa en nuestro interior, porque en muy poco tiempo hemos constatado que la educación en nuestro país está en crisis total. Y el día no ha hecho nada más que empezar, soportando como cada uno puede el ruido ensordecedor del bar o cafetería en la que presuntamente iba a tomar un desayuno tranquilo, en una molienda continua del café y un tumultuoso ruido conversacional de fondo que va in crescendo en la medida que aumenta la clientela. ¡Qué me queda por experimentar!
Vuelvo a casa y conecto el televisor. Comienza el informativo de mediodía y veo con dolor democrático que el Congreso es un avispero de insultos y descalificaciones mutuas, a modo de curso acelerado de mala educación. Siguen después programas plagados de tertulianos y colaboradores que, salvo honrosas excepciones, se jactan de vivir en plena falta de educación, pisándose las palabras y comentarios cuando hablan y no escuchando a tiempo completo lo que dicen los enemigos por definición, cada uno colocado en su bando, izquierda y derecha. ¡Así es imposible que nuestros espectadores escuchen lo que decís!, grita el presentador o la presentadora de turno, suplicando orden y concierto. En pleno debate, suena el móvil personal a una hora intempestiva, con número oculto, que no cojo por imperativo categórico, pero que insiste, rompiendo la pausa posterior a la comida. Apago la televisión y leo el artículo de Muñoz Molina, buscando amparo ante su grito, ¡Sálvese quien pueda!, aunque tengo que reconocer que no me deja nada tranquilo: «En los juegos de la calle y en los patios de la escuela asistí a la brutalidad de los grandullones y los crueles, en la universidad la de los policías de porras negras y uniformes grises, en el servicio militar la de los mandos y los veteranos serviles, en los años de Granada la de los guerrilleros fascistas que quemaban kioscos y asaltaban bares. He presenciado y sufrido la brutalidad clásica española ejercida por los matones reaccionarios, y por la simple burricie humana, pero también la otra brutalidad que consintió y muchas veces alentó y alienta la izquierda: la brutalidad de los represores y tristemente la de los antirrepresores, que en algún momento, allá por los ochenta, decidieron que la mala educación y la bronca, la imposición intolerante de la juerga, eran progresistas, y hasta tenían un alto interés cultural. Y para finalizar unas palabras que comparto plenamente: «Me ofende la brutalidad de los conductores que dedican insultos atroces en un semáforo, y la de los moteros que atruenan un barrio entero con sus acelerones de obsceno exhibicionismo masculino, y la de los viajeros del metro que mantienen una conversación a todo volumen en el móvil sin la molestia de ponerse unos auriculares. Me llena de tristeza que la mala educación sea considerada en España un signo de autenticidad […] En España un ciudadano está tan inerme frente a la brutalidad como a la corrupción».
Visto lo visto sobre la mala educación que nos asola, he entrado en mi clínica del alma, mi biblioteca, rescatando de nuevo una joya de 1918, La educación del ciudadano (2), donde ya existía en su contexto histórico antecedente y consecuente, una necesidad de que las adolescentes y los adolescentes de aquella época, los llamados “jóvenes”, debían conocer la sociedad, de lo que se debe siempre a la comunidad y de cómo, prácticamente, se debe contribuir a la vida social. Para no contaminar su contenido, prefiero trasladar exactamente las palabras del Prefacio escrito por el autor del libro, Juan Palau Vera, en Barcelona, año 1918, con una Nota final fantástica como idea a propagar en todos los hogares del país: Todos los datos, grabados, postales y dibujos que pueda recoger el alumno, pueden conservarse ordenados en un álbum que podría llamarse álbum cívico.
PREFACIO DEL AUTOR
Este libro tiene por objeto servir de base a una completa educación del ciudadano en el amplio sentido que debe darse a la palabra educación. La finalidad rebasa, pues, los límites de la pura instrucción cívica que se concreta a dar nociones escuetas de derecho civil, y a indicar los deberes del ciudadano en sus relaciones con los organismos oficiales.
