Hace muchos años, trabajé con ilusión desbordante en un Proyecto digital muy revolucionario, implantado en todos los hospitales públicos de la Comunidad Autónoma de Andalucía. Se llamaba y se llama “Mundo de Estrellas”, mediante el cual las niñas y niños ingresados por enfermedades de diferente origen, podían encontrar en las tecnologías, mediante mundos virtuales, un aliciente para pasar horas de diversión y aprendizaje social en los hospitales: navegación, chat y “quedadas” virtuales en la discoteca virtual, llenaban tiempos imposibles de estos niños y niñas, en Andalucía.
Había conocido años antes una experiencia dirigida por Steven Spielberg, el proyecto Starbright (hoy Starlight), del que aprendí muchas cosas. Pero me llamó la atención la publicación de un cuento, El traje nuevo del emperador (1), editado por la Fundación del mismo nombre y con el prólogo de Spielberg, que servía para financiar una parte de los gastos de los diferentes Proyectos de la Fundación, que recomiendo en su versión al castellano y por sus magníficas ilustraciones, que suelo leer a menudo, sobre todo para refrescar siempre una recomendación del afamado director: ¡Cuidado con los tejedores espabilados!
La nueva versión del cuento de Andersen, no tiene desperdicio. Pero una interpretación de una de sus autoras, la actriz Geena Davis, sobre el espejo imperial en el que tantas veces se debe mirar un emperador de hoy que se precie de serlo, me ayuda a entender lo que humanamente no hay por donde cogerlo cuando se habla tanto de los regalos a determinados altos mandatarios de este país, durante el ejercicio público de sus funciones. Lo transcribo tal cual, esperando que me perdone Geena y la Fundación si hago uso indebido del mismo, aunque cumplo una misión tradicional y consustancial con los contadores de cuentos: utilizar solo la palabra, el boca a boca ó el bit a bit, para transmitirlo.
El espejo imperial
Como lo cuenta Geena Davis
Soy PERFECTO
No bromeo, soy perfectísimo. Reflejo las cosas exactamente como son. Soy incapaz de cometer un error.
Es cierto que el emperador y yo hemos discutido a menudo por unos cuantos kilos o por la progresiva extensión de su calva, pero por lo general termina aceptando mi punto de vista. Por esta razón me había divertido tanto con la farsa de los tejedores. Estaba seguro de que una vez que el emperador se contemplara en mi luna el día de la gran prueba final vería la verdad: los ladrones quedarían en evidencia, y al final todos nos desternillaríamos de risa.
Pero no: el emperador se plantó delante de mí y nos miramos el uno al otro. Con los ojos buscaba el reflejo de su persona pero no podía dejar de mirar los de sus consejeros, que seguían el “ensayo general” desconcertados. Estoy convencido de que Su Majestad vio lo que yo, sin dejar lugar a dudas, reflejaba: un emperador prácticamente desnudo, enmarcado en un espejo; un par de nerviosos “tejedores”; el transparentemente siniestro primer ministro, y todo el cabeceo aprobatorio de la corte imperial de tontos.
Sin embargo, no dijo esta boca es mía. Nadie dijo una palabra. Yo casi me hago añicos por la frustración. Había creído que el emperador era un hombre sensato. ¡Por mi gloria! ¿Es que no se daba cuenta?
Y colorín, colorado, este cuento, por desgracia, todavía no se ha acabado…
Sevilla, 18/VIII/2009
(1) The Starbright Foundation (1998). El traje nuevo del emperador. Barcelona: Ediciones B.
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