El Principito, hoy / 4. Es mucho más difícil juzgarse a sí mismo que a los demás

Acuarela de Antoine de Saint-Exupéry, en El Principito, 1943, capítulo IX

Sevilla, 18/XII/2025 – 19:23 h (CET+1)

La lectura de El Principito, como el mundo, sólo tiene interés hacia adelante. Es lo que me ocurre en esta tarea de persona mayor que lee un relato sin edadismo alguno, hoy centrado en los capítulos IX, X y XI. Además, con un interés especial al iniciar el protagonista un largo viaje plagado de experiencias inolvidables.

Las tareas preparatorias de este cambio de rumbo interplanetario se centran en las responsabilidades de cuidados del asteroide que lo acoge, su casa, deshollinando tres volcanes, arrancando brotes de baobabs y fijando las distancias de la terca flor, ahora arrepentida, de la que ya hemos hablado en artículos anteriores con cierto desasosiego, dando muestras siempre de su vanidad de vanidades, junto al orgullo que la acompañó desde su primer encuentro. Si el principito acometía estas tareas de cuidados del asteroide era, en el fondo, porque tenía la impresión de que no iba a volver a pisar aquella tierra. ¿Dulce o amarga despedida? Puede ser triste a secas, porque el amor no correspondido acaba rompiéndose siempre de mil formas. El símil mejor para comprender este destrozo es el de una pieza de cerámica muy valiosa, que un día cae al suelo y se rompe, se pegan sus piezas rotas meticulosamente para recomponerla, pero siempre acaba notándose su fractura.

Acuarela de Antoine de Saint-Exupéry, en El Principito, 1943, capítulo X

El principito buscaba en este viaje una ocupación e instruirse al mismo tiempo. Entre los asteroides de su zona,  325, 326, 327, 328, 329 y 330, eligió el primero, habitado por un rey, sentado en su trono y cubriendo toda la superficie con su manto de armiño. Su principal preocupación es que su autoridad fuera respetada, encontrando en el visitante una oportunidad extraordinaria para comprobarlo: “El rey exigía esencialmente que su autoridad fuera respetada. Y no toleraba la desobediencia. Era un monarca absoluto. Pero, como era muy bueno, daba órdenes razonables. «Si ordeno —decía habitualmente—, si ordeno a un general que se transforme en ave marina y si el general no obedece, no será culpa del general. Será culpa mía».

El rey reinaba sobre su planeta, otros planetas y las estrellas, su poder era absoluto y universal. Todo el mundo le obedecía, por lo que el principito lo puso a prueba: “Quisiera ver una puesta de sol… Dame el gusto… Ordena al sol que se ponga. —Si ordeno a un general que vuele de flor en flor como una mariposa, o que escriba una tragedia, o que se transforme en ave marina, y si el general no ejecuta la orden recibida, ¿quién, él o yo, estaría en falta? —Vos —dijo firmemente el principito. —Exacto. Hay que exigir a cada uno lo que cada uno puede hacer —replicó el rey—. La autoridad reposa, en primer término, sobre la razón. Si ordenas a tu pueblo que vaya aarrojarse al mar, hará una revolución. Tengo derecho a exigir obediencia porque mis órdenes son razonables.

Gran lección para el principito, pero la puesta de sol quedaba pendiente, aunque el rey se la concedió incluso con hora exacta. Como se demoraba el cumplimiento de esta petición, le comunicó al rey que se iba. Es el momento en el que creo que recibe una segunda lección inolvidable para el joven príncipe: “No partas —respondió el rey, que estaba muy orgulloso de tener un súbdito—. ¡No partas, te hago ministro! —¿Ministro de qué? —De… ¡de justicia! —Pero no hay a quién juzgar! —No se sabe —le dijo el rey—. Todavía no he visitado mi reino. Soy muy viejo, no tengo lugar para una carroza y me fatiga caminar”. Todo eran dudas para el principito porque en aquel asteroide no había nadie: “Te juzgarás a ti mismo —le respondió el rey—. Es lo más difícil. Es mucho más difícil juzgarse a sí mismo que a los demás. Si logras juzgarte bien a ti mismo eres un verdadero sabio. Yo —dijo el principito— puedo juzgarme a mí mismo en cualquier parte. No tengo necesidad de vivir aquí” (la negrita es mía).

Entrando en el juego autoritario del rey, después de una propuesta absurda para retenerlo como súbdito, el principito le lanza un órdago sin éxito alguno: “Si Vuestra Majestad desea ser obedecido puntualmente podría darme una orden razonable. Podría ordenarme, por ejemplo, que parta antes de un minuto. Me parece que las condiciones son favorables… Como el rey no respondiera nada, el principito vaciló un momento, y luego, con un suspiro, emprendió la partida. —Te hago embajador —se apresuró entonces a gritar el rey. Tenía un aire muy autoritario. Las personas grandes son bien extrañas, díjose a sí mismo el principito durante el viaje”. Culmina así este capítulo con enseñanzas importantes, aunque la principal es clara: no todo vale en el poder autoritario, porque no somos súbditos en el mundo, sino ciudadanos. Tampoco, el engatusamiento en torno al poder, porque siempre corrompe. Cuidado entonces, porque las personas grandes, con gran poder, son peligrosas.

Acuarela de Antoine de Saint-Exupéry, en El Principito, 1943, capítulo XI

Finalizo la incursión planetaria de hoy, acompañando al principito en su segundo viaje, un planeta habitado por un vanidoso, los tipos que siempre necesitan estar cerca de personas que los admiren y hete aquí que el principito era un candidato perfecto. Cayó en la trampa del vanidoso porque por mucho que aplaudía ante él, se levantaba el sombrero para saludar, pero así siempre y de forma cansina, sin más, porque lo único que buscaba era las alabanzas. Ante una pregunta quizá impertinente, “Y qué hay que hacer para que el sombrero caiga? […] el vanidoso no le oyó. Los vanidosos no oyen sino las alabanzas. —Me admiras mucho verdaderamente? —preguntó al principito. —Qué significa admirar. —Admirar significa reconocer que soy el hombre más hermoso, mejor vestido, más rico y más inteligente del planeta.

—¡Pero si eres la única persona en el planeta!

—¡Dame el placer! ¡Admírame de todos modos!

—Te admiro —dijo el principito, encogiéndose de hombros—.Pero, ¿por qué puede interesarte que te admire? Y el principito se fue”.

Otra vez más, constata lo que significa el reino de las personas grandes, mayores, con poder: “Las personas grandes son decididamente muy extrañas, se decía para sus adentros durante el viaje”. Poder autoritario, absoluto del rey y la vanidad expresada hasta la última potencia, de un vanidoso profesional, habían defraudado al principito en su búsqueda de un mundo imaginario mejor para los más pequeños. De todas formas, estaba convencido de que había que seguir haciendo camino… al viajar.

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El Principito, hoy / 3. Hay que juzgar por actos, no por palabras

Acuarela de Antoine de Saint-Exupéry, en El Principito, 1943, capítulo VI

Sevilla, 17/XII/2025 – 12:08 h (CET+1)

Hoy nos adentramos en los sentimientos del principito, con claves muy claras en los capítulos VI, VII y VIII del libro, que oscilan entre la melancolía, tristeza y el fracaso de un amor no correspondido. Sobre las dos primeras, el principito confiesa algo esencial: “Cuando uno está verdaderamente triste son agradables las puestas de sol”. En su caso, habitando en un pequeño asteroide, sólo tenía que mover la silla cuarenta y tres veces para asistir a sucesivas puestas de sol de igual número.

Sumido aparentemente en este estado de ánimo, el principito revela un secreto al narrador, “largo tiempo meditado en silencio”: “Si un cordero come arbustos, come también flores”, incluso con espinas. El narrador, ocupado en la reparación de su avión, no da crédito a esta sorprendente pregunta, dando respuestas de “personas mayores”, que sólo tratan de cosas serias, a juicio del principito, que se toma la vida muy en serio: “Las espinas no sirven para nada; son pura maldad de las flores”. Esta respuesta encolerizó al hombrecito príncipe, que lanzó un discurso cargado para él de razones irreprochables: “Hace millones de años que las flores fabrican espinas. Hace millones de años que los corderos comen igualmente las flores. ¿Y no es serio intentar comprender por qué las flores se esfuerzan tanto en fabricar espinas que no sirven nunca para nada? ¿No es importante la guerra de los corderos y las flores? ¿No es más serio y más importante que las sumas de un Señor gordo y rojo? ¿Y no es importante que yo conozca una flor única en el mundo, que no existe en ninguna parte, salvo en mi planeta, y que un corderito puede aniquilar una mañana, así, de un solo golpe, sin darse cuenta de lo que hace? ¿Esto no esimportante? Enrojeció y agregó: si alguien ama a una flor de la que no existe más que un ejemplar entre los millones y millones de estrellas, es bastante para que sea feliz cuando mira a las estrellas. Se dice: «Mi flor está allí, en alguna parte…». Y si el cordero come la flor, para él es como si, bruscamente, todas las estrellas se apagaran. Y esto, ¿no es importante?”. La verdad es que el mensaje es una metáfora del amor, sin cursilería alguna, porque cuando se descubre uno, su individualidad exige protección y defensa a toda costa. No es cuestión de ciencia de hombres grandes o mayores, sino de conciencia, de sentimiento, un estado afectivo duradero. En pocas palabras, el amor no es flor de un día…, a pesar de las espinas, que haberlas, haylas.

