Es probable que fuera un día cualquiera. Pero cuando lo he vuelto a coger en mis manos, he sentido algo especial, algo que hace muy importante la intrahistoria personal. Esta fecha era la premonición de lo que hoy se llama “cuaderno de bitácora”. En la portada, aparece la siguiente frase: ”Cuaderno de” y una raya inferior para rellenar a mano. A mis once años, puse con letra firme, a pluma, con tinta azul, la palabra mágica, que suponía el camino iniciático hacia el interior, hacia la persona de secreto: “Diario”.
Efectivamente, a esa edad comencé a escribir mi primer diario. Está fechado en Madrid, un lugar recurrente en mi vida y muy querido. Era domingo. Es probable que estuviera afectado por una de las dos películas que vi en el Cine “Oraá” en la sesión de tarde: “El gran jefe” (1955) y “El diario de Ana Frank” (1959), de estreno riguroso. La experiencia de aquellas tardes, en una sesión continua, interminable, te predisponía a ser amante del arte cinematógrafico o enemigo implacable. Por hastío o por aprendizaje querido. Afortunadamente, por lo primero, en mi caso. Y aquellos actores, los protagonistas, Victor Mature y Millie Perkins, tan distantes entre sí, caminando en vidas tan dispares, empezaban a dar forma a una forma de ser en el mundo. En el caso de Victor Mature o “Caballo Loco”, porque ya sabía que tendría que luchar siempre con indios en el camino, los nuevos sioux, aunque después saliera de las peleas de la vida como el protagonista, sin que se me hubiera movido el “tupé” y sin una sola arruga en el traje (como le pasaba siempre a Errol Flynn). En el segundo caso, Millie Perkins o Ana Frank, porque la coherencia, el compromiso personal, hace que vivas como en otro mundo, equivocado de siglo, perseguido en aquellos años por la falta de libertad y buscando escribir algo que he vuelto a leer hoy con atención, en una perfecta letra cursiva: “tendré que seguir soportando que me regañen hasta que encuentre un día mi libertad”. Es curioso, pero taché las cinco últimas palabras hasta hacerlas casi ilegibles.
Tengo que reconocer que me impactó mucho aquella película, en la que la azarosa vida de una adolescente me hizo optar ya por compromisos adecuados a la edad. Por eso volví a casa, cogí mi querida pluma “Parker”, de capuchón de acero, con plumín de oro, la cargué con tinta suficiente, en este caso de un tintero de cristal de marca “Pelikan” y me puse a fijar la vida de aquel momento en un cuaderno pequeño, de unas medidas especiales, 15,3 x 10,5, con una portadilla con greca diferenciadora para uso de un Colegio de la época, cosido con una sola grapa, al centro y de una sola raya.
He leído sus páginas muchas veces, en diferentes ciclos de la vida, y siempre las he interpretado de forma idéntica porque era una realidad incuestionable la necesidad de escribir, de volcar en la hoja en blanco aquello que sentía y vivía por la aceras de la calle Narváez, donde viví muchos años. Supe, posteriormente, que el conocimiento de sí mismo era una máxima que se había localizado en el frontispicio del templo de Apolo, en Delfos. Y en Grecia tenían razón.
Ayer, cuando abrí un regalo que me enviaron desde Madrid, que contenía una pluma A. G. Spalding & Bross, 520 Fifth Avenue, Nueva York, supe que mi destino me hace encontrar siempre el recuerdo mucho más cerca de lo que un día me permitió saber más de mi persona de todos y de secreto, iniciándome en una escritura que dibujaba en el papel sueños de aventura hacia alguna parte. Aunque tuviera que dejar siempre su sitio a Ana Frank, por aquella frase última de su diario leída por su padre y que, en mi caso, todavía no he sabido escribir e interpretar con una estilográfica querida y nueva, sabiendo que a mis once años, me había dejado boquiabierto en aquél sillón de entresuelo de un cine de barrio, soportando en mi hombro la cabeza dormida de mi amigo Chete: “A pesar de todo lo ocurrido, sigo pensando que la gente es, de verdad, buena de corazón”. The end.
Sevilla, 23/VI/2006