
Sevilla, 18/IX/2025 – 08:16 h (CET+2)
Un breve mensaje de Sam Altman, muy reciente, no nos debería pasar desapercibido en este loco mundo al revés, sobre todo porque su significado histórico proviene de la escuela conspiranoica: “Nunca me tomé tan en serio la teoría de la internet muerta, pero parece que ahora hay muchas cuentas de Twitter [ahora X y propiedad de Elon Musk] administradas por LLM [modelos grandes de lenguaje de la IA]”. ¿Qué significa en estos momentos este temor creciente de Sam Altman, director ejecutivo de OpenAI, la empresa que entregó al mundo en 2022 el archiconocido ChatGPT, acrónimo de Chat Generative Pre-Trained, una aplicación de chatbot de inteligencia artificial generativa?
La respuesta más acorde con la realidad actual la he leído en un artículo publicado el pasado domingo en el diario El País, que me ha dejado muy intranquilo: “El máximo responsable de la empresa creadora de uno de los desarrollos más sofisticados de inteligencia artificial (IA) empieza creer en la teoría de la “internet muerta”, que defiende que el contenido generado automáticamente superará al generado por humanos, por lo que los peligros de manipulación, desinformación y condicionamientos de conductas de forma intencionada se multiplicarían”.
En el artículo citado se hace referencia a una publicación reciente en una revista científica, Physical Review Letters, de investigadores de la Universidad de Vermont y el Instituto Santa Fe, en la que se advierte de los peligros reales y muy actuales de la internet muerta: “lo que se propaga, ya sea una creencia, una broma o un virus, evoluciona en tiempo real y gana fuerza a medida que se distribuye” siguiendo un modelo matemático de “cascadas de autorrefuerzo [Self-Reinforcing Cascades]”. Según esta investigación, aquello que se difunde muta a medida que se propaga y ese cambio ayuda a viralizarlo en un modelo parecido a los fuegos de sexta generación, imposibles de apagar con medios convencionales. “Nos inspiramos en parte en los incendios forestales: pueden volverse más fuertes cuando se queman a través de bosques densos y más débiles cuando se cruzan brechas abiertas. Ese mismo principio se aplica a la información, las bromas o las enfermedades. Pueden intensificarse o debilitarse dependiendo de las condiciones”, explica Sid Redner, físico, profesor del Instituto de Santa Fe y coautor del artículo”.
El artículo de El País finaliza con una aportación magnífica de Aaron Harris, CTO de Sage, que cree posible una internet ética, “pero no va a suceder por casualidad”, precisa. “La transparencia y la responsabilidad deben determinar cómo se diseña y se regula la IA. Las empresas que la desarrollan deben lograr que sus resultados sean auditables y explicables, para que las personas comprendan de dónde proviene la información y por qué se recomienda”. Defiende, igualmente, “la protección del “internet humano”, “especialmente ahora que cada vez hay más contenido creado por bots”, pero no a costa de prescindir de los avances logrados. “No creo que la solución sea volver al mundo anterior a la IA e intentar restringir o eliminar por completo el contenido que ha generado. Ya forma parte de nuestra forma de vivir y trabajar, y puede aportar un valor real cuando se utiliza de forma responsable. El problema es si alguien se responsabiliza del contenido. Ese es el principio que todas las empresas deben seguir: la IA debe mejorar la capacidad humana, no sustituirla. Todavía es posible una internet más humana, pero solo si mantenemos las necesidades de las personas en el centro y hacemos que la responsabilidad sea innegociable”.
Salvando lo que haya que salvar, he recordado hoy al situarme ante la pantalla en blanco, mi publicación de 2007 en este cuaderno digital, de un libro, Inteligencia digital. Introducción a la Noosfera digital, “una interpretación sobre la inteligencia humana, que preside todos los actos de vivir apasionadamente, con la ayuda de los sistemas y tecnologías de la información y telecomunicación”. Internet ética, en estado puro, digital por supuesto, que se puede completar también con otro libro posterior, Origen y futuro de la ética cerebral, publicado en 2014. En el prólogo explicaba que “cada capítulo engloba una serie de reflexiones, con formato de artículo y con base científica en su mayor parte, para que no se convierta en un libro de autoayuda al uso, sino de conocimiento de lo más preciado que tenemos como seres humanos: la inteligencia que se desarrolla a lo largo de la vida en nuestro cerebro, que es único e irrepetible y que nos juega siempre buenas y malas pasadas, a través de unas estructuras cerebrales que condicionan la amplitud de nuestro suelo firme en la vida, lo que llamó “solería” de nuestra vida, o lamas de parqué en términos más modernos, puestas una a una a lo largo de nuestra existencia, dependiendo de cada experiencia construida en el cerebro individual y conectivo, que es la razón que nos lleva a ser más o menos felices. Además, con proyección específica en el mundo real en el que vivimos, en la inteligencia digital. Al fin y al cabo, es lo que pretende el cerebro siempre: devolver en su trabajo incansable, porque nunca deja de funcionar, ni de noche ni de día, es más, durante la noche sobre todo, la razón lógica del funcionamiento de las neuronas, un trabajo maravilloso y que espero que este libro ayude a conocerlas bien, para justificar nuestro origen y futuro humano, el comportamiento de género, la influencia diaria y constante en la inteligencia y en el compromiso para que el mundo propio y el de los demás merezca la pena vivirlo, compartirlo y habitarlo”.
Necesitamos compartir el conocimiento humano a través de una Noosfera Ética, apoyada en una Internet Limpia, Viva, no muerta ni adulterada, como malla pensante de la humanidad. En un libro recopilatorio de artículos de Tom Wolfe, El periodismo canalla y otros artículos, encontré en 2001 una referencia a Teilhard de Chardin (a quien debo mi interés manifiesto por el cerebro desde 1964), que tiene una actualidad y frescura sorprendentes: “Con la evolución del hombre –escribió-, se ha impuesto una nueva ley de la naturaleza: la convergencia”. Gracias a la tecnología, la especie del Homo sapiens, “hasta ahora desperdigada”, empezaba a unirse en un único “sistema nervioso de la humanidad”, una “membrana viva”, una “estupenda máquina pensante”, una conciencia unificada capaz de cubrir la Tierra como una “piel pensante”, o una “noosfera”, por usar el neologismo favorito de Teilhard. Pero ¿cuál era exactamente la tecnología que daría origen a esa convergencia, esa noosfera? En sus últimos años, Teilhard respondió a esta pregunta en términos bastante explícitos: la radio, la televisión, el teléfono y “esos asombrosos ordenadores electrónicos, que emiten centenares de miles de señales por segundo”.
Junto a la preocupación expresada por Sam Altman, creo que es urgente blindar la Internet ética, la Inteligencia Artificial (AI) desarrollada por humanos con altas capacidades digitales, al servicio de la Noosfera, que será la que transforme el mundo actual para hacerlo más humano y habitable en beneficio de todos, sin exclusión alguna.
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CLÁUSULA ÉTICA DE DIVULGACIÓN: José Antonio Cobeña Fernández no trabaja en la actualidad para empresas u organizaciones religiosas, políticas, gubernamentales o no gubernamentales, que puedan beneficiarse de este artículo; no las asesora, no posee acciones en ellas ni recibe financiación o prebenda alguna de ellas. Tampoco declara otras vinculaciones relevantes para su interés personal, aparte de su situación actual de persona jubilada.
UCRANIA, GAZA, SAHEL Y PAÍSES EN GUERRA, EN GENERAL
¡Paz y Libertad!

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