Acuarela de Antoine de Saint-Exupéry, en El Principito, 1943, capítulo VII

No se trata en estos artículos de hacer un mero comentario de texto, sino contextualizar en 2005 los mensajes del autor de El Principito, salvando lo que haya que salvar en un mundo al revés de determinados mayores, ante la frescura de un hombrecito pequeño, textualmente bautizado como el principito. Por esta razón, la continuidad del relato en el último capítulo analizado hoy, con una lectura de un hombre mayor, como es mi caso, la considero como una oportunidad más que me da la vida para descubrir su verdadero sentido, lo que Herman Hesse llamaba “obstinación”, algo que busco siempre con ilusión y especial empeño.

Todo comienza recuperando el sentido de una flor hermosa, observando nuestro héroe pequeño su despertar, pidiendo el riego como desayuno diario, justo y necesario. A partir de ese momento, también descubre en esa flor amada una auténtica feria de vanidades, autosuficiencia y una especial tiranía: “De este modo, el principito, a pesar de la buena voluntad de su amor, pronto dudó de ella. Había tomado en serio palabras sin importancia y se sentía muy desgraciado. No debí haberla escuchado —me confió un día—; nunca hay que escuchar a las flores. Hay que mirarlas y aspirar su aroma. La mía perfumaba mi planeta, pero yo no podía gozar con ello. La historia de las garras, que tanto me había fastidiado, debe de haberme enternecido…”.

A continuación es donde se aborda el hilo conductor de estos primeros días de convivencia del narrador aviador con nuestro principito, que ya lo he hecho amigo en mi vida, agradeciéndole una lección aprendida: “No supe comprender nada entonces. Debí haberla juzgado por sus actos y no por sus palabras. Me perfumaba y me iluminaba. ¡No debí haber huido jamás! Debí haber adivinado su ternura, detrás de sus pobres astucias. ¡Las flores son tan contradictorias!Pero yo era demasiado joven para saber amar” (la cursiva es mía).

Continuará. Mientras, procuraré no olvidar que hay que juzgar por actos, no por palabras.

Acuarela de Antoine de Saint-Exupéry, en El Principito, 1943, capítulo VIII

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El principito, hoy / 2. La importancia de ser de otro planeta, un asteroide por más señas

El principito sobre el asteroide B 612. Acuarela de Antoine de Saint-Exupéry, en El Principito, 1943, capítulo III

Sevilla, 16/XII/2025 – 09:55 h (CET+1)

Los capítulos III, IV y V de El Principito nos invitan a conocer la procedencia del hombrecito, un asteroide, también pequeño como él, concretamente el B 612, identificado así por el narrador, por su vinculación histórica a “las personas grandes”, a las que sólo les preocupan los números: “las personas grandes aman las cifras. Cuando les habláis de un nuevo amigo, no os interrogan jamás sobre lo esencial. Jamás os dicen: «¿Cómo es el timbre de su voz? ¿Cuáles son los juegos que prefiere? ¿Colecciona mariposas?». En cambio, os preguntan: «¿Qué edad tiene? ¿Cuántos hermanos tiene? ¿Cuánto pesa? ¿Cuánto gana su padre?». Solo entonces creen conocerle. Si decís a las personas grandes: «He visto una hermosa casa de ladrillos rojos con geranios en las ventanas y palomas en el tejado…», no acertarán a imaginarse la casa. Es necesario decirles: «He visto una casa que vale cien mil francos». Entonces exclaman: «¡Qué hermosa es!».

No se debe olvidar este aviso para aviadores o navegantes imaginarios: las personas grandes sólo aman las cifras, nunca preguntan por lo esencial. Es el momento en el que el narrador hace una confesión transcendental para comprender su mensaje en esta novela: “Pero, claro está, nosotros, que comprendemos la vida, nos burlamos de los números. Hubiera deseado comenzar esta historia a la manera de los cuentos de hadas. Hubiera deseado decir: «Había una vez un principito que habitaba un planeta apenas más grande que él y que tenía necesidad de un amigo…». Para quienes comprenden la vida habría parecido mucho más cierto. Pero no me gusta que se lea mi libro a la ligera. ¡Me apena tanto relatar estos recuerdos!…”.

Precisamente es en este momento crucial cuando aparece la quintaesencia de esta obra, la valoración de la amistad, en una transmisión de su magia tan necesaria para las personas grandes, mayores. Para los que envejecemos, también: “Hace ya seis años que mi amigo se fue con su cordero. Si intento describirlo aquí es para no olvidarlo. Es triste olvidar a un amigo. No todos han tenido un amigo. Y puedo transformarme como las personas grandes, que no se interesan más que en las cifras”.

Avanzando en su lectura, descubrimos que el narrador recurre a lo que sabe hacer bien para no olvidar a sus pequeño amigo: “Por eso he comprado una caja de colores y de lápices. Es penoso retomar el dibujo, a mi edad, cuando no se han hecho más tentativas que la de la boa cerrada y la de la boa abierta, a la edad de seis años. Trataré, por cierto, de hacer los retratos lo más parecidos posible. Pero no estoy del todo seguro de lograrlo. Unos dibujos salen bien y otros no. Me equivoco también un poco en la talla. Aquí el principito es demasiado alto. Allá es demasiado pequeño”. Lo importante es no olvidarlo.

El capítulo V lo dedica el narrador a alertarnos sobre algo sorprendente: el drama de los baobabs, que comienza como preocupación por su tamaño para alimentar a su cordero, porque los baobabs, “antes de crecer, son muy pequeñitos”, pero si no se atiende su desarrollo se convierten en un peligro. Una metáfora que se explica más adelante, en un diálogo aleccionador atendiendo a su contenido: “En efecto, en el planeta del principito había, como en todos los planetas, hierbas buenas y hierbas malas. Por consiguiente, de buenas semillas salían buenas hierbas y de las semillas malas, hierbas malas. Pero las semillas son invisibles; duermen en el secreto de la tierra, hasta que un buen día una de ellas tiene la fantasía de despertarse. Entonces se alarga extendiendo hacia el sol, primero tímidamente, una encantadora ramita inofensiva. Si se trata de una ramita de rábano o de rosal, se la puede dejar que crezca como quiera. Pero si se trata de una mala hierba, es preciso arrancarla inmediatamente en cuanto uno ha sabido reconocerla. En el planeta del principito había semillas terribles… como las semillas del baobab. El suelo del planeta está infestado de ellas. Si un baobab no se arranca a tiempo, no hay manera de desembarazarse de él más tarde; cubre todo el planeta y lo perfora con sus raíces. Y si el planeta es demasiado pequeño y los baobabs son numerosos, lo hacen estallar. “Es una cuestión de disciplina, me decía más tarde el principito. Cuando por la mañana uno termina de arreglarse, hay que hacer cuidadosamente la limpieza del planeta. Hay que dedicarse regularmente a arrancar los baobabs, cuando se les distingue de los rosales, a los cuales se parecen mucho cuando son pequeñitos. Es un trabajo muy fastidioso pero muy fácil». Y un día me aconsejó que me dedicara a realizar un hermoso dibujo, que hiciera comprender a los niños de la tierra estas ideas. “Si alguna vez viajan, me decía, esto podrá servirles mucho. A veces no hay inconveniente en dejar para más tarde el trabajo que se ha de hacer; pero tratándose de baobabs, el retraso es siempre una catástrofe. Yo he conocido un planeta, habitado por un perezoso que descuidó tres arbustos…”Siguiendo las indicaciones del principito, dibujé dicho planeta. Aunque no me gusta el papel de moralista, el peligro de los baobabs es tan desconocido y los peligros que puede correr quien llegue a perderse en un asteroide son tan grandes, que no vacilo en hacer una excepción y exclamar: «¡Niños, atención a los baobabs!» Y sólo con el fin de advertir a mis amigos de estos peligros a que se exponen desde hace ya tiempo sin saberlo, es por lo que trabajé y puse tanto empeño en realizar este dibujo. La lección que con él podía dar, valía la pena. Es muy posible que alguien me pregunte por qué no hay en este libro otros dibujos tan grandiosos como el dibujo de los baobabs. La respuesta es muy sencilla: he tratado de hacerlos, pero no lo he logrado. Cuando dibujé los baobabs estaba animado por un sentimiento de urgencia”.

La metáfora está servida. Las malas hierbas, las apariencias engañosas ante las que hay que estar atentos, el cuidado del planeta como una tarea diaria de disciplina, porque cuando las hierbas son pequeñas, tanto las de los baobabs como las de las rosas, apenas se distinguen, lo que lleva a situaciones de contemporización y postergación de las acciones dignas, siempre urgentes para la sociedad, para luego no arrepentirnos por dejaciones y silencios cómplices.

