Namasté

Desde el viernes pasado estoy intentando comprender el significado de esta palabra: “¡Namasté a usted!”. Así comenzaba la carta que hemos recibido de una persona a la que queremos mucho, en India. Se llama Sukanya, tiene 11 años y pretende ser una mujer nueva, diferente, comprometida con la revolución social de la mujer en un país que convive con siglos de historia, marcado por el imperio de las castas y que sabe lo importante que es estudiar y adquirir conocimiento para cambiar el estado de su arte y parte. Sukanya empezaba su carta con esta preciosa palabra, en lengua hindi, que significa: “me inclino ante ti/hago una reverencia a la persona que hay en ti”, junto a una expresión corporal íntimamente unida a la palabra: se juntan las palmas de las manos y se hace una leve inclinación con el tronco hacia delante. ¡Namasté!.

Ayer comencé la lectura de un libro que descubrí en una recensión reciente, “Las nueve caras del corazón” (Alfaguara, 2006) y que me suscitó interés y curiosidad por la cultura india. Leí una entrevista a su autora, Anita Nair y desde ese momento me cautivó el contenido de una obra de más de quinientas páginas, pero que va a suponer un reto para descubrir la cultura india, máxime cuando estoy intentando conocer el mundo en el que vive Sukanya. Y mi sorpresa fue mayúscula, cuando a la altura de la página 14 del libro, me encontré con la palabra “Namasté”  y en el siguiente diálogo:

“Extendió la mano en su dirección, al mismo tiempo que él juntaba las suyas en un gesto de namaste, como sugería su guía turística que debía hacer para saludar a las mujeres en la India”.

Estoy aprendiendo muchas cosas de Sukanya y esta pequeña ocasión me ha abierto los ojos a una realidad que hace visible el respeto por las culturas diferentes a la tuya y por la carga afectiva que siempre tienen, así como una lección permanente de simbolismo histórico vinculado a la vida. Nos cuenta en su carta que ha aprobado el quinto curso, que estudia sexto pero que tiene que andar dos kilómetros todos los días para ir a la escuela, que el verano ya ha pasado y que “tuvieron muchas frutas de mango”, pero que se acercan las lluvias y los campesinos están arando la tierra…  Y con expresiones de afecto se despide. El mismo texto, en hindi, aparece a la izquierda de la carta. Su organizador la ha traducido y veo con detalle sus expresiones en grafía original, hindi, desgraciadamente ininteligibles ahora.

He llegado a la página 148 del libro de Anita Nair cuando escribo estas líneas y estoy seguro que la lectura en paralelo de la realidad de un resort cercano a Kerala, junto al río Nila y la de Mallela, la aldea de 104 familias, donde vive Sukanya, en Anantapur, me van a ayudar a descifrar realidades mágicas de India. He aprendido en las últimas veinticuatro horas que la alondra encrestada, la vanampaadi, permite convertir las necesidades en palabras. Al fin y al cabo, amor a lo desconocido, como una de las caras del amor que me enseña Anita Nair, en la primera expresión del kathakali, representación teatral a la que se incorporan danzas indias que tuve el honor de conocer por primera vez de la mano de Franco Battiato cuando vivía en Roma, en el año 1976 y que es un prodigio en la escenificación de una historia de vida.

¡Namasté, a ti!, que lees estas reflexiones en un pequeño rincón del planeta. Con su fuerza y valor de lo ya conocido.

Sevilla, 25/VI/2006

Género y vida

El primer diario: 21/2/1959

Es probable que fuera un día cualquiera. Pero cuando lo he vuelto a coger en mis manos, he sentido algo especial, algo que hace muy importante la intrahistoria personal. Esta fecha era la premonición de lo que hoy se llama “cuaderno de bitácora”. En la portada, aparece la siguiente frase: ”Cuaderno de” y una raya inferior para rellenar a mano. A mis once años, puse con letra firme, a pluma, con tinta azul, la palabra mágica, que suponía el camino iniciático hacia el interior, hacia la persona de secreto: “Diario”.

Efectivamente, a esa edad comencé a escribir mi primer diario. Está fechado en Madrid, un lugar recurrente en mi vida y muy querido. Era domingo. Es probable que estuviera afectado por una de las dos películas que vi en el Cine “Oraá” en la sesión de tarde: “El gran jefe” (1955) y “El diario de Ana Frank” (1959), de estreno riguroso. La experiencia de aquellas tardes, en una sesión continua, interminable, te predisponía a ser amante del arte cinematógrafico o enemigo implacable. Por hastío o por aprendizaje querido. Afortunadamente, por lo primero, en mi caso. Y aquellos actores, los protagonistas, Victor Mature y Millie Perkins, tan distantes entre sí, caminando en vidas tan dispares, empezaban a dar forma a una forma de ser en el mundo. En el caso de Victor Mature o “Caballo Loco”, porque ya sabía que tendría que luchar siempre con indios en el camino, los nuevos sioux, aunque después saliera de las peleas de la vida como el protagonista, sin que se me hubiera movido el “tupé” y sin una sola arruga en el traje (como le pasaba siempre a Errol Flynn). En el segundo caso, Millie Perkins o Ana Frank, porque la coherencia, el compromiso personal, hace que vivas como en otro mundo, equivocado de siglo, perseguido en aquellos años por la falta de libertad y buscando escribir algo que he vuelto a leer hoy con atención, en una perfecta letra cursiva: “tendré que seguir soportando que me regañen hasta que encuentre un día mi libertad”. Es curioso, pero taché las cinco últimas palabras hasta hacerlas casi ilegibles.

