
Cien nombres tiene la luciérnaga, / pero ella ya no existe. / Solo queda el rumor de luz en el país invisible. Ese crimen, / la fábrica de no ser, / no es noticia. / Cien nombres tiene la luciérnaga, / cien sepulcros en la cripta / de un diccionario.
Manuel Rivas, O vagalume (La luciérnaga), en Lo que queda fuera
Sevilla, 30/IV/2025 – 14:22 h (CET+2)
El apagón eléctrico masivo que hemos sufrido en nuestro país el pasado lunes, es una fuente de reflexiones de amplio espectro para contrarrestarlo, cada uno con la responsabilidad propia o asociada que tenga. En la octava papal en la que estamos instalados podríamos decir con la finezza vaticana que les caracteriza, que los padres de la energía eléctrica en nuestro país sabrán responder. Deben hacerlo por imperativo propio de la democracia y el derecho a la información veraz y objetiva.
En este contexto he recordado a uno de mis maestros literarios, Manuel Rivas, en una conferencia que ya he recogido en este cuaderno digital, Por una luciérnaga (La ecología de las palabras en el manuscrito de la tierra) (1), que figura también en su libro Lo que queda fuera, que recomiendo para una lectura atenta de su fondo y forma: “Mi último libro, un poemario, se titula O que fica fóra (‘Lo que queda fuera’). De alguna forma, es una respuesta al síndrome más extendido de nuestro tiempo, dominado por el Tecnopoder y la superstición del «solucionismo tecnológico». Ese síndrome es conocido por las siglas FOMO, es decir, Fear of Missing Out. El miedo a quedarse fuera. Fuera de la Gran Cháchara. Fuera de juego. No estar a la última. En el fondo, pienso que ese síndrome puede ser la versión de un antiguo miedo. El miedo al abandono. Podríamos darle la vuelta y pensar que, justamente, lo más importante es «lo que queda fuera». Lo que no es efímero”.
Salvando lo que haya que salvar, hay una referencia expresa en la citada conferencia al valor natural e histórico de las luciérnagas, que me ha iluminado (nunca mejor dicho) una respuesta inteligente a lo sucedido el pasado lunes: “Pier Paolo Pasolini publicó en primera página del Corriere della Sera, el 1 de febrero de 1975, un artículo titulado «Il vuoto del potere» (‘El vacío del poder’), más conocido en el tiempo como «La scomparsa delle lucciole» (‘La desaparición de las luciérnagas’) en el que decía: «En los primeros años sesenta, a causa de la contaminación del aire y sobre todo en el campo, a causa de la contaminación del agua (los ríos azules y los arroyos transparentes), comenzaron a desaparecer las luciérnagas. El fenómeno fue fulminante y fulgurante. Tras unos pocos años ya no había luciérnagas. Son ahora un recuerdo, bastante desgarrador, del pasado». Hoy nos resulta excepcional. Es difícil imaginar que un diario importante de nuestro tiempo publicase un artículo así en lugar central en primera página. Pero lo que más nos conmueve es el carácter premonitorio. Lo podemos leer como un obituario. De las luciérnagas y de Pasolini. Un obituario en el que decía: «Yo, por más multinacional que sea, daría toda la Montedison por una luciérnaga». Parece una hipérbole, una boutade. Pero sabemos que en boca de Pasolini tiene el acento de la verdad. Una boca que no cotiza en el mercado. Sabemos que lo haría, que cambiaría un emporio por una luciérnaga. Per una lucciola. Con una luciérnaga en la palma de la mano, aseguró Juan Rulfo, los indígenas zapotecas de Oaxaca tenían luz suficiente para atravesar la noche. La luciérnaga Pasolini, el gran cineasta que iluminó tantas noches de la humanidad, se consideraba a sí mismo sobre todo un escritor. En vísperas de ser brutalmente asesinado, martirizado, en un descampado de Ostia, cercano a Roma, el 31 de octubre de 1975, había declarado en una entrevista: «En mi pasaporte figura simplemente escritor».
La referencia a Juan Rulfo es preciosa y todo un símbolo de lo que estamos haciendo con la naturaleza. Nuestros antepasados no necesitaban red eléctrica alguna, ni distribuidoras, comercializadoras, ciclos combinados centrales nucleares, todo lo solucionaban con la ayuda de la madre naturaleza. El apagón generalizado, el cero absoluto energético, nos llevó a sentir miedo el pasado lunes, a sentir el abandono del llamado primer mundo. Por esta razón he recordado por qué escribió Manuel Rivas, como símbolo de la luz de la vida, sobre las luciérnagas: «En la antigua heráldica, en los escudos de la nobleza, era frecuente la presencia de animales con un valor simbólico: el lobo, el oso, la serpiente, el salmón, el ciervo. Los seres menudos, como la luciérnaga, la mariquita de siete puntos, la mariposa, la libélula, la abeja, la hormiga, la ranita de San Antón, el grillo, no tenían esa presencia. Pero ocurre algo extraordinario con esos y otros seres menudos. Su alto valor simbólico en la cultura popular. Anidan y crían en la Boca de la Literatura, sea oral o escrita, como tradición o vanguardia. La luciérnaga (lampyris nocticula), Este minúsculo coleóptero luminoso es el ser más nombrado de Galicia. El escritor y filólogo Xesús Alonso Montero recogió cien nombres en gallego para la luciérnaga. El más extendido es el de vagalume”.