Los baobabs. Acuarela de Antoine de Saint-Exupéry, en El Principito, 1943, capítulo V

Estamos avisados por el principito, porque cuando la maledicencia crece, el planeta Tierra sufre mucho. Esa es en la razón de por qué el narrador hace suyo un sentimiento del principito: «¡Niños, y no tan niños, atención a los baobabs!». De ahí nació un dibujo del narrador que sigo contemplando a diario, aunque tengo que confesar que hace muchos años leí un cuento senegalés, La princesa, el baobab y los cauris, traducido del wolof, que me deja muchas dudas en mi mente sobre la bondad de lo que los baobabs entregan a la humanidad. El que quiera entender que entienda. He vuelto a leerlo, porque cantaba las excelencias de sus hojas y su sombra, sin haber entendido en aquella ocasión por qué los despreciaba el Principito. Y con el corazón de niño que siempre fui, he comprendido que hay que saber buscar el sentido a la complejidad de la vida, montados en los caballos de mar de nuestros cerebros (hipocampos), que vuelan hacia el sol, aunque al igual que Groucho, en cualquier caso, siga necesitando localizar a un niño de cuatro años para entender los asuntos de la vida, de la muerte, de sus luces y sombras, que a todos -a veces- nos siguen pareciendo cuentos escritos en chino, wolof, francés o en mi idioma, en el amanecer hoy de un día normal en Sevilla, un pequeño lugar del planeta Tierra… o en el asteroide B 612, tan querido para el Principito, un héroe atemporal e imaginario en 2025.

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El Principito, hoy / 1. Las personas grandes nunca aprenden por sí solas

Antoine de Saint-Exupéry, El Principito, 1943, acuarelas del capítulo I.

Sevilla, 15/XII/2025 – 07:20 h (CET+1)

Dicho y hecho. Con la ilusión de un niño con zapatos nuevos, compré ayer una edición de El Principito, escrita por Antoine de Saint-Exupéry y publicada por la editorial Salamandra, que respeta íntegramente el original traducido por Bonifacio del Carril, “con las acuarelas del autor”, tal y como se publicó por primera vez por la editorial argentina Emecé, el 20 de septiembre de 1951.

Ayer anuncié también en este cuaderno digital que iba a publicar una serie dedicada a esta novela corta, que siempre he entendido como dirigida a todas las edades, atribuyéndome por razones de edad, la especialmente concebida por el autor para mi condición de persona mayor o grande, no olvidando que fui niño, ratificado en sus primeras páginas, concretamente en el capítulo primero, ante el fracaso que cuenta el narrador (alter ego del autor) sobre la interpretación por parte de las llamadas “personas grandes”, de los dibujos que hizo cuando tenía tan solo seis años: “De este modo abandoné a la edad de seis años lo que pudo haber sido una brillante carrera de pintor. Me encontraba decepcionado a raíz del fracaso de mis dos primeros dibujos. Insisto en que las personas grandes no comprenden nada por sí mismas y es cansador para nosotros, los niños, darles siempre y siempre explicaciones”.

En esta primera entrega, esta experiencia de fracaso infantil, o no, según se mire, me ha recordado una escena hilarante protagonizada por Groucho Marx, al pronunciar aquella frase gloriosa en Sopa de ganso, en una reunión memorable de la Cámara de Diputados de Freedonia: “¡Hasta un crío de cuatro años sería capaz de entender esto!… Búsqueme un crío de cuatro años, a mí me parece chino“. Traído a nuestra realidad política actual, ambos niños, de cuatro años el de Groucho Marx y seis, el de Saint-Exupèry, cuestionan la incapacidad de las llamadas personas mayores o grandes de interpretarla de forma correcta y en su justo sentido. Siguiendo al pie de la letra lo solicitado por Groucho o el “cansancio” del narrador con alma de niño según Saint-Exupéry, es lo que tendría que gritar hoy la gente, los de abajo, en el Congreso de los Diputados, porque están obligatoriamente obligados a entenderse, cuando a muchos demócratas nos parece chino el diálogo de sordos en el que están instalados en la actualidad. Porque la situación política de este país les debería llevar a comprender que el resultado de las urnas es un mandato explícito para que se busquen siempre acuerdos de gobierno, tan necesitado este país de ellos, que… hasta un niño de cuatro años o de seis, es capaz de entenderlo.

De todas formas, el final del capítulo primero es desolador. Las personas “grandes” siguen o seguimos sin entender mucho qué pasa realmente en la vida, a no ser que se contemporice todo de un modo mediocre y con un gran peligro que acecha, porque no hay nada más peligroso que un mediocre con poder: “Cuando encontraba alguna persona grande que me parecía algo lúcida, realizaba la prueba de mi dibujo número 1 [¿sombrero o boa?] que siempre he conservado y conservo aún. Me interesaba saber si verdaderamente comprendería mi dibujo. Sin embargo, siempre me respondían: «Es un sombrero». Desde ya que no les hablaba entonces de serpientes boas, ni de bosques vírgenes, ni de estrellas. Me ponía a su alcance, hablándoles de bridge, de golf, de política y de corbatas. Así es como se quedaban conformes por haber conocido a un hombre tan razonable”.

Estando en estas cuitas, me he adentrado en el capítulo II, una vez decidido que el futuro del narrador no era la pintura sino volar, con estudios previos recomendados por las personas grandes: geografía, historia, cálculo y matemáticas. Conformismo preocupante. Un accidente lo sitúa en el desierto y allí se encuentra otra vez con la realidad de la pintura, del dibujo, al escuchar la voz de un hombrecillo, solicitando que le dibujase un cordero. Sorprendido lo intentó dos veces, cordero 1 y cordero 2, nunca del agrado del peticionario, hasta que finalmente busca una respuesta inteligente mediante el dibujo de una caja con tres agujeros, ¡con el cordero dentro!, que resultó del agrado del “hombrecito”, acostumbrado a las cosas pequeñas: “Se inclinó hacia el dibujo y exclamó: ¡Bueno, no tan pequeño…! Está dormido… Y así fue como conocí al principito”.

¡Ay, las cosas pequeñas!, pero no las señaladas sarcásticamente por Groucho: “Hijo mío, la felicidad está hecha de pequeñas cosas: un pequeño yate, una pequeña mansión, una pequeña fortuna…”. Siempre las he apreciado y este capítulo segundo comienza ya a ofrecer pistas de quién es el hombrecito del desierto, el principito, que así lo llama también el narrador. Es un motivo reforzador de mi gusto por las pequeñas cosas, las auténticamente pequeñas, que aprendí hace ya muchos años de un gran hombre, Rabindranath Tagore, a través de una obra preciosa, Pájaros perdidos, con una traducción impecable de Zenobia Camprubí, la compañera de vida de Juan Ramón Jiménez. Fue el “pájaro” 178 el que me descubrió una nueva vida: A mis amados les dejo las cosas pequeñas; / las cosas grandes son para todos.

La lectura de los dos primeros capítulos refrescan mi memoria histórica de la dignidad humana impregnada de valores. En este mundo al revés, donde el caballo grande, ande o no ande, es lo que entusiasma en nuestros alrededores, ha merecido la pena encontrarme de nuevo con este pájaro pequeño o con el pequeño cordero tan querido por el principito, porque nos hace más libres la posibilidad de dejar, regalar, ofrecer, entregar aquello que es verdaderamente cercano y que es posible compartir, aunque sea aparentemente muy poca cosa, muy pequeño. Aunque cuando nos retiremos a nuestra soledad sonora, que tan magníficamente vivieron Tagore, Zenobia y Juan Ramón, por este orden, necesitemos recoger con nuestras manos un nuevo pájaro perdido, el 130, que nos marca caminos para ser mejores, comprendiendo hoy el significado de los dibujos fallidos del narrador: Si cierras la puerta a todos los errores, dejarás fuera la verdad.

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Todos los mayores han sido primero niños

Antoine de Saint-Exupéry, El Principito, 1943

Todos los mayores han sido primero niños (pero pocos lo recuerdan)

Antoine de Saint-Exupéry, en la dedicatoria de El Principito

Sevilla, 14/XII/2025 – 13:30 h (CET+1)

En la primera edición de El Principito, obra publicada en 1943 por Antoine de Saint-Exupéry, figuraba una dedicatoria que nunca me pasó desapercibida, «A Leon Werth: Pido perdón a los niños por haber dedicado este libro a una persona mayor. Tengo una seria excusa: esta persona mayor es el mejor amigo que tengo en el mundo. Tengo otra excusa: esta persona mayor es capaz de entenderlo todo, hasta los libros para niños. Tengo una tercera excusa: esta persona mayor vive en Francia, donde pasa hambre y frío. Verdaderamente necesita consuelo. Si todas esas excusas no bastasen, bien puedo dedicar este libro al niño que una vez fue esta persona mayor. Todos los mayores han sido primero niños. (Pero pocos lo recuerdan). Corrijo, pues, mi dedicatoria: A LEON WERTH CUANDO ERA NIÑO«

Si recojo íntegra esta dedicatoria es porque pienso que en ella está la quintaesencia de esta obra, acusando una vez más la dificultad de escribir cuentos, para cualquier edad, como confesó en su día Juan Ramón Jiménez en su memorable Platero y yo, cuando afirmaba lo siguiente: «Este breve libro, en donde la alegría y la pena son gemelas, cual las orejas de Platero, estaba escrito para… ¡qué sé yo para quién! …para quien escribimos los poetas líricos… Ahora que va a los niños, no le quito ni le pongo una coma. ¡Qué bien! Dondequiera que haya niños -dice Novalis-, existe una edad de oro. Pues por esa edad de oro, que es como una isla espiritual caída del cielo, anda el corazón del poeta, y se encuentra allí tan a su gusto, que su mejor deseo sería no tener que abandonarla nunca. ¡Isla de gracia, de frescura y de dicha, edad de oro de los niños; siempre te halle yo en mi vida, mar de duelo; y que tu brisa me dé su lira, alta y, a veces, sin sentido, igual que el trino de la alondra en el sol blanco del amanecer! Yo nunca he escrito ni escribiré nada para niños, porque creo que el niño puede leer los libros que lee el hombre, con determinadas excepciones que a todos se le ocurren. También habrá excepciones para hombres y para mujeres, etc.