Tengo que reconocer que me impactó mucho aquella película, en la que la azarosa vida de una adolescente me hizo optar ya por compromisos adecuados a la edad. Por eso volví a casa, cogí mi querida pluma “Parker”, de capuchón de acero, con plumín de oro, la cargué con tinta suficiente, en este caso de un tintero de cristal de marca “Pelikan” y me puse a fijar la vida de aquel momento en un cuaderno pequeño, de unas medidas especiales, 15,3 x 10,5, con una portadilla con greca diferenciadora para uso de un Colegio de la época, cosido con una sola grapa, al centro y de una sola raya.

He leído sus páginas muchas veces, en diferentes ciclos de la vida, y siempre las he interpretado de forma idéntica porque era una realidad incuestionable la necesidad de escribir, de volcar en la hoja en blanco aquello que sentía y vivía por la aceras de la calle Narváez, donde viví muchos años. Supe, posteriormente, que el conocimiento de sí mismo era una máxima que se había localizado en el frontispicio del templo de Apolo, en Delfos. Y en Grecia tenían razón.

Ayer, cuando abrí un regalo que me enviaron desde Madrid, que contenía una pluma A. G. Spalding & Bross, 520 Fifth Avenue, Nueva York, supe que mi destino me hace encontrar siempre el recuerdo mucho más cerca de lo que un día me permitió saber más de mi persona de todos y de secreto, iniciándome en una escritura que dibujaba en el papel sueños de aventura hacia alguna parte. Aunque tuviera que dejar siempre su sitio a Ana Frank, por aquella frase última de su diario leída por su padre y que, en mi caso, todavía no he sabido escribir e interpretar con una estilográfica querida y nueva, sabiendo que a mis once años, me había dejado boquiabierto en aquél sillón de entresuelo de un cine de barrio, soportando en mi hombro la cabeza dormida de mi amigo Chete: “A pesar de todo lo ocurrido, sigo pensando que la gente es, de verdad, buena de corazón”. The end.

Sevilla, 23/VI/2006

Investigación científica en España

Ha transcurrido muy poco tiempo desde que leía en mi periódico habitual una noticia muy estremecedora: “España necesita muchos años para equipararse en investigación científica a Alemania, por ejemplo, y en concreto necesitaría emplear medio milenio para llegar a los niveles de patentes que consigue esta nación europea” (El País, 2/VI/2006). Me sorprendía mucho constatar una realidad que es un secreto a voces, máxime cuando hacía muy pocos días que escuchaba al Profesor Juan Pérez Mercader, en directo, explicar con lujo de detalles cómo el hecho de ilusionar y ofrecer medios a los jóvenes investigadores era una de las mejores inversiones que podía hacer este país para ponerse a la altura de aquellos que en Europa, por ejemplo, destacan por esta visión de Estado, Gobierno, Fundaciones y capital ético.

Creo que hay que ponerse manos a la obra y pasar a la acción inmediatamente. Este país necesita armarse de actitud científica para retroalimentarse en conocimiento científico e inteligencia compartida. Y es cuestión de tener “visión” a largo plazo en la inversión financiera en inteligencia creadora, incrementando la cifra actual en referencia al PIB: tan sólo se gasta en investigación en España, en la actualidad, el 1% de su PIB, estando todavía a un punto de la media europea.

El rector de la Universidad de Alcalá de Henares, Virgilio Zapatero, fue rotundo en su intervención en un acto organizado con motivo de la Feria del Libro de Madrid, el pasado 1 de junio: “para llegar a la inversión en I+D que se produce en Francia, España tendría que esperar a 2050, y en 2059 se equipararía a Alemania; para llegar a los baremos franceses y alemanes en el capital que dedican las empresas a la investigación, la ciencia de nuestro país tendría que esperar a 2086 y a 2306 respectivamente. Y en lo que se refiere a las patentes, sólo en 2515 seríamos equivalentes a la situación actual en Alemania. A los franceses los alcanzaríamos en 2257”.