Toda la obra tiende a ilustrar al joven de lo que es la sociedad, de lo que debe a la comunidad y del modo práctico cómo puede y debe cada ciudadano contribuir a la vida social; tiende, en una palabra, a darle la impresión de que todo lo que es lo debe a la sociedad y le enseña que su deber primordial consiste en vivir para la comunidad de que forma parte.
Pero el libro por sí mismo sería un instrumento de poca eficacia sin la labor del Maestro o del padre, los cuales en esta formación de la moral cívica tienen ancho campo donde practicar las más nobles funciones de su ministerio.
Los niños, dicen las Pedagogías, han de desarrollarse integralmente, es decir, física, moral e intelectualmente. En la práctica, los esfuerzos por conseguir este desarrollo en esos tres sentidos, son esfuerzos dispersos; para el desarrollo físico se practica la gimnasia y se organizan juegos; para el desarrollo moral se predican bellas cosas y se leen historietas; para el desarrollo intelectual se enseñan las distintas materias del programa. Aunque sea sobradamente conocida se olvida, no obstante, el mantener ante los ojos la finalidad de esos esfuerzos. ¿Para qué desarrollar el cuerpo, el carácter moral y la inteligencia? La contestación no puede ser más que ésta: para formar buenos ciudadanos, es decir, miembros sanos y útiles de la Comunidad.
Si todo en la escuela se mantiene fiel a esta finalidad, los detalles de la vida escolar y de los estudios adquieren mayor valor y sentido y aumentan la capacidad social del alumno. No obstante, hace falta algo que hable al niño o joven más directamente de la vida social, que trate ésta y los deberes y derechos que con ella se relacionan, de un modo metódico y completo. A esta necesidad obedecen los manuales de educación cívica como el presente.
Antes de terminar me permito insistir en la conveniencia de que se hagan los ejercicios prácticos que van intercalados en el texto, muchos de ellos exigen un trabajo de ligera información que han de hacer los alumnos mismos para acostumbrarse a buscar datos, cosa utilísima en todas las actividades. Una manera práctica de facilitar una información completa puede consistir en elegir parejas de alumnos inteligentes y encargar a cada pareja el trabajo de hacer determinadas informaciones. Luego en clase cada grupo aporta el fruto de su trabajo para la ilustración de todos. Estos ejercicios adquieren así un carácter moral, puesto que representan una cooperación al trabajo común de la clase con vistas a un resultado colectivo.
Con alma de niño, ávido de emociones como las que sentí el día que abrí por primera vez este precioso libro, vuelvo a compartir su lectura, dando vueltas a mi forma de comprender la vida educada, para la ciudadanía, bajándome al mundo real y entregando de nuevo a la Noosfera la referencia de este precioso libro, un álbum cívico por excelencia. Utilizando una reproducción facsímil que poseo, comienzo por recordar mediante atenta lectura la primera página real del Índice, donde la familia, la escuela, la ciudad o el pueblo y lo que debe el ciudadano a la Comunidad, es una forma de adentrarse en una forma de corresponsabilidad social que nos asombra quizá en la realidad actual, más de cien años después de su publicación. La siguiente página aborda realidades cotidianas para el bienestar personal y comunitario: la salud, la solidaridad con los más débiles o disminuidos desde la dimensión persona física, psíquica y social, respectivamente. Y la vida espiritual, donde centra la preocupación de la Comunidad (con mayúscula) respecto de la instrucción y educación del ciudadano. Recoge un ejemplo que no deja indiferente en su lectura: la importancia de los Museos: “Además del sistema escolar, la Comunidad contribuye a educar al ciudadano por medio de sus Museos. Y siempre comentando lo que “cuesta” mantener esta estructura educativa. Deliciosas las frases dedicadas a los “maestros” en la Universidad, de los que se reciben “método de trabajo, un ejemplo de conducta y un contagio de entusiasmo científico”. Y se adentra en el análisis de la estructura de la gran Comunidad nacional, estableciendo diferencias sutiles entre Nación y Estado, que haría temblar a las Cámaras actuales si se hiciera en algún momento una operación rescate para quedarnos, evangélicamente hablando, con lo “bueno”. Cito textualmente: “Es tan fuerte el sentimiento de nacionalidad, que es imposible destruirlo por medios materiales, pues resiste a todas las pruebas y resurge muchas veces cuando parecía muerto para siempre. (…) En España mismo podemos leer en la prensa y en folletos cómo algunas regiones formulan claramente sus aspiraciones nacionalistas, habiendo sido ya tratada esta cuestión en el Parlamento”. Es que estamos hablando de un gran reto: conocer e identificarse con la gran Comunidad nacional [sic] y con sus aciertos y debilidades.