Acuarela de Antoine de Saint-Exupéry, en El Principito, 1943, capítulo II

Si retomo hoy la lectura nueva de El Principito, como persona mayor que recuerda que he sido niño, salvando la advertencia del autor, es porque sé que esta excelente obra, ha pasado a ser este año de dominio público en este país, algo que me parece maravilloso al obtener la categoría de bien común de la humanidad, pasando de la salvaguarda de los derechos de autor a unos imaginarios derechos permanentes y universales de lectores y lectoras de la misma, así como de las posibles interpretaciones y publicaciones que se puedan hacer sobre ella. En tal sentido, me he propuesto escribir, como segunda razón y sabiendo que Antoine de Saint-Exupéry la escribió atendiendo a una petición de sus editores estadounidenses «que habían visto sus dibujos y le pidieron que escribiese un cuento de Navidad partiendo de ellos«, una serie de artículos durante esta Navidad, Año Nuevo y Reyes, que respeten la estructura y contenidos de esta novela corta, ¿cuento quizás?, desarrollada a través de 27 capítulos, con mi interpretación actualizada en 2025 y quizás, en el año próximo, de lo que el autor quiso dejar como legado de su alma inquieta a la Humanidad. 

Comienzo con estas palabras a volar de nuevo, como persona mayor, en búsqueda de un mundo mejor, acompañado por un pequeño príncipe aleccionador.

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Cuentos para el invierno y la navidad de 2025

Yo, una vez, dijo ahora O’Chanel, una vez me comí un alma

Manuel Rivas, en La barra de pan (Cuentos de un invierno, 2005).

Sevilla, 07/XII/2025 – 07:42h (CET+1)

Hoy recupero en mi permanente escritura circular en este cuaderno digital, unas palabras escritas en 2023 desde el atrás de la vida, pero con alma. Verán por qué.

La esencia del título de este artículo se la debo a un gran maestro de la literatura española, Manuel Rivas, de cuyo nombre quiero acordarme especialmente en estas fechas porque cuida como nadie las formas y los lugares del alma, que lo desarrolla en un libro breve, Cuentos de un invierno, de por sí, por breve, dos o muchas veces bueno, que también es de una navidad, según se mire, recopilado en una obra conjunta, Lo más extraño, cuya sinopsis oficial los integra ofreciendo un hilo conductor en el arte de escribir relatos: “Manuel Rivas reúne todos sus relatos en esta obra, que es también una psicogeografía, una zona de rescate de la memoria frente a la amnesia, donde el deseo lucha con la muerte y la imaginación levanta el vuelo. Así, emerge un mundo que parecería estar a la espera de su invención. En Lo más extraño aparecen relatos ya célebres como «La barra de pan» o «La lengua de las mariposas», cuentos extraordinarios por descubrir como «La llegada de Ingrid», y otros sorprendentes como «La sombra del sueño». Autor de novelas como El lápiz del carpinteroLos libros arden mal o Todo es silencio, Rivas presenta con este volumen una constelación narrativa singular, donde cada relato es un avance de la mirada, un logro sensorial. Los miedos, las pasiones, la emigración, la guerra, los naufragios, la religión, la culpa, la depredación, el arte y la vida, el poder y sus máscaras, el humor insurgente, la incomunicación, la resistencia de las voces bajas, el andar vagabundo del ser y las palabras a la búsqueda de una segunda existencia… Lo más extraño ahonda en el enigma humano, con un lenguaje incandescente e indócil”.

La lectura de nuevo, por mi parte, de este conjunto de cuentos, ocho en total, en su publicación original (hace veinte años, que para mí, con acento gardeliano no son nada), considero que es un excelente trabajo preparatorio para “celebrar” estas fiestas, bastante alejado de los fastos acostumbrados, porque me lleva de la mano a conocer la quintaesencia de lo que Manuel Rivas quiere transmitirnos a través de unos relatos, en los que el telón de fondo es siempre el invierno pero, sobre todo, la navidad, como he podido leer en un trabajo didáctico, excelente, llevado a cabo por la Universidad Complutense de Madrid, centrado en esta obra para diseccionarla hasta el último detalle, en una relación profesor-alumno en la que hoy entro a formar parte como aprendiz de escritor con alma: “El invierno es el telón de fondo para este conjunto de cuentos escritos por Manuel Rivas como sólo él sabe hacer, relatos evocadores, nostálgicos, con una gota de humor y de ternura que transforma lo cotidiano en algo muy bello. Con el dominio de las técnicas narrativas, Manuel Rivas aborda con especial sensibilidad cuentos que hablan entre otras cosas de su Galicia natal, de la Guerra Civil y sus consecuencias etc… personajes, reflexiones, sentimientos que nos permitirán disfrutar leyendo, que nos gustarán, que conseguirán interesarnos y conmovernos. Los ocho cuentos presentan argumentos independientes, con el único nexo de la Navidad o el invierno como trasfondo, tanto en el presente, como en el recuerdo de los personajes. A partir de ese trasfondo, encontramos ocho tramas basadas en la emigración, la posguerra, la navegación, la resistencia al franquismo, el fútbol, el tráfico de drogas o las vacas locas; ocho historias que, además abordan temas universales como el desamor y la infidelidad, el egoísmo y el sentimiento de culpa, la superstición, la soledad y la idealización de los recuerdos, el amor como motor que nos impulsa contra cualquier adversidad, la integración de las personas con deficiencias psíquicas, la traición, la venganza y el amor a los animales. En «La llegada de Ingrid» una niña cuenta con inocencia, cómo la estabilidad familiar se vino abajo cuando su padre emigró a Alemania y en este tiempo, su mejor amigo siempre estuvo cerca de la familia. «La barra de pan» narra cómo una mísera barra de pan es considerada un objeto de ensueño… en tiempos del racionamiento de posguerra. «OK; OK; OK» narra la historia de un pescador que se resiste a aceptar su culpabilidad en el hundimiento del barco en el que navegaba. «El amor de las sombras» cuenta cómo un emigrante vuelve por Navidad con la mujer que cree sigue esperándole. En «El enamorado de María» narra cómo un ex-actor que había renunciado al amor de su vida por temor a la guerra, conocerá a un pobre diablo, el jefe de uno de los pocos grupos de maquis que aún existían en los montes gallegos, quien es capaz de meterse en la boca del lobo sólo para poder ver a su amada y al hijo de ambos. «El partido de Reyes» cuenta cómo un muchacho recuerda a Félix, un amigo con síndrome de Down, que vive su instante de gloria en un partido de fútbol contra los chicos de otro barrio. «El cartero de Papá Noel» presenta la historia de alguien que quiere retirarse de su vida de narcotraficante e intenta burlar a la policía y a los secuaces de su «jefe» disfrazándose de cartero de Papa Noel. En «Madonna» conocemos por boca de una niña, algunas historias de vacas, vacas individuales, con nombre, con humildes dueños que las amaban antes de que la locura de la enfermedad se las llevara”.

Fantástica tarea la que tengo por delante y a la que invito a participar a quienes lean estas líneas, porque ¿existe mejor tarea que escribir, por ejemplo, hacia atrás, sobre lo que de verdad nos emociona hoy, como le ocurre a la protagonista de “Madonna”? Lo comprendo perfectamente, porque así lo guardo en mi persona de secreto en esta forma de proceder anímicamente, siguiendo al pie de la letra la frase que regaló el escritor y psiquiatra portugués, António Lobo Antunes, en el acto de recepción del Premio de Literatura en Lenguas Romances, en la Feria Internacional del Libro en la ciudad de Guadalajara (México), en noviembre de 2008, transfiriendo una idea preciosa aportada por un enfermo esquizofrénico al que atendió tiempo atrás: “Doctor, el mundo ha sido hecho por detrás”, por si detrás de todo esto está el alma humana, alada, que fabrica el cerebro. Porque al igual que manifestó en ese acto: “ésta es la solución para escribir: se escribe hacia atrás, al buscar que las emociones y pulsiones encuentren palabras. “Todos los grandes escribían hacia atrás”. También, porque todos los días escribimos así en las páginas en blanco de nuestras vidas, entusiasmados con nuestras almas aladas. Lo mismo que me ocurre hoy, al aproximarme a una lectura responsable de unos cuentos preciosos y peregrinos, al ir del timbo al tambo de la vida en este invierno y en una navidad próxima, en las postrimerías de 2025. Hago, de todas formas, una confesión: me ha emocionado leer La barra de pan, porque he comprendido lo que significa comerse el alma humana, por azar o necesidad, por cosas que nos ocurren en el atrás de la vida. También en el presente o cuando frecuentamos el difícil futuro amable de cada día, incluso si es invierno y navidad al mismo tiempo.

