Lo que está ocurriendo en Cataluña es ya un problema de Estado y, por extensión, de sus ciudadanos. Es una situación muy grave que pide un esfuerzo suplementario en nuestras vidas, cada uno dónde está. Creo en el compromiso intelectual sobre el que he escrito en varias ocasiones en este cuaderno digital. Estimo que el compromiso hay que asociarlo siempre con la responsabilidad social, porque me ha gustado jugar con la palabra en sí, reinterpretándola como “respuestabilidad”. Ante los interrogantes de la vida, que tantas veces encontramos y sorteamos, la capacidad de respuestabilidad (valga el neologismo temporalmente) exige dos principios muy claros: el conocimiento y la libertad. Conocimiento, como capacidad para comprender lo que está pasando, lo que estoy viendo y, sobre, todo lo que me está afectando, palabra esta última que me encanta señalar y resaltar, porque resume muy bien la dialéctica entre sentimientos y emociones, fundamentalmente por su propia intensidad en la afectación que es la forma de calificar la vida afectiva. Libertad, para decidir siempre, hábito que será lo más consuetudinario que jamás podamos soñar, porque desde que tenemos lo que llamaba uso de razón científica, nos pasamos toda la vida decidiendo. Por eso nos equivocamos, a mayor gracia de Dios, como personas que habitualmente tenemos miedo a la libertad, acudiendo al Fromm que asimilé en mi adolescencia, pero que es la mejor posibilidad que tenemos de ser nosotros mismos. Esta simbiosis de conocimiento y libertad es lo que propiciará la decisión de la respuesta ante lo que ocurre.
Con esta actitud de compromiso basado en conocimiento y libertad para poder responder ante lo que está ocurriendo en Cataluña, escribo las palabras que siguen.
El Diccionario de Autoridades, que consulto tanto, dice que «independencia» es “La potencia o aptitud de existir u obrar alguna cosa necesaria y libremente, sin dependencia de otras” (RAE A 1734, Pág. 250,1), recogiendo un aserto latino excelente: Libera potestas agendi, independentia, que significa algo muy claro: la independencia es la libre potestad de actuar. Casi trescientos años después, seguimos definiendo de forma muy avanzada esta palabra en el Diccionario de la Lengua Española, en su segunda acepción, como “Libertad, autonomía, especialmente la de un Estado que no es tributario ni depende de otro”. Hemos pasado de una mera cuestión de aptitud personal a una cuestión de Estado que, efectivamente, no es tributario ni depende de otro.
Estamos viviendo días muy convulsos en este país con el llamado “proceso” de Cataluña, por simplificar, donde estamos escuchando mañana, tarde y noche que todo va de independencia, sin comprender -a veces- bien su alcance, aunque en el fondo estemos de acuerdo con el sustrato lexicográfico de la RAE: ya no es una cuestión personal, que siempre lo es porque afecta a personas, sino de Estado. Desde el Sur, que también existe, se vive con cierta distancia, pero con evidente desasosiego por parte de algunos, lo ocurrido en Cataluña en las dos últimas semanas, aunque se olvida el recorrido anterior en el terreno político, que ha sido un auténtico desastre, aunque muchos se rasguen ahora las vestiduras o simplemente aludan al sempiterno circunloquio de que “a mí, que no me llamen, porque esa cuestión es asunto de otros”, sin poder identificar nunca quienes son esos supuestos otros. Afortunadamente, muchos sabemos quiénes son y también nos hemos quedado con sus caras.
Estos lodos independentistas (casi un tsunami) vienen de aquellos polvos, la llamada “cuestión” catalana, con los que se ha jugado durante muchos años, navegando en corrientes imposibles y confusas en diferentes Gobiernos del país, tanto de derecha como de izquierda. Por tanto, la primera reflexión es que esta situación tiene responsables claros en una larga historia de ceguera política por todas las partes interesadas, a los que debemos pedir responsabilidades claras y contundentes. Hemos pasado de un problema de ámbito personal, es decir, de afirmarse en corrillos sociales y políticos que “quiero ser independiente” (todavía en ámbitos personales o pequeñas formaciones políticas) y con un grado político más, “independentista”, a una conversión de una Comunidad Autónoma, constitucionalmente hablando, que se siente independiente y que quiere obtener la independencia del Estado opresor, España, “porque nos ampara el derecho internacional”. Es decir, Cataluña quiere tener la libertad, autonomía, especialmente como Estado que no es tributario ni depende de otro, por mucho que la Constitución diga todo lo contrario.
He jugado con este lema del Diccionario como símil de que al final nada es tan simple, ni tan banal, pero qué curioso es constatar que vivimos en un mundo del revés, porque utilizamos las palabras como armas arrojadizas como nos viene en gana y dependiendo del contexto en que se digan. ¿Nos gusta la independencia como imperativo categórico tanto personal como colectivamente hablando? Claro, pero resulta que también hemos evolucionado con otra palabra, fijada, que brilla y dar esplendor social, que se llama democracia, que está regulada por leyes, que no se debe saltar uno a la torera, cuando nos viene en gana, porque quiero o me gusta ser legítimamente independiente (amparándome, dicen muchos, el derecho internacional que es el único que me vincula como ciudadano del mundo). Las Comunidades Autónomas en España, con una Constitución reguladora, que estoy seguro de que comprenden bien los alcances reales de las políticas independientes que hacen los Gobiernos correspondientes, con una independencia bien entendida, saben que hay una delgada o gruesa línea roja (según como se mire), que se llama soberanía popular que ampara los tres poderes para hacerla posible y que se recogen en la Carta Magna. Es todo el pueblo español el que decide, no solo una parte de él. La Constitución no prohíbe dialogar, ni que nunca se pueda cambiar su articulado, en fondo y forma. Hagámoslo y con urgencia absoluta, en beneficio de todos, porque este gran país lo necesita y porque hay que atender demandas territoriales y sociales muy concretas.
Sevilla, 22/IX/2017
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