Precisamente él explica la importancia de la desaparición paulatina de las luciérnagas: «Estos seres menudos son queridos por las palabras, los cantares, los versos. Podríamos decir que están imantados para el lenguaje. Son como amuletos en la voluntad de estilo del habla popular. Y adquieren un sentido de trascendencia, de la custodia de un más allá en la realidad. «La realidad siempre está más allá», escribe John Berger, «y eso es cierto tanto para los materialistas como para los idealistas». ¿Qué nos dicen hoy las luciérnagas, qué está ocurriendo en la frontera donde tiembla la realidad? Manuel Rivas, en el libro citado anteriormente, dedica un poema a este animal diminuto, O vagalume :
Cien nombres tiene la luciérnaga,
pero ella ya no existe.
Solo queda el rumor de luz en el país invisible. Ese crimen,
la fábrica de no ser,
no es noticia.
Cien nombres tiene la luciérnaga,
cien sepulcros en la cripta
de un diccionario
Agrega a continuación: «Hay una gran equivalencia entre la vida de los seres menudos y las palabras cuando van por libre. Son salvajes, sensoriales, excéntricas. Su hábitat es la orilla. En primera línea de riesgo. Como en la Comala de Juan Rulfo: «Allí donde se ventila la vida como si fuera un murmullo». Los pequeños seres y las palabras tienen algo muy importante en común. Avisan. son los primeros en detectar el «mal de aire». Esta, la de «mal de aire», es una expresión propia de la medicina popular para definir una dolencia, un malestar, una amenaza, que es a la vez ambiental y subjetiva, física y psíquica, exterior e interior. El «mal de aire» contemporáneo abarca el planeta. Con diferente intensidad, podemos decir que la tierra entera está en primera línea de riesgo. Los pequeños seres, como las luciérnagas, son los primeros en detectar y avisar cuando un «mal de aire» va tomando posesión. En la era Mayday, la de la emergencia ecológica, esos seres, insectos, anfibios, aves, constituyen la vanguardia de la red sensorial, transmiten información esencial en el manuscrito de la tierra».
Ese «mal de aire» sentido el pasado lunes a través del apagón, lo sufren también las palabras cercanas a nuestra alma viviendo esa situación, «sufren la contaminación, la corrosión, la depredación, la intoxicación, el olvido, la indiferencia y el odio que provocan los «herbicidas» del alma. La manipulación e incluso el terror semántico. Custodiar el sentido de las palabras es una prioritaria tarea ecológica sentipensante. Una manera de proteger lo que nombramos, de salvar la realidad». Custodiar lo que estaba ocurriendo el día del apagón total, obligaba a custodiar sobre todo las palabras informantes sobre lo que estaba pasando fuera. A pesar de todo y para intentar comprender lo que significa quedarnos fuera de ese mundo de engaño que nos rodea a diario con bulos y noticias falsas, me quedo con la reflexión de Manuel Rivas, cuando al hablar del FOMO, del “miedo a quedarse fuera. Fuera de la Gran Cháchara. Fuera de juego. No estar a la última”, nos ofrece una solución responsable: “En el fondo, pienso que ese síndrome puede ser la versión de un antiguo miedo. El miedo al abandono. Podríamos darle la vuelta y pensar que, justamente, lo más importante es «lo que queda fuera». Lo que no es efímero”. En esa tarea estoy, a veces confundido, porque creo que para abordarla me he equivocado de siglo, a pesar de que cada día que pasa frecuento el futuro, convencido de que el mundo sólo tiene interés hacia adelante, la sensación que sentí el lunes pasado cuando se hizo la luz bíblica no sólo en el momento mágico de la creación del mundo, fiat lux, sino a las siete de la tarde, en Sevilla, la hora malva que tanto apreciaba Gabriel García Márquez. La que la naturaleza, tan sabia ella, ofrecía a los indígenas zapotecas de Oaxaca, porque ellos tenían luz suficiente para pasar la noche.
Me quedo, finalmente, con las últimas palabras de Manuel Rivas en la conferencia citada, ante los múltiples porqués de lo sucedido el pasado lunes:
Un puñado de porqués. Un puñado de palabras. Una luciérnaga en la palma de la mano.
Es todo lo que tenemos para empezar.
Y no es poca cosa.
(1) Rivas, Manuel, Por una luciérnaga (La ecología de las palabras en el manuscrito de la tierra). Conferencia Spinoza, 2022.
CLÁUSULA ÉTICA DE DIVULGACIÓN: José Antonio Cobeña Fernández no trabaja en la actualidad para empresas u organizaciones religiosas, políticas, gubernamentales o no gubernamentales, que puedan beneficiarse de este artículo; no las asesora, no posee acciones en ellas ni recibe financiación o prebenda alguna de ellas. Tampoco declara otras vinculaciones relevantes para su interés personal, aparte de su situación actual de persona jubilada.
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