Con este panorama tan alentador, el rector Gabilondo, de la Universidad Autónoma de Madrid, habló en ese mismo acto de la actitud investigadora: “Para investigar es preciso tener curiosidad y respetar a los mayores, buscar las huellas de los que nos preceden”. Es lo que el profesor Pérez Mercader explica habitualmente en su tarea divulgadora de la investigación y el retorno de la misma en efectos sociales: “si queremos entender cuál es el futuro de la vida de nuestro planeta tenemos que entender qué es la vida. Si no sabemos qué es no seremos capaces de entender cómo evoluciona, ni podremos predecir -aunque sea de forma global- qué va a ocurrir con ella. Toda la vida que conocemos en el planeta Tierra funciona en base a la química del carbono, y sólo tenemos ese ejemplo hasta ahora. Así que queremos entender si existe vida en otros lugares para compararla con la de la Tierra y así poder predecir nuestro futuro” (Fusión, Enero 2006). Sobran más palabras, porque para entender esas claves es necesario financiar la investigación que permita leer el “libro de instrucciones” de la vida.

Sevilla, 20/VI/2006

Funcionarias y funcionarios: inteligencia pública

Ayer fue un día muy importante en mi carrera profesional, al incorporarme como funcionario de carrera a la Administración de la Junta de Andalucía. Al mismo tiempo, fue un día muy normal porque esta nueva situación administrativa vino a reforzar -una vez más- mi creencia en la función pública, con independencia del rol que ocupe en mi “cada día” público. No sabía qué regalar a Andalucía por tanto como me ha dado para aprender a aprender de la función pública y hoy, aprovechando que tenía tiempo de silencio, he preparado este artículo sobre el nuevo borrador del anteproyecto de Ley del Estatuto Básico del Empleado Público, firmado por el Gobierno junto a los representantes sindicales el pasado 13 de junio, como premonición de lo que viene y que tanto he defendido, como una ventana que se abre para que pueda entrar viento fresco para las empleadas y empleados públicos, del Sur, si es posible…

A Blanca, la protagonista de una novela entrañable de Antonio Muñoz Molina, En ausencia de Blanca, no le gustaba pronunciar la palabra “funcionario”, aludiendo a Mario, su marido. Cuando Blanca quería referirse a las personas que más detestaba, las rutinarias, las monótonas, las incapaces de cualquier rasgo de imaginación, decía: “son funcionarios mentales”. Cuando en una ocasión vi aquel chiste de Forges, en el que aparecían tres presuntos funcionarios echados hacia atrás en sus sillones, con las manos cruzadas en la nuca y diciendo: “se me abren las carnes cada vez que me dicen que me tengo que ir de vacaciones…”, me pregunté el porqué de estas interpretaciones de la calle. Sin comentarios.

Como empleado público, he crecido junto a la reiterada referencia a Larra, ¡vuelva usted mañana!, en todos los años de dedicación plena a la función pública: educativa, sanitaria y tributaria, construyendo en contrapartida lo que llamaba “segundos de credibilidad pública”. Me ha pesado mucho la baja autoestima, ¿larriana?, que se percibe en el seno de la Administración Pública por una situación vergonzante que muchas veces no coincide con la realidad, porque desde dentro de la misma Administración hay manifestaciones larvadas, latentes y manifiestas (valga la redundancia) de un “¡hasta aquí hemos llegado!” por parte de empleadas y empleados públicos excelentes, que tienen que convivir a diario con otras empleadas y empleados públicos que reproducen hasta la saciedad a Larra (a veces, digitalizado y todo) y que hacen polvo la imagen auténtica y verdadera que existe también en la trastienda pública. Y muchas empleadas y empleados públicos piensan que la batalla está perdida, unos por la llamada “politización” de la función pública, olvidando por cierto que la responsabilidad sobre la Administración Pública es siempre del Gobierno correspondiente, y otros porque piensan que el actual diseño legislativo de la función pública acusa el paso de los años y que la entrada en tromba de las diferentes Administraciones Públicas de las Comunidades Autónomas, obligan a una difícil convivencia de la legislación sustantiva sobre el particular con las llamadas “peculiaridades” de cada territorio autónomo.

Aplicando el principio de realidad a esta situación, hace tiempo que vengo investigando la quintaesencia del empleo público, es decir, la función pública en sí misma, a sabiendas de que es una materia denostada en muchos ambientes sociales por el mal cartel que tiene proclamar a los cuatro vientos la identidad funcionarial, pero de marcado interés social por el impacto en el devenir diario de un Estado, de una Comunidad Autónoma o de una entidad local menor. A partir de esta línea, solo voy a referirme a la función pública desde la perspectiva de empleadas y empleados públicos, portadores y generadores de inteligencia también pública, para identificar así a aquellas personas que cumplen el principio constitucional de que el régimen general del empleo público en nuestro país es el funcionarial, como elemento garantista de la propia función pública, mediante empleo público de cualquier naturaleza, en relación con la ciudadanía.