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CLÁUSULA ÉTICA DE DIVULGACIÓN: José Antonio Cobeña Fernández no trabaja en la actualidad para empresas u organizaciones religiosas, políticas, gubernamentales o no gubernamentales, que puedan beneficiarse de este artículo; no las asesora, no posee acciones en ellas ni recibe financiación o prebenda alguna de ellas. Tampoco declara otras vinculaciones relevantes para su interés personal, aparte de su situación actual de persona jubilada.

UCRANIA, GAZA, SAHEL Y PAÍSES EN GUERRA, EN GENERAL

¡Paz y Libertad!

Sevilla, una sonrisa en el rostro de la vida

Bartolomé Esteban Murillo, Niño riendo asomado a la ventana (1675)

Sevilla, 13/VIII/2025 – 07:50 h (CET+2)

En 2021 escribí un relato amable sobre esta ciudad, mi cuna de nacimiento, que publiqué en este cuaderno digital como muestra de la maravillosa intrahistoria que lleva dentro y que deseo recuperar hoy como un conjunto de señas de identidad para realzar su auténtico valor multisecular. Su título, “Una sonrisa en el rostro de la vida”, realzaba una característica que recogió el gran escritor Stefan Zweig en una visita que hizo a Sevilla en 1905. Vuelvo a publicarlo hoy, incorporando en su título la identidad del mismo, la ciudad de Sevilla, en la que su sonrisa muestra también otra reflexión de Zweig sobre ella: aquí se puede ser feliz.

El protagonista de este relato aprendió en su desembarco en la Gran Ciudad, Sevilla, en una orilla de su Río Grande, que allí podía ser feliz y que pasear por sus aceras jacarandosas le permitía, en su aparente soledad sonora, encontrar una preciosa sonrisa en el rostro de la vida. Sin olvidar la cara menos amable de la ciudad, donde sabía que la pobreza severa y exclusión social, con gran afectación en la población infantil, hacía estragos en barrios en los que su población sigue añorando hoy esta sonrisa en el rostro de su ciudad, junto a la ausencia de felicidad sentida.

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Una sonrisa en el rostro de la vida

El paseante solitario de esta gran ciudad había llegado desde una isla desconocida con un libro, el único que le había permitido llevar consigo su nueva forma de vida y con una idea muy clara al alcanzar su nuevo destino: aquí se podía ser feliz. Mantenía en su memoria de secreto algo que había leído con respeto reverencial en su querido libro, porque al deambular por sus calles desconocidas y sentir como si de todos los rincones te acudieran los recuerdos, tenía la sensación de que le llamaban voces amigas en su nueva soledad sonora. Había leído que “el rostro de esta ciudad -porque las ciudades pueden ser como las personas: tristes y viejas, risueñas y jóvenes, amenazadoras y gráciles, dulces y afligidas-, le podía llegar a sonar como de una ciudad hermana, o de una imagen, de un libro, de una canción que ya había paseado, visto, leído o escuchado antes”. Todo era cercanía en esta acogedora ciudad, Sevilla.

Y se dio cuenta que era así, que todo lo que veía recordaba a otra ciudad, Salzburgo, que podía ser su hermana gemela, porque Mozart ya se había acordado de ella en una de sus obras. En ese paseo solitario había una contradicción de fondo, porque la vida que se respiraba a cada momento en un día de sol radiante y con un cielo azul de hermosa luz con su tiempo dentro, tenía un ritmo muy vivo, mostrando su gente una sangre muy viva a pesar del dolor por el que estaba atravesando en ese momento de la visita, una ciudad azotada por una pandemia reciente con problemas sociales que se podían apreciar en muchas esquinas. Pero Ella brillaba con su portentoso colorido, resplandeciente de alegría y estrechándote la mano a cada paso, lanzando al mundo un gran mensaje: aquí se puede ser feliz.

Todo lo anterior le recordaba algo que había leído en un libro de viajes de Stefan Zweig, con ocasión de una visita que hizo a una ciudad en 1905, de cuyo nombre quiso acordarse ahora, Sevilla, pensando que efectivamente “aquí se puede ser feliz” a pesar de todo. Y de forma decidida comenzó a buscar rincones que ya conocía por la obra de Mozart, pensando que la barbería de Fígaro iba a devolverle la comprensión de la relación de Don Juan y Carmen. En ese solitario libro que acompañaba a nuestro paseante por las aceras amables de esta gran ciudad, lee que Zweig “va en busca de la jovial barbería de Fígaro, suspirando por identificar, entre las numerosísimas casitas centelleantes, aquella en la que tuvo Don Juan esa encantadora y enrevesada aventura que nos relata Lord Byron en su poema. Aquí entona Fígaro sus cancioncillas, se oye a Carmen tararear sus habaneras, el arte ha repartido por estas calles sus símbolos más alegres, calles por las que ya trotó en su día el ingenioso hidalgo Don Quijote a lomos de su dócil Rocinante […] Sevilla no es el símbolo de España, pero sí su sonrisa”. ¡Qué hermosa definición de esta ciudad!

Nuestro paseante solitario recuerda también el paso de la civilización árabe por Andalucía, por esta ciudad, en la que es un oficio “el arte de vivir”, con huellas indelebles de este pasado cultural a lo largo de los siglos, detallando las casas y su distribución exterior e interior, con la incorporación de ventanas y balcones “rompiendo las paredes cerradas de los árabes”, llenando de luz las estancias. Fachadas de colores claros, puertas (abiertas, a falta de recelo y desconfianza), pasillos con azulejos, patios, flores, fuentes, “incluso en la judería”, cerca de la casa natal de Murillo. Había leído también que había que prestar una especial atención a la mujer de esta tierra y sobre todo en sus fiestas de primavera que, como las flores, tienen algo así como su belleza efímera, deslumbrado por la gracia en la forma de bailar flamenco. Lo pudo comprobar directamente, porque el baile -recordaba bien como lo decía Zweig- “es aquí lo que siempre ha de ser: un arte que surge de forma natural de la gracilidad del cuerpo, de sus movimientos, de sus gestos de deseo, de la excitación que produce el ritmo; no es un arte limitado al juego de piernas, sino que busca el placer y la alegría de ir trazando líneas, la flexibilidad y el cimbreo, un arte que trata de desarrollar todas las formas de belleza a que puede aspirar el cuerpo humano”.

A la vuelta de una esquina, en este paseo de los descubrimientos en una ciudad descubridora por historia, se acercó a un hamán sorprendente, con luceras o claraboyas por las que entraba la luz, intentando descifrar su forma estrellada de ocho puntas, aunque también detectó otras cuatro formas más de la simbología arquitectónica árabe, sirviendo a la vez de respiraderos de cada sala. También conoció los lazos en almagra, las pinturas de lacería que no son frecuentes en este tipo de construcciones árabes. Pasó bajo las cúpulas ocultas de la sala templada (conservando el nombre romano: tepidarium), en la entrada principal, así como en la sala contigua que correspondía a la sala fría (frigidarium), comprobando que quedaban algunos vestigios de la sala caliente (caldarium) y la entrada real de los baños, que hacían ensalzar la cultura árabe recorriendo estas instalaciones almohades.

Bartolomé Esteban Murillo, Niño riendo asomado a la ventana (1675), detalle.

El paseo por sus aceras y calles estrechas le recordaban que esta ciudad, como sonrisa del rostro de la vida, esconde un pasado lleno de sobriedad y grandeza. Sabía que Zweig conoció su Semana Santa, dedicando también unas palabras hermosas a la panorámica que ofrece la ciudad desde lo alto de su torre cristiana de nombre Giralda: “Al contemplar tamaña riqueza cromática se entiende bien que Velázquez y Murillo sean hijos de esta ciudad, pregoneros eternos de su belleza, de la misma manera que los dramas de Lope de Vega han dado testimonio de su historia, y los músicos han sabido expresar su jovialidad”.

A este paseante solitario esta gran ciudad le ofrecía muchas cosas: “el disfrute de una vida llena de colorido, el ritmo vivo que marca los acontecimientos y ese allegro que revela una felicidad profunda”. Y sabe que es también vanidosa, porque quien no la ha visto, no ha visto lo maravillosa que es y no es capaz de reprochárselo porque: “¿no es una maravilla el hecho de que los hombres y el destino trabajen juntos durante siglos para construir una ciudad, y al final resulte una sonrisa en el rostro de la vida?”.

Decidió dar una vuelta por los barrios antiguos de esta gran ciudad que, poco a poco, recuperaban su vida propia, volviendo la alegría en sus calles. Le hablaron de un artista muy querido en la ciudad de antes, El Pali, al que podrían susurrar a su oído, donde quiera que esté, alguna sevillana que se le pudiera ofrecer en clave de canto a la posibilidad de ser en la ciudad, en sus aceras de siempre: Ya no pasan cigarreras / por la calle San Fernando / con flores en la cabeza / y los mantones bordaos. / ¡Ay, Sevilla de mi alma! / que lo estás perdiendo todo, / los niños en la plazuela / cuando jugaban al toro. Muy pensativo, se preguntaba en su persona de secreto ¿por qué cantar esto en esta tierra donde se puede ser feliz? Pensó entonces en la magia de las ciudades y de sus barrios, que viene siempre desde abajo, desde su historia pasada y presente, desde las aceras de los encuentros ilusionados de personas que van y vienen alrededor de sus asuntos, haciendo un uso íntimo de ellas acompañados de una sucesión de miradas (Jane Jacobs).

El paseante solitario descubrió algo insólito: podía pisar una alfombra de color azul violáceo, elaborada con flores de jacarandá. Sevilla se llena de alfombras de esta flor dos veces al año, gracias al árbol traído desde América a través del Río Grande, el Guad-al-quivir. Comprobó que tenía que pasear con cuidado para no estropear estas obras de arte de la naturaleza en el amanecer precioso, cuando se ponen las aceras, en una ciudad diseñada por personas que fueron respetuosas a través de su historia multisecular con la naturaleza, la sociedad, sus habitantes y… Dios o dioses, cuatro creencias necesarias cuando se atraviesa cualquier encrucijada de la vida. Comprobó que por aquí y por allá se llenan las aceras de un manto de flores azules con tonos violáceos, acampanadas, que se entregan a millares como un regalo fuera de la dinámica de los mercados, porque todavía no es mercancía. Pudo observar que cualquiera puede recogerlas del suelo y preparar un ramillete de libre composición donde lo único que cuenta es la sensibilidad del respeto a un bien entregado por la propia naturaleza, que sabe lo que entrega aunque es probable que ella dude de qué es lo que este paseante solitario recibe.

Avanzando por sus aceras, constató que las flores de jacarandá disputan su posición en la ciudad con las buganvillas ante miles de ojos buscadores de otra forma de admirarse y ver como transcurre la cotidianidad de la vida vestida con vistosos colores, a modo de almas aladas como ocurre con las mariposas, porque saben que Antonio Machado recomendó cómo utilizar el campo de la visión personal e intransferible: “El ojo que ves no es ojo porque tú lo veas; es ojo porque te ve”. Con él, este paseante solitario pisó las aceras-alfombras de jacarandá, buscando el sentido de un acertijo ético que escribió junto a su manera de ver a las otras personas, a la vida: Entre el vivir y el soñar hay una tercera cosa. Adivínala. Y entretenido con este deslumbrante paseo, buscando la mejor respuesta, la encontró también en él despertando a nuevas sensaciones en tiempos revueltos, de turbación, donde a diferencia de la recomendación de Ignacio de Loyola, supo que a través de su viaje solitario, desde una isla desconocida y acompañado de un solo libro, podía hacer esa mudanza yendo del timbo al tambo, es decir, de su corazón a sus asuntos: “Tras el vivir y el soñar, está lo que más importa: despertar”.

Era ya la hora malva de Sevilla. Tenía el paseante solitario una referencia grabada en su corazón: no dejes de entrar en la Casa del Gobernador Al-Mutamid, del Palacio de la Bendición (Dar al-Imara) en esta gran ciudad o lo que es lo mismo, sus Reales Alcázares, porque él había reconocido que en su ciudad “transmitía nobleza su gente”. Allí se mostraban azulejos que cubren una faja de la fachada de ese hermoso palacio, con una simbología muy especial. Pudo comprobar que la geometría que muestran a la perfección sus azulejos, se encuentra en las estrellas centrales de ocho puntas que figuran por doquier en el citado paño, en octógonos perfectos compuestos por dos cuadrados. Sabía que reflejan la importancia de los edificios de base cuadrada que representan la estabilidad tanto terrenal como cósmica, porque de la prolongación hacia el infinito de las líneas de esta estrella van surgiendo otras de distintos tamaños que además configuran otros cuerpos que podríamos juzgar de menor importancia, pero sin los cuales no se reproducirían periódicamente los principales.

Para apreciar bien esta constelación tuvo que dar unos pasos atrás para tener una perspectiva más amplia de este maravilloso mensaje de la interdependencia para realzar la unión cósmica. Y había que volver al sitio descrito anteriormente, tan cercano que se podría tocar para creer su mensaje, porque este plano tan próximo de las líneas que se observan en sus múltiples estrellas y octógonos, le ayudó a comprender que son posibles distintos caminos para llegar a cualquier punto del paño de azulejos, simbolizando la realidad de las más variadas interpretaciones para alcanzar la comprensión de la vida. La verdad es que nuestro paseante solitario entendió que se puede alcanzar un objetivo desde muy diversos puntos y que la verdad se esconde entre diversas perspectivas, porque muchos son los senderos para llegar a ella.

Aquella faja de azulejos le propuso un mensaje: los seres humanos se necesitan con orden y concierto, porque la libertad de estas líneas múltiples permiten dibujarla en nuestra vida a la medida de cada uno, de cada una.

Salió de Dar al-Imara con la lección aprendida, comprendiendo que sus antepasados árabes le recordaban con esa visita que lo que allí hicieron era una oportunidad para ser más libres, en una representación preciosa de la epifanía del cosmos. Dijo adiós a un palacio de la bendición en el que Mutamid habitó cerca de las estrellas de los azulejos que todavía hoy siguen presentes y al que cantó en su destierro en Agmat, cerca de Marrakech: “El palacio de Al Mubarak (“de la Bendición”) llora sobre las huellas de Ibn Abbad / como llora sobre las de las gacelas y los leones / Su Al Turayyá (sala de las Pléyades) llora y sus estrellas ya no están sumergidas por las lluvias vespertinas y matinales producidas por las Pléyades… Quisiera saber si pasaré todavía otra noche teniendo delante y detrás de mí un jardín y un estanque. Sobre una tierra que hace crecer los olivos, que transmite nobleza y en la que se arrullan las palomas y gorjean los pájaros…”.

Aquél paseante aprendió en su desembarco en la Gran Ciudad, en Sevilla, en una orilla de su Río Grande, que allí podía ser feliz y que pasear por sus aceras jacarandosas le permitía, en su aparente soledad sonora, encontrar una preciosa sonrisa en el rostro de la vida.

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¡Paz y Libertad!

Saramago nos comprometió a llevar el color azul a Marte

Un azul para Marte

Sevilla, 12/VIII/2025 – 08:13 h (CET+2)

Agosto puede ser una gran oportunidad para acercarnos a la obra literaria de José Saramago, Premio Nobel de Literatura en 1998. Una forma de hacerlo puede ser leer y disfrutar visualmente de un relato suyo publicado recientemente, Un azul para Marte (Lumen infantil, 2025, trad. Basilio Losada), que el autor escribió en 1969 para el periódico A Capital, que se incorporó posteriormente al volumen de crónicas Deste Mundo e do Outro (1971). La edición está ilustrada por Claudia Legnazzi, jugando con la simbología de los colores tratados en este texto breve, que hace un gran trabajo para complementarlo, así como para comprender el contexto ético interplanetario como hilo conductor de la obra.

La sinopsis oficial, dos veces buena por su brevedad obvia, permite situar al lector ante este relato redivivo: “Un viaje poético e ilustrado al planeta más cercano a la Tierra de la mano de José Saramago. “Anoche hice un viaje a Marte. Pasé allí diez años… Me comprometí a no divulgar los secretos de los marcianos, pero voy a faltar a mi palabra”. La invitación al viaje está abierta. A través de un poético texto de José Saramago en el que cuenta lo que encuentra en el planeta Rojo, nos abocamos a un recorrido repleto de imágenes y color al que acompañan las hermosas ilustraciones de la talentosa Claudia Legnazzi”.

A continuación, publico un fragmento inicial del relato publicado, para que quien esté interesado o interesada en conocerlo en su breve extensión, lo haga junto al lenguaje visual que incorpora:

Un Azul para Marte 

Anoche hice un viaje a Marte. Pasé allí diez años (si la noche dura en los polos seis meses,no sé qué no han de caber diez años en una noche marciana) y tomé muchas notas sobre la vida que allí llevan. Me comprometí a no divulgar los secretos de los marcianos, pero voy a faltar a mi palabra. Soy hombre y deseo contribuir, en la medida de mis escasas fuerzas, al progreso de la humanidad a la que enorgullece pertenecer. Este punto es muy, muy importante. Y espero, algún día los marcianos vienen a pedir cuentas de mis actos, es decir, del perjuicio cometido, que los no sé cuantos billones de hombres y mujeres que hay en la tierra se apresten, todos, a mi defensa. En Marte, por ejemplo, cada marciano es responsable de todos los marcianos. No estoy seguro de haber entendido bien qué quiere decir esto, pero mientras estuve allí(y fueron diez años, repito), nunca vi que un marciano se encogiera de hombros (He de aclarar que los marcianos no tienen hombros, pero seguro que el lector me entiende). Otra cosa que me gustó en Marte que no hay guerras. Nunca las hubo. No sé como se las arreglan y tampoco ellos supieron explicármelo; quizá porque yo no fui capaz de aclararles qué es una guerra, según los patrones de la tierra. Hasta cuando les mostré dos animales salvajes luchando (también los hay en Marte), con grandes rugidos y dentelladas siguieron sin entenderlo. A todas mis tentativas de explicación por analogía, respondían que los animales son animales y los marcianos son marcianos.Y desistí. Fue la única vez que casi dudé de la inteligencia de aquella gente. Con todo,lo que más me desorientó en Marte fue el no saber qué era campo y qué era ciudad. Para un terrestre eso es una experiencia muy desagradable, os lo aseguro. 