La página tercera del Índice me ofrece de nuevo grandes sorpresas: hay que defender los intereses generales contra los apetitos individuales, como una función maestra del Estado español. Y camina en terrenos difíciles definiendo, por ejemplo, la política: arte de gobernar a los pueblos. Define a los políticos, hacer política, estableciendo la diferencia clara y contundente con hablar de política: “Hay individuos que pierden horas y horas sentados en las mesas de los cafés hablando de política, pero que se retraen y no votan llegando el periodo de elecciones, que es cuando el ciudadano puede con su voto influir directamente en la vida pública y hacer política”. Votar es un “sagrado deber cívico”. A partir de aquí y para finalizar, comienza el sacrosanto deber contemporáneo de los deberes del ciudadano, destacando la escala gradual de los compromisos al respecto de los niños, los jóvenes y los adultos como ciudadanos con deberes muy concretos. Se define, por ejemplo, “cómo llega un joven a ser un buen ciudadano, con frases tan esclarecedoras que pueden constituir el mejor fotograma final, The End (Fin), de esta película de papel de filigrana ética impresa: “El ciudadano ideal es aquél que vive sobre todo por la sociedad, es aquel que puesto ante el dilema de tener que elegir entre su interés particular y el interés colectivo, sacrifica su interés particular en aras de la Comunidad”.
Sobran más palabras y reinterpretaciones. Sigo creyendo que es impecable en su contexto y aleccionador, hoy, para los timoratos mayores del Reino, que haberlos haylos. Como pasaba en mi niñez rediviva, antes de comenzar la proyección de películas en sesión continua y cuando se presentaban los tráiler de los próximos estrenos con una frase final rotunda: ¡próximamente en este salón!, lo expuesto anteriormente es sólo un extracto de una joya literaria que conviene leerla completa, con una recomendación añadida:¡Acomódense bien en sus butacas, porque la palabra admiración ha sido sustituida por intrepidésssssss!, que anunciaba por megafonía el director de pista del Circo que se montaba en la parcela que ocupa hoy en Madrid el Palacio de los Deportes, cuando actuaba aquella familia portuguesa, con sus motos voladoras, que daban vueltas y vueltas en el cilindro metálico, vertical, sorprendiéndonos en nuestras almas de niñas y niños en el Madrid antiguo.
Cuando he finalizado, de nuevo, la lectura de este libro y de determinados pasajes del mismo, me he ido a mi “ambigú” particular al igual que hacía cuando asistía a la sesión continua del cine Tívoli, en Madrid, porque ya sabía que la mejor película de vida ciudadana es la que estaba por venir. Perdón: por poner, por echar. Por vivir. Apasionadamente, con los visos de aquella educación de los años cincuenta, diferente, como ciudadano bajito (sin la locura atribuida por Serrat a los niños de aquellas épocas…) por mis pocos años de difícil existencia. Ahora sí que se puede afirmar algo muy vinculado con los títulos de crédito del cine de mi infancia: no es una película lo expuesto sobre la mala educación, porque -en este caso- cualquier parecido con la realidad no es pura coincidencia. Es lo que hay, por mucho que nos cueste reconocerlo. Hoy por hoy y siguiendo la recomendación del autor de La educación del ciudadano, sigo buscando «cromos» actualizados de un necesario álbum cívico del siglo XXI, año 2025, para incorporarlos a este cuaderno digital.
(1) Jacobs, Jane), Muerte y vida en las grandes ciudades americanas, Nueva York: Vintage, 1961, pág. 50.
(2) Palau Vera, J. (1918). La educación del ciudadano. Barcelona: S.A.I.G. Seix&Barral Herms. Editores (edición facsímil publicada por RBA Coleccionables, 2007).
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