En esta ocasión científica, se está fraguando un nuevo marco jurídico-administrativo que ofrece unas oportunidades extraordinarias, innovadoras y progresistas, también posibilistas, que desgraciadamente está pasando muy desapercibido para la sociedad española y andaluza. Se trata del borrador del anteproyecto de Ley del Estatuto Básico del Empleado Público, cuyo contenido ha sido consensuado y firmado el pasado 13 de junio entre el Gobierno y los sindicatos más representativos en las Administraciones Públicas. Tal y como se ha anunciado oficialmente, este Estatuto fija unas normas y derechos básicos para todos los empleados públicos, como el derecho a la negociación colectiva, una nueva estructura retributiva (ligada a la productividad y los rendimientos), nuevos modelos de promoción profesional, mejora de las normas de acceso y de la formación, así como la inclusión de medidas para reducir la temporalidad.

He leído este documento atentamente y creo que ofrece un futuro de cambio que habrá que gestionar adecuadamente, aceptando las dificultades intrínsecas que todavía tendrá que sufrir en el trámite parlamentario una vez aprobado el citado anteproyecto por el Gobierno. El texto que se ha presentado oficialmente y que, indudablemente, sufrirá cambios en su travesía del desierto que mantienen seco los agoreros de la contrainteligencia social, ofrece unas novedades que voy a resaltar introduciendo inteligencia aplicada a este análisis posibilista y realista, al tener ya sustento legal y permisivo para aceptar la realidad de la función pública en las Comunidades Autónomas. Hay que comenzar por la “exposición de motivos”, porque es donde se manifiesta la voluntad del legislador. Personalmente, es la parte que suelo estudiar con más detenimiento de las disposiciones de la Administración, porque normalmente el articulado se olvida y lo que suele ser materia recurrente en el conocimiento de la legislación vigente y sobre todo ésta que pertenece al género sustantivo, es la visión completa sobre lo que se desea legislar en el sentido más pleno y técnico del término, que solo se encuentra en la motivación fundada del texto en cuestión.

La frase introductoria de esta exposición de motivos es una declaración en toda regla de base constitucional, sustentada por el Artículo 103 de la misma, sobre todo en un alarde de inteligencia pública de la sociedad española en 1978 al no dedicar más que un artículo al difícil entramado que sustenta la función pública:  “El Estatuto Básico del Empleado Público establece los principios generales aplicables al conjunto de las relaciones de empleo público, empezando por el de servicio a los ciudadanos y al interés general, ya que la finalidad primordial de cualquier reforma en esta materia debe ser mejorar la calidad de los servicios que el ciudadano recibe de la Administración”. La Constitución hablaba de servicio objetivo a los “intereses generales”, no a los propios del aparato administrativo, de cinco principios que deberíamos grabar en letras de oro en la entrada de cada edificio, despacho y oficinas, de base pública: eficacia, jerarquía, descentralización, desconcentración y coordinación, y del sometimiento pleno a la ley y al Derecho.

Continúa esta exposición con una aclaración que acaba con el concepto monopolístico que divide hoy dos realidades en el seno de la función pública: el universo de los funcionarios y el de los laborales. Por una vez, se va a clarificar que el denominador común es el servicio a los ciudadanos, en términos de calidad percibida y sentida, con independencia de las señas de identidad funcionarial y laboral: lo único que ya debe importar es la función pública que se desempeñe por parte de empleadas y empleados públicos. Lo demás, son cuitas de trastienda pública que se deben resolver en el seno de las propias Administraciones, cuando salga a la luz el texto definitivo. Este texto abre posibilidades luego, en el articulado, para que se establezcan los auténticos factores de convergencia para que las señas de identidad sean únicas, para no volver loca a la ciudadanía. Por cierto, el texto necesita pasar por el análisis de la utilización del lenguaje no sexista para demostrar otra evidencia de opción por el cambio, dado que no es excesivamente cuidadoso al respecto.