[…]

Como practico la máxima platónica de que siempre hay que seguir aprendiendo, ancora imparo, recomiendo un artículo excelente publicado el pasado domingo en elDiario.es, No necesitamos viajar a Marte: diez lecciones de José Saramago para la humanidad del futuro, a modo de crítica literaria de este relato aleccionador, del que destaco las “Diez lecciones ‘marcianas’…” como reflexión profunda de lo que quiso transmitir Saramago al escribir este relato: Hospitalidad hacia el extranjero, Protección de los servicios públicos, Compromiso activo, Pacifismo, Contra el determinismo biológico, Sin desigualdades geográficas, Contra el utilitarismo, Defensa de la educación humanista, Contra la colonización (espacial) y la Búsqueda incansable. Impecable lectura aplicada al contexto mundial actual.

Me ha alegrado conocer este cuento de Saramago, aunque los lectores y lectoras de este cuaderno digital saben cuánto aprecio una joya de este autor que guardo en mi alma y corazón, El cuento de la isla desconocida, un gran relato e hilo conductor siempre presente en cada hoja de este blog, desde hace ya casi veinte años. También he recordado las palabras finales de otro cuento suyo, La flor más pequeña del mundo, porque después de leer Un azul para Marte, resuenan ahora con más fuerza que nunca:

Y ésa es la moraleja de la historia.

Éste era el cuento que yo quería contar. Me da mucha pena no saber narrar historias para niños. Pero por lo menos ya conocéis cómo sería la historia, y podréis explicarla de otra manera, con palabras más sencillas que las mías, y tal vez más adelante acabéis sabiendo escribir historias para los niños…

¿Quién me dice que un día no leeré otra vez esta historia, escrita por ti que me lees, pero mucho más bonita?…”.

De ahí que me permita afirmar hoy que este relato de Saramago nos comprometió a llevar el color azul a Marte y no la especulación de su suelo gracias al turismo espacial, de coste indecente y preconizado por el hombre más rico del mundo y que ha propiciado, como una de sus acciones estelares, el cierre de USAID, la agencia internacional americana de ayuda al desarrollo, con un daño irreversible a los países más pobres del mundo, que probablemente causará más de catorce millones de muertes hasta 2030 por desatención humana y solidaria.

Una cosa más. El color azul me ha recordado que Borges ya lo citó al plantear en su Prólogo a Crónicas marcianas, de Ray Bradbury, interrogantes muy serios sobre la experiencia marciana: “Los marcianos, que al principio del libro son espantosos, merecen su piedad cuando la aniquilación los alcanza. Vencen los hombres y el autor no se alegra de su victoria. Anuncia con tristeza y con desengaño la futura expansión del linaje humano sobre el planeta rojo -que su profecía nos revela como un desierto de vaga arena azul, con ruinas de ciudades ajedrezadas y ocasos amarillos y antiguos barcos para andar por la arena”. Estoy de acuerdo con Bradbury cuando manifestó de forma enigmática que los marcianos existen y somos nosotros. El que quiera entender que entienda.

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¡Paz y Libertad!

Una noche de agosto, según Platero y él, Juan Ramón Jiménez (III)

Portada de la primera edición de Platero y yo, 1914

Sevilla, 2/VIII/2025 – 08:43 h (CET+2)

Dedicado de nuevo a mis nietos, Adrián y Alejandro, a los que tanto quiero.

Publiqué este artículo por primera vez en 2023. Vuelvo a hacerlo hoy, sin tocar nada, dejándolo tal cual, como aprendí de Juan Ramón Jiménez cuando hablaba de las rosas, porque así son ellas. Además, lo reproduzco hoy respetando el hilo conductor de transmitir una idea circular en este blog, desde su primer día de vida literaria, utilizando de nuevo aquellas palabras que debo a otro premio Nobel de Literatura, Orhan Pamuk, cuando afirmó que “escribir es como cavar un pozo con una aguja”, salvando lo que debo salvar, simplemente por la actualización temporal, aspecto de forma que no de fondo, recordando a José Manuel Blecua, ex director de la RAE, cuando dijo en una ocasión que al escribir copiamos siempre de los autores que hemos leído a lo largo de nuestra vida y nos han marcado.

En esta ocasión, lo hago copiando a Juan Ramón Jiménez, porque forma parte de mis principios y, si no gustan, no tengo otros, separándome por un momento de mi admirado Groucho Marx. En un tiempo en el que se arrojan valores por la ventana desde nuestro desvencijado vehículo vital, vuelvo a hacer una declaración de principios sobre por qué escribo en este blog, en una etapa de jubilación en la que sigo asumiendo, cada día que pasa, que lo nuestro es pasar, con ardiente impaciencia personal y social, sabiendo que ahora tengo un compromiso intelectual e ideológico con la sociedad en la que vivo. A veces, siguiendo tan solo la ruta de un pájaro herido, leyendo de nuevo a Juan Ramón Jiménez para no sentirme así, por no vivir así, perdido. Gracias anticipadas, querido lector, querida lectora, si está interesado o interesada en leer unas palabras necesarias en mi vida, casi imprescindibles para seguir escribiendo y viviendo.

Por cierto, qué actual el capítulo LVI, Fuego en los montes, escogido hoy, de nuevo, dedicado a una realidad que este verano está asolando el país por una realidad terca y visible del cambio climático y, a veces, la maldad humana. Juan Ramón Jiménez nos lo recuerda con palabras premonitorias dedicadas al fuego: “La noche de agosto es alta y parada, y se diría que el fuego está ya en ella para siempre, como un elemento eterno…”.

Una noche de agosto, según Platero y él, Juan Ramón Jiménez

Sevilla, 10/VIII/2023

Platero y yo está grabado a fuego en mi alma de secreto, porque sigue siendo un libro para personas mayores, como Juan Ramón Jiménez explicaba en su advertencia al público lector, a los hombres que lean este libro para niños, asumiendo por mi parte que es un libro escrito también para adultos, sobre todo para los que todavía llevamos con orgullo un niño dentro, tal y como lo describía también Saramago en ocasiones especiales: «siempre he llevado dentro al niño que fui», aunque la confesión final en este aviso de Juan Ramón es para tenerla en cuenta: Yo nunca he escrito ni escribiré nada para niños, porque creo que el niño puede leer los libros que lee el hombre, con determinadas excepciones que a todos se le ocurren. También habrá excepciones para hombres y para mujeres, etc.

En cualquier caso, deberíamos leer Platero y yo con frecuencia, yo lo hago, para comprender bien que las palabras pueden ayudarnos a entender que otro mundo es posible, tal y como lo expresó Juan Ramón Jiménez tan cerca de Platero, dejándonos llevar por el niño que fuimos o que seguimos siendo.

Por esta razón y siguiendo la estela de una generación de poetas en torno al año 1927, del siglo pasado, a la que me he aproximado desde que comenzó agosto en mi patera particular, que cuando llueve mucho en la alta mar de la vida, se moja y se hunde como las demás, he abierto Platero y yo por su capítulo 66, porque recuerdo que hablaba de fuego en el mes de agosto, en Lucena, no muy lejos de Moguer, con el candor de las palabras en este libro de niños, niñas y mayores de cualquier género, asunto que tampoco pasa por alto en este capítulo, al comentar con cierto encanto y desdén, quién podría ser su pirómano imaginario, alguien con la figura afeminada de Pepe el Pollo, un Oscar Wilde moguereño, famoso personaje real en el pueblo, cuyos bolsillos reventaban de largas cerillas de Gibraltar

LXVI

Fuego en los montes

¡La campana gorda!… Tres…, cuatro toques… ¡Fuego!

Hemos dejado la cena, y, encogido el corazón por la negra angostura de la escalerilla de madera hemos subido, en alborotado silencio afanoso, a la azotea.

…¡En el campo de Lucena! grita Anilla, que ya estaba arriba, escalera abajo, antes de salir nosotros a la noche… ¡Tan, tan, tan, tan! Al llegar afuera—¡qué respiro!—, la campana limpia su duro golpe sonoro y nos amartilla a los oídos y nos aprieta el corazón.

