Arqueología subacuática… del cerebro

El agua de mar de mis células reacciona recordándome que soy mar
Jacques Cousteau

El mar contiene memoria. Un eslogan sugerente que simboliza una realidad todavía en fase de investigación, de descubrimiento, en referencia al Museo Nacional de Arqueología Subacuática, inaugurado recientemente en Cartagena, el 26 de noviembre de 2008, en una demostración de respeto a la historia sumergida de una zona maestra para la memoria de la humanidad, el mar, y localizado en nuestra geografía de costa mediterránea. Excelente acontecimiento para cuantos respetamos la dialéctica de la memoria recuperada y nunca olvidada, donde sabemos científicamente que, por ejemplo, la mejor ánfora rescatada en el fondo del mar siempre va a sufrir en sí misma en cualquier proceso de restauración, por mucho cuidado que se preste al desprendimiento del magma adherido a su superficie. Como ocurre con nuestra memoria personal e intransferible, a modo de ánfora rescatada del fondo de nuestro sistema límbico donde se alojan las estructuras responsables del proceso de memorización, al recuperar acontecimientos que se vivieron con anterioridad y que aún con extracción impecable del “archivo cerebral” correspondiente, es probable que sufra su continente y contenido por el paso de la vida afectiva, por los sentimientos y emociones asociados a cualquier acontecimiento traído al momento presente, no casualmente, por el agua del cerebro.

El cerebro contiene memoria y la memoria se “fija” y se “recupera” con la intervención de elementos acuosos, fluidos, que mantienen vivas las neuronas. Esta realidad se hace más permeable todavía cuando sabemos a ciencia cierta que “más del 80% del cerebro es agua marina, una disolución salina, por lo que el estudio de los fluidos resulta prioritario”, en afirmación precisa y documentada de Manuel García Velarde, doctor en Física por la Universidad Complutense de Madrid y por la Universidad Libre de Bruselas. Somos agua, aunque sobre los porcentajes definitivos de su presencia en el cerebro se discutan todavía en pro de la exactitud del mismo.

El agua tiene memoria. Una vez más, recurro al post en el que monográficamente traté el agua cerebral (si se nos permite la expresión), porque en ella reside una parte muy importante de la razón de nuestras vidas: “Existe una realidad irrefutable en el ser humano: su cuerpo está compuesto en un 60 por ciento de agua, el cerebro de un 70 por ciento, la sangre en un 80 por ciento y los pulmones en un 90 por ciento. Si se provocara un descenso de tan sólo un 2% de agua en el cuerpo se comenzaría a perder momentáneamente la memoria y de forma general se descompensaría el mecanismo de relojería corporal. Todo lleva a una reflexión muy importante: el agua nos permite ser inteligentes. Y la disponibilidad del líquido elemento en el planeta que habitamos es la siguiente: hay 1.400 millones de kilómetros cúbicos de agua, de los cuales el 97 por ciento es agua salada. Del 3 por ciento restante de agua dulce, tres cuartas partes corresponden a agua congelada en los Polos o a recursos inaccesibles que, por lo tanto, tampoco se pueden beber. Eso nos deja a los humanos cerca de un uno por ciento del total de agua en la Tierra para usar. Es decir, existe una descompensación en la situación y disponibilidad del uno por ciento mágico que permite desarrollar la inteligencia, todos los días”. Y vuelvo a pensar que al tener memoria el cerebro, es muy interesante saber que esta cita se ha recogido en la Propuesta de reforma de la Constitución Nacional de Colombia para consagrar el derecho al agua potable como fundamental , mediante la convocatoria de un referendo, promovida por Ecofondo.

La arqueología subacuática del cerebro contiene memoria. También he comentado la importancia de los pecios del cerebro, porque existen: Su lectura me sugirió una metáfora acertada en relación con una estructura cerebral ya presentada en este cuaderno, el hipocampo ó caballo encorvado, porque -valga la expresión- en el cerebro también se pueden descubrir pecios. Los de nuestros antepasados, con el ejemplo sublime de Selam, la niña de Dikika, ó mediante la memoria a largo plazo, aquella que siempre está -como pecio durmiente y viviente-, aunque a veces no se manifiesta en un sabio control de la epifanía de la ética ó suelo firme de cada persona: “Y aparece así la estructura básica de la memoria a largo plazo, la razón de la razón (que no del corazón) en términos pascalianos. La información que entra por los sentidos llega al hipocampo dejando siempre una “huella” de lo que se ha “visto” o “sentido”. También puede llegar a la amígdala, para evaluar emocionalmente la “escena” o “reacción sensorial” a grabar. Y comienza la carrera interna del hipocampo como caballo disciplinado o desbocado, en función de los márgenes que dejen los neurotransmisores y las hormonas correspondientes: “cuando el nivel emocional es elevado, las señales límbicas, vía septum (la pared delgada que separa dos tejidos), alcanzan el hipocampo induciendo la síntesis de nuevas proteínas y de ese modo consolidar el trazo de memoria. De ese modo la huella débil y efímera se convierte en una memoria más robusta y duradera”. Y se avanza en esta investigación con afirmaciones rotundas que dejan entrever el papel primordial del hipocampo en esta tarea de grabación histórica: “el hipocampo recibe de la corteza grandes volúmenes de información multimodal, la asocia, la retiene durante el procesamiento, la amplifica, probablemente la compara con la ya existente y contribuye a su consolidación en la corteza cerebral. El hipocampo y la amígdala participan simultáneamente, tanto en los estados iniciales de la formación de la memoria, como en la recuperación”.

Y la metáfora del ánfora que contiene memoria, llevada a la investigación cerebral, se hace patente porque se sabe que el agua tiene memoria. Se trabaja en la actualidad en la investigación del papel que desempeña la vasopresina sobre la memoria, sabiendo que se dan órdenes correctas desde el cerebro para administrar bien el agua en los riñones, así como en la formación de la memoria, siendo una situación científica muy controvertida. Hablando del cerebro reptiliano (arqueología cerebral en la acepción etimológica más primigenia), el más antiguo de los cerebros, sabemos científicamente que carecía de estructuras que pudieran conformar la memoria según se concibe hoy, porque su principal preocupación era y es actuar siempre, con un valor en alza permanente subyacente a su memoria histórica: el miedo. Y si hablamos de miedo, hemos sabido después, con el estudio científico del cerebro básico de los mamíferos que es el principal inhibidor de la memoria. Por eso era muy importante analizar la metáfora del ánfora: sabemos que al elaborar de forma correcta los acontecimientos vitales del miedo, quitándolos momentáneamente del medio, dejamos salir a la luz lo mejor de nuestra memoria, aquello que alguna vez nos hizo felices en la intrahistoria de nuestras vidas y que solo se puede vislumbrar en el momento presente a través de medios poderosos de tratamiento de la imagen. Magma y ánfora. Con la ayuda del agua cerebral. Solo un pero: aquello que pasó, si algún día lo puedo recuperar, solo lo podrán hacer los mecanismos asociados a tres estructuras maravillosas del cerebro actual, donde dirige todo la corteza cerebral: el hipocampo, el tálamo y las amígdalas cerebrales, en perfecta sincronía con todas y cada una de las estructurales cerebrales que participan en este expurgo histórico de la memoria. Una extraordinaria sinfonía neuronal, en un medio acuático. Por supuesto. Sabiendo además que las ánforas, para nuestros antepasados, eran “vasos antiguos que se conservan en los museos como objetos de curiosidad” (RAE U 1832, pág. 50,1).

Sevilla, 8/XII/2008

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