Se aborda el poder de atracción (así) de la Administración de los profesionales que necesita de acuerdo con los “tiempos modernos” y para ello “la legislación básica de la función pública debe crear el marco normativo que garantice la selección y la carrera sobre la base de los criterios constitucionales de mérito y capacidad y que establezca un justo equilibrio entre derechos y responsabilidades de los empleados públicos. Además, la legislación básica ha de prever los instrumentos que faculten a las diferentes Administraciones para la planificación y ordenación de sus efectivos y la utilización más eficiente de los mismos”. Es excelente seguir contando con la Constitución para entrar en materia: comienza a preocupar y mucho para poder atraer a la función pública, la correcta selección, tan discutida en la actualidad, donde solo se prima la memoria (que no es toda la inteligencia posible y deseable a demostrar), la traída y llevada carrera profesional, tan inflamada de “cursitis” en los momentos actuales y de “antigüedad”, que solo con citarla ya pone en evidencia estos tiempos que corren. Ser antiguo no debe ser un mérito. Ser responsable durante mucho tiempo (así habría que medir la dichosa antigüedad) como empleada o empleado público sí debe ser un mérito a demostrar y valorar suficientemente. Sobre capacidad hay mucho que hablar, porque no nos ponemos de acuerdo sobre ella ni siquiera en el ámbito científico y creo que en ella está el secreto de la reforma de este Estatuto, es decir, en la inteligencia de proyección pública. Sobre estos cuatro conceptos, selección, carrera, mérito y capacidad, habría que abrir un debate con carácter de urgencia y un buen medio sería un foro público para crear teoría científica en consonancia con el debate parlamentario y que pudiera ser un buen observatorio democrático sobre una cuestión de Estado y que afecta a toda la ciudadanía y no solo a los dos millones y medio de empleadas y empleados públicos presuntamente implicados.

Se trata a continuación de la realidad de las empleadas y empleados públicos que trabajan en un territorio central, autonómico o local, deduciéndose del planteamiento que se presenta que no puede haber una carta con un solo plato o café para todos. Debe haber una legislación básica, sustantiva sobre derechos y deberes fundamentales en el servicio público, pero la idiosincrasia de cada uno de los tres niveles de Administración debe establecer su “política” de personal. Creo que se acierta con este planteamiento. Conozco bien la política de personal de un Organismo Autónomo en el que he trabajado durante media vida y sé de sus bondades, aciertos y fracasos, pero de lo que no hay ninguna duda es de su voluntad de adaptar la realidad de los profesionales de la función pública concreta a la realidad, también, de la gestión que hay que desempeñar y que espera la ciudadanía. Esa es la cuestión. Y a esto se le llama “política de personal”, que cuando se une a la “política de gestión”, en forma de “contrato-programa”, por ejemplo, el éxito está servido.

Cuando aborda, a continuación, la fragmentación de la función pública, que es buena en sí, porque atiende la especialización de la misma en atención a los requerimientos que la propia sociedad impone en la demanda de servicios, vuelve a tratar el tema recurrente de la dualidad de regímenes (funcionarial y laboral) en el seno del empleo público, con la aparición sistemática de la legislación laboral como entorno en el que se está desenvolviendo de forma creciente la función pública, a pesar del imperativo categórico al que hacíamos alusión al principio en relación con el régimen general del empleo público: “Esta diversidad de organizaciones ha contribuido igualmente a la heterogeneidad actual de los regímenes de empleo público. La correcta ordenación de este último requiere soluciones en parte diferentes en unos y otros sectores y, por eso, la legislación general básica no puede constituir un obstáculo ni un factor de rigidez. Antes al contrario, ha de facilitar e impulsar las reformas que sean necesarias para la modernización administrativa en todos los ámbitos”. Y fundamenta esta aparente inclinación de la balanza, sin que tengamos que tildarlo de grito guerrero “¡a por ellos!”, en la siguiente aseveración de principios: “La flexibilidad que este régimen legal (el laboral) introduce en el empleo público y su mayor proximidad a los criterios de gestión de la empresa privada explican la preferencia por él en determinadas áreas de la Administración”. Y como existen problemas reales y más que van a venir, porque se establecen competencias en el sentido más primigenio de competitividad, el anteproyecto entra en materia y regula aspectos marco para dos realidades que están obligatoriamente obligadas a entenderse y que están en camino de no retorno.

Un claro ejemplo de trasvase de “calidades intrínsecas” que se intercambian a diario y que puede ser un factor de convergencia, tan necesaria en la actualidad, es el de la negociación colectiva del personal al servicio de las Administraciones públicas, porque aunque ahora está separada para uno y otro tipo de personal hasta este momento, ha tenido como consecuencia una creciente aproximación de las condiciones de empleo que les afectan. Aparece la temida, a veces, negociación colectiva, por qué no unitaria, de todas las empleadas y empleados, públicos: “La negociación colectiva de los funcionarios públicos y del personal laboral, en los términos que contempla el presente Estatuto, habrá de contribuir finalmente a concretar las condiciones de empleo de todo el personal al servicio de la Administración, como ya sucede en la actualidad”.