—Es grande, es grande… Es un buen fuego…

Sí. En el negro horizonte de pinos, la llama distante parece quieta en su recortada limpidez. Es como un esmalte negro y bermellón, igual a aquella Caza, de Piero di Cosimo, en donde el fuego está pintado sólo con negro, rojo y blanco puros. A veces brilla con mayor brío otras, lo rojo se hace casi rosa, del color de la luna naciente… La noche de agosto es alta y parada, y se diría que el fuego está ya en ella para siempre, como un elemento eterno… Una estrella fugaz corre medio cielo y se sume en el azul, sobre las Monjas… Estoy conmigo…

Un rebuzno de Platero, allá abajo, en el corral, me trae a la realidad… Todos han bajado… Y en un escalofrío, con que la blandura de la noche, que ya va a la vendimia, me hiere, siento como si acabara de pasar junto a mí aquel hombre que yo creía en mi niñez que quemaba los montes, una especie de Pepe el Pollo—Oscar Wilde moguereño—, ya un poco viejo, moreno y con rizos canos, vestida su afeminada redondez con una chupa negra y un pantalón de grandes cuadros en blanco y marrón, cuyos bolsillos reventaban de largas cerillas de Gibraltar…

El verano suele ser una estación propicia para leer todo aquello que acumulamos a lo largo del año con la excusa de no disponer de tiempo suficiente en otras estaciones… Volver a leer libros que marcan nuestras vidas, como puede ser “Platero y yo”. Estoy muy de acuerdo con Alberto Manguel en su reflexión acerca de la ocasión que nos brinda el verano para leer sin reloj, para reencontrarnos con situaciones especiales que podemos rememorarlas después: “los libros de nuestras vacaciones llevan consigo, quizás más que cualquier otro, trazas de memoria: de amistades perdidas, de juegos extraños, de adultos que en el recuerdo son inconcebiblemente jóvenes, de habitaciones que no eran nuestras. Sobre todo, memorias de olores y perfumes: de hierba recién cortada, helado de vainilla, loción a leche coco, aire salado, sudor limpio en sábanas recién planchadas, fresas silvestres tibias, cloro, salchichas asadas, zumo de limón, juguetes de caucho que han estado demasiado tiempo al sol. Y sobre todo, el olor del papel barato de los libros de bolsillo, leídos al sol y salpicados de agua de mar”.

Piero di Cosimo, Una escena de caza (ca. 1494-1500), Museo de Arte Metropolitano de Nueva York

Un detalle último. He observado con atención reverencial el cuadro La caza, de Piero di Cosimo, identificado hoy día como Una escena de caza, que cita Juan Ramón Jiménez en el capítulo dedicado al fuego en los montes. Es una metáfora de la vida muy actual, porque los protagonistas, personas de todo tipo y con actitudes muchas veces aberrantes respecto de los animales, ¡es la historia de la humanidad!, están “a lo suyo”, cazándolos a palo limpio, mientras que el bosque arde como si no pasara nada: “el fuego está pintado sólo con negro, rojo y blanco puros”, decía Juan Ramón Jiménez, tan cerca de su querido Platero. Una metáfora muy actual en nuestro mundo al revés, en el que cada uno pinta el cambio climático como le va, algunos y algunas como si no fuera con ellos la cosa, al igual que la realidad que pintó di Cosimo hace ya tanto tiempo. Por eso, las palabras del poeta suenan como una premonición para el siglo XXIpara este mes de agosto de 2023: La noche de agosto es alta y parada, y se diría que el fuego está ya en ella para siempre, como un elemento eterno…

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CLÁUSULA ÉTICA DE DIVULGACIÓNJosé Antonio Cobeña Fernández no trabaja en la actualidad para empresas u organizaciones religiosas, políticas, gubernamentales o no gubernamentales, que puedan beneficiarse de este artículo; no las asesora, no posee acciones en ellas ni recibe financiación o prebenda alguna de ellas. Tampoco declara otras vinculaciones relevantes para su interés personal, aparte de su situación actual de persona jubilada.

UCRANIA, GAZA, SAHEL Y PAÍSES EN GUERRA, EN GENERAL

¡Paz y Libertad!

España al revés / 1. El sistema condena al hambre de abrazos

Eduardo Galeano, El libro de los abrazos

Tu dios es judío, tu música es negra, tu coche es japonés, tu pizza es italiana, tu gas es argelino, tu café es brasileño, tu democracia es griega, tus números son árabes, tus letras son latinas.

Yo soy tu vecino. ¿Y tú me llamas extranjero?

Eduardo Galeano, Extranjero, en El cazador de historias

Sevilla, 8/VII/2025 – 14:54 h (CET+2)

Cuando tomamos conciencia de que este país escuchaba ayer, casi sin inmutarse, a la diputada de Vox, Rocío de Meer, decir que unos ocho millones de migrantes deberían ser expulsados de nuestro país, incluso sus hijos nacidos en España, porque hay que proteger a la nación dado que, según el partido que representa, VOX, “tenemos el derecho a querer sobrevivir como pueblo”, se estremece el alma democrática de cualquier persona digna que comprenda el fondo del problema de la migración, jaleado ahora por lo que está haciendo el presidente Trump en Estados Unidos y por los vientos inhumanos antiinmigración que corren en Europa, sin ir más lejos. Sus palabras fueron exactamente así: “Lo que nosotros denunciamos desde el principio es que si en los años 90 el porcentaje de población extranjera en nuestro país era más o menos de entre el 1% o el 2%, hoy estamos asistiendo a millones y millones de personas que vinieron desde los años 90 hasta ahora alentados por el bipartidismo. […] Están abiertas nuestras fronteras. Por lo tanto, de 47 millones de habitantes que tiene nuestro país más o menos más de 7 millones –porque tenemos que tener en cuenta la segunda generación–, 8 millones de personas han venido de diferentes orígenes en un muy corto periodo de tiempo. […] Estamos viendo que nuestra sociedad está cambiando, que nuestras calles en muchas ocasiones no son de los españoles, que muchas plazas no pertenecen a quienes siempre pertenecieron, que la tranquilidad de muchos pueblos, barrios y plazas también ha cambiado y no es la misma”, ha agregado. Por lo tanto, todos estos millones de personas que han venido hace muy poco tiempo a nuestro país y que no se han adaptado a nuestras costumbres y en muchísimos casos además han protagonizado escenas de inseguridad en nuestros barrios y en nuestros entornos tendrán que volver a sus países”. Esto se llevaría a cabo en “un proceso extraordinariamente complejo de remigración”. Por si quedaba alguna duda, cerró su discurso con la siguiente proclama: “Nosotros apostamos por ese proceso de migración porque pensamos que hay algo más importante que preservar y que además tenemos el derecho a querer sobrevivir como pueblo”.

Ante este panorama, creo que el sistema de política internacional de derechas extremas y liberalismo en estado puro, condena a la humanidad más maltratada, los migrantes y refugiados, al hambre de abrazos que preconizaba Eduardo Galeano en una obra extraordinaria, El libro de los abrazos (1), al que acudo de nuevo en este mes de julio tan falto de ellos.

Es verdad que no es la primera vez que me refiero a esta hambre tan humana y cercana, y hoy he vuelto de nuevo a buscar refugio en sus páginas porque necesito encontrarlos de diferente manera. Creo que estamos viviendo momentos de hambre de abrazos, tal y como lo expresaba él de forma magistral en uno de sus relatos en el libro citado, concretamente en El hambre / 2:

Un sistema de desvínculo: El buey solo bien se lame. El prójimo no es tu hermano, ni tu amante. El prójimo es un competidor, un enemigo, un obstáculo a saltar o una cosa para usar. El sistema, que no da de comer, tampoco da de amar: a muchos los condena al hambre de pan y a muchos más condena al hambre de abrazos.

El hambre de abrazos existe desde que al mundo lo llamamos mundo, pero en este tiempo de despersonalización e individualismo digital, hemos comprobado en nuestra propia carne que necesitamos encontrar al verdadero prójimo, que no es un competidor, enemigo, obstáculo a saltar o una cosa para usar y tirar. Mucho menos si es un emigrante, un extranjero. Lo que sabemos ahora es que el sistema de política internacional de derechas y su más allá, pretende condenarnos al hambre de los abrazos verdaderos. Dicen que se ha descubierto el verdadero problema de este tiempo de separación: la tecnología digital desaforada, no inocente por cierto, nos desvincula por sus bulos y desinformación planificada incluso con inteligencia artificial, siendo la razón de nuestro sufrimiento y de por qué buscamos desesperadamente abrazos en el alma de secreto que todos tenemos, para sentir el calor que la situación actual mundial y nacional nos quita sin compasión alguna.

Finalmente, he comprendido muy bien qué significa el abrazo de la razón y el corazón, así como el del alma y el cuerpo, leyendo uno de los abrazos verbales de Galeano en este libro, tan apreciado por mí, cuando me he enfrentado a esta página en blanco: “¿Para qué escribe uno, si no es para juntar sus pedazos? Desde que entramos en la escuela o la iglesia, la educación nos descuartiza: nos enseña a divorciar el alma del cuerpo y la razón del corazón. Sabios doctores de Ética y Moral han de ser los pescadores de la costa colombiana, que inventaron la palabra sentipensante para definir el lenguaje que dice la verdad”.

Lo que he pretendido decir mediante estas palabras, que nos quedan, es lo que significan ahora los abrazos en nuestras vidas, como sentipensante de este tiempo tan difícil de interpretar. Nada más, porque el hambre de abrazos (y de besos) nos hace enfermar de amor y, como bien dice Galeano en su libro, el amor es una enfermedad contagiosa y cualquiera nos reconoce, “despabilados noche tras noche por los abrazos”, en los sueños ahora al no poder darlos y “no hay decreto del gobierno que pueda con él [el amor], ni pócima capaz de evitarlo”.   

(1) Galeano, Eduardo (1993). El libro de los abrazos. Madrid: Siglo XXI.

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