Iniciada la negociación colectiva, aparece la declaración de principios que deben sustentar el empleo público: “Se empieza por un conjunto de principios generales exigibles a quienes son empleados públicos. A continuación se incluye un listado de derechos básicos y comunes de los empleados públicos, diferenciando eso sí el más específico derecho de los funcionarios de carrera a la inamovilidad en su condición, que no debe contemplarse como un privilegio corporativo sino como la garantía más importante de su imparcialidad. El Estatuto actualiza ese catálogo de derechos, distinguiendo entre los de carácter individual y los derechos colectivos, e incorporando a los más tradicionales otros de reciente reconocimiento, como los relativos a la objetividad y transparencia de los sistemas de evaluación, al respeto de su intimidad personal, especialmente frente al acoso sexual o moral, y a la conciliación de la vida personal, familiar y laboral”. La nueva concepción de inamovilidad de la condición de “funcionario”, la evaluación continua como herramienta de gestión propia y asociada y factor determinante de la productividad y la proyección económica que indudablemente debe llevar aparejada, la intimidad y la conciliación de la realidad social de cada empleada y empleado público son incorporaciones novedosas sobre las que queda mucho trabajo de conceptualización y fijación de términos correctos y comprensibles para el nuevo empleo público.

Los que defendemos la cultura del deber público, de la ética pública declarada y publicada, acogemos con gran satisfacción la regulación general de los deberes básicos de los empleados públicos, “fundada en principios éticos y reglas de comportamiento, que constituye un auténtico código de conducta. Estas reglas se incluyen en el Estatuto con finalidad pedagógica y orientadora, pero también como límite de las actividades lícitas, cuya infracción puede tener consecuencias disciplinarias. Pues la condición de empleado público no sólo comporta derechos, sino también una especial responsabilidad y obligaciones específicas para con los ciudadanos, la propia Administración y las necesidades del servicio. Este servicio público, se asienta sobre un conjunto de valores propios, sobre una específica “cultura” de lo público que, lejos de ser incompatible con las demandas de mayor eficiencia y productividad, es preciso mantener y tutelar, hoy como ayer”. Está muy bien expresada la voluntad del legislador al respecto y es un acierto introducir la conceptualización del constructo “cultura de lo público” que tendrá que contrarrestar el estado del arte actual de lo que siente la ciudadanía respecto del servicio público, quizá bien valorado en servicios directos, como pueda ser el de salud, pero muy criticado en otros ámbitos administrativos y de gestión donde interviene mucho la denostada “burocracia” con tintes de Larra.

Una novedad que va a causar mucho impacto es la aparición de la función directiva en el empleo público. Lo considero un acierto total, porque la profesionalización de la función directiva, demostrada su eficiencia y eficacia en la gestión, permitirá desenmascarar la crítica larvada sobre el clientelismo en los puestos directivos de la Administración, en general. El personal directivo “está llamado a constituir en el futuro un factor decisivo de modernización administrativa, puesto que su gestión profesional se somete a criterios de eficacia y eficiencia, responsabilidad y control de resultados en función de los objetivos. Aunque por fortuna, no han faltado en nuestras Administraciones funcionarios y otros servidores públicos dotados de capacidad y formación directiva, conviene avanzar decididamente en el reconocimiento legal de esta clase de personal, como ya sucede en la mayoría de los países vecinos”.

Otro cambio contemplado en el texto de referencia es el referido a la clasificación de los “funcionarios”, al establecerse “dos grupos de clasificación, uno para los administradores y facultativos y otro de carácter ejecutivo, divididos a su vez en dos subgrupos, lo que deberá hacer más fácil la promoción dentro de cada grupo. Asimismo se ha previsto la existencia de un grupo de ayudantes, a los que no se exigirá titulación”. Más adelante, en la ordenación y organización del empleo público, que no es lo mismo, el texto abre muchas posibilidades a las “peculiaridades” de las Comunidades Autónomas y a la propia Administración Local: “Sobre la base de unos principios y orientaciones muy flexibles, la ley remite a las leyes de desarrollo y a los órganos de gobierno correspondientes el conjunto de decisiones que habrán de configurar el empleo público en cada Administración”, incluso en sistemas retributivos en los que una vez salvado lo sustantivo, como no puede ser de otra manera, se podrá “caracterizar” la evaluación del desempeño y el rendimiento real, efectivo, medible y valorable, con objetividad científica, rompiendo el principio de “café para todos”.

Sobre el acceso al empleo público se pretende garantizar la aplicación de los principios de igualdad, mérito y capacidad, así como la transparencia de los procesos selectivos y su agilidad, sin que esto último menoscabe la objetividad de la selección. Este apartado debería desarrollarse con mucho más detalle conceptual, para evitar errores del pasado. La paridad de género es una novedad plena sobre lo que conocemos, en consonancia con la sensibilidad actual respecto del ordenamiento que garantice la igualdad real entre hombres y mujeres. En relación con la carrera profesional, se abre también una ventana de modernidad no trasnochada al incorporar conceptos tales como desarrollo de las competencias, rendimiento profesional, evaluación del desempeño, porque como dice textualmente el anteproyecto, “resulta injusto y contrario a la eficiencia que se dispense el mismo trato a todos los empleados, cualquiera que sea su rendimiento y su actitud ante el servicio”.

Al contemplar la convivencia pacífica de la carrera horizontal con la vertical, se ofrecen garantías de la no movilidad de puesto en virtud de concursos que han demostrado inferir a la Administración cambios traumáticos con una cadencia temporal que hace enfrentar intereses internos y externos, tanto de la propia Administración, como de sus efectivos reales, resultando siempre dañada y afectada la ciudadanía, gran olvidada en la situación actual, donde todo puede ser legítimo, pero no conveniente para garantizar servicios como demandante principal de ellos. En la actualidad, todo está tan “bien” diseñado desde la “política pública de personal” que los únicos que sobran, a veces, son las ciudadanas y ciudadanos, “ignorantes molestos” en frase de Hans Magnus Enzesberger. El “cambiar” continuamente por un mal diseño de lo que existe, se va a acabar. Gran novedad.

El legislador se atreve a hacer afirmaciones contundentes respaldadas luego por el articulado, pero que responde a un clamor popular: “la continuidad misma del funcionario en su puesto de trabajo alcanzado por concurso se ha de hacer depender de la evaluación positiva de su desempeño, pues hoy resulta ya socialmente inaceptable que se consoliden con carácter vitalicio derechos y posiciones profesionales por aquellos que, eventualmente, no atiendan satisfactoriamente a sus responsabilidades”. ¿Quién niega esta realidad social?. En los corrillos de las empleadas y empleados públicos, funcionalmente correctos, se reconoce que este carácter vitalicio se tiene que acabar. Quizá es un buen camino el que se traza, porque quizá ha sido la propia Administración la que muchas veces ha creado sus propios monstruos, dicho con todo el respeto. A ella compete solucionarlo y este texto aborda el problema, que no es poco, arbitrando también pautas de conducta pública muy taxativas.

No he pretendido ser exhaustivo y mi recomendación sincera, para construir tejido crítico público y responsable, es leer el texto original, completo, cuantas veces sea necesario para comprenderlo y dejar de hablar de memoria, creciendo todos en teoría crítica, para evaluarlo, emitiendo juicios bien informados, que es la esencia de la inteligencia cuando se abre a la actividad pública. La declaración de motivos termina con una confesión de “mala conciencia” histórica, pero que conviene aprovecharla en lo bueno que ha tenido y pensar que otra Administración es posible, porque la reforma, el cambio de la regulación del estatuto de empleo público se ha intentado muchas veces: “y así se lleva a cabo definitivamente mediante el presente texto, que ha sido elaborado tras un intenso período de estudio y reflexión, encomendado a la Comisión de expertos constituida al efecto y tras un no menos sostenido proceso de discusión y diálogo con los representantes de las Comunidades Autónomas y de otras Administraciones y con los agentes sociales y organizaciones profesionales interesadas. De uno y otro se deduce la existencia de un consenso generalizado a favor de la reforma y numerosas coincidencias sobre el análisis de los problemas que hay que resolver y acerca de las líneas maestras a las que dicha reforma debe ajustarse”.

Sevilla, 15/VI/2006

El compromiso intelectual

Desde que tengo uso de razón científica me he preguntado muchas veces cómo puede poner uno su inteligencia al servicio de la humanidad, de las personas y situaciones sociales que necesitan atención humana en el pleno sentido de la palabra. También me he preguntado muchas veces en qué consiste el compromiso de los intelectuales con esta misma sociedad, no optando por posiciones políticas de partido, con  militancia expresa. La verdad es que no he encontrado mucha literatura sobre el particular y, normalmente, son discursos muy elaborados que no están al alcance de todos los españoles, como diría el título de crédito del NODO al que recuerdo siempre en mis tardes de Madrid, pensando en Andalucía, de la que me sacaron sin muchas contemplaciones  cuando solo tenía cuatro años.

Aproximarse a una definición de libro es imposible. Cualquier definición solo recoge la forma de establecer defensas innatas para protegerse de los ataques del enemigo, que desgraciadamente suele verse en todas partes sin que realmente existan. Como llevo tiempo pensando en esta realidad, el compromiso intelectual, ahí van unas cuantas reflexiones. La primera nace de la suerte de que una persona pueda plantearse el dilema en sí mismo, sin calificar esta “suerte” como lujo afrodisíaco: el mero hecho de cuestionar la existencia de uno mismo al servicio estrictamente personal, es decir, el trabajo permanente en clave de autoservicio, así definido e interpretado, rompiendo moldes y preguntándonos si lo importante es salir del pequeño mundo que nos rodea y mirar alrededor, ya es un signo de capacidad intelectual extraordinaria que muchas veces no está al alcance de cualquiera. Desgraciadamente. La pre-programación de la preconcepción, en clave aprendida del profesor Ronald Laing, es una tábula rasa sobre la que se elabora y encuaderna el libro de instrucciones de la vida. Y por lo poco que se sabe al respecto, quedan muchos años para descifrar el código vital, el llamado código genético de cada cual, personal e intransferible, mejor que el carnet de identidad al que lo hemos asociado culturalmente por la legislación vigente, mucho más atractivo que el de da Vinci, aunque ahora sea menos comercial. Afortunadamente. La niña que ayer corría despavorida por las playas palestinas, temblándole los labios, horrorizada con lo que había pasado con familiares y amigos, acababa de grabar imágenes para toda la vida. Su compromiso intelectual será siempre un interrogante y una dialéctica entre odio y perdón. A esto nos referíamos. La conclusión es que estamos mediatizados por nuestro programa genético y por nuestro medio social en el que crecemos. Todos somos “militantes” en potencia, con y sin carnet, dependiendo de sus aprendizajes para comprometernos con la vida. Militar en vida, esa es la cuestión.

La segunda vertiente a analizar es la del compromiso. Siempre lo he asociado con la responsabilidad social, porque me ha gustado jugar con la palabra en sí, reinterpretándola como “respuestabilidad”. Ante los interrogantes de la vida, que tanta veces encontramos y sorteamos, la capacidad de respuestabilidad (valga el neologismo temporalmente) exige dos principios muy claros: el conocimiento y la libertad. Conocimiento como capacidad para comprender lo que está pasando, lo que estoy viendo y, sobre, todo lo que me está afectando, palabra esta última que me encanta señalar y resaltar, porque resume muy bien la dialéctica entre sentimientos y emociones, fundamentalmente por su propia intensidad en la afectación que es la forma de calificar la vida afectiva. Libertad, para decidir siempre, hábito que será lo más consuetudinario que jamás podamos soñar, porque desde que tenemos lo que llamaba uso de razón científica, nos pasamos toda la vida decidiendo. Por eso nos equivocamos, a mayor gracia de Dios, como personas que habitualmente tenemos miedo a la libertad, acudiendo al Fromm que asimilé en mi adolescencia, pero que es la mejor posibilidad que tenemos de ser nosotros mismos. Esta simbiosis de conocimiento y libertad es lo que propiciará la decisión de la respuesta ante lo que ocurre. Compromiso o diversión, en clave pascaliana. Y mi punto de vista es claro y contundente. Cuando tienes la “suerte” de conocer el dilema ya no eres prisionero de la existencia. Ya decides y cualquier ser inteligente se debe comprometer consigo mismo y con los demás porque conoce esta posibilidad, este filón de riqueza. Aunque nuestros aprendizajes programados en la Academia no  vayan por estas líneas de conducta. Cualquier régimen sabe de estas posibilidades. Y cualquier régimen, de izquierdas y derechas lo sabe. Por eso lo manejan, aunque siempre me ha emocionado la sensibilidad de la izquierda organizada. Por eso me aproximé siempre a ella, porque me dejaban estar sin preguntarme nada. Intuían la importancia del descubrimiento de la respuestabilidad. Había inteligencia y compromiso activo. Seguro. Pero con un concepto equivocado como paso previo: la militancia de carnet. Craso error. Antes las personas, después la militancia. No al revés, que después vienen las sorpresas y las llamadas traiciones como crónicas anunciadas.

Una tercera cuestión en discusión se centra en el adjetivo del compromiso: intelectual y, hablando del grupo organizado o no, de los “intelectuales”. De este último grupo, líbrenos el Señor, porque suele ser el grupo humano más lejano de la sociedad sintiente, no la de papel cuché o la del destrozo personal televisivo. Un intelectual es concebido como un ser alejado de la realidad que se suele pasar muchas horas en cualquier laboratorio de la vida y de vez en cuando se asoma a la ventana del mundo para gritar eureka a los cuatro vientos, palabra que no suele afectar a muchos porque nace del egoísmo de la idolatría científica. Por eso hay que rescatar la auténtica figura de las personas inteligentes que ponen al servicio de la humanidad lejana y, sobre todo, próxima su conocimiento compartido, su capacidad para resolver problemas de todos los días, los que verdaderamente preocupan  en el quehacer y quesentir diario. Cada intelectual, hemos quedado en “cada persona”, que toma conciencia de su capacidad para responder a las preguntas de la vida, desde cualquier órbita, sobre todo de interés social, tiene un compromiso escrito en su libro de instrucciones: no olvidar los orígenes descubiertos para revalorizar continuamente la capacidad de preocuparse por los demás, sobre todo los más desfavorecidos desde cualquier ámbito que se quiera analizar, porque hay mucho tajo que dignificar. Si esa militancia es independiente, otra cuestión a debatir, es solo un problema más a resolver pero no el primero. No equivoquemos los términos, en lenguaje partidista. Porque así nos luce el pelo sobre la corteza cerebral, sede de la inteligencia, nuestro domicilio de la libertad personal, de la que afortunadamente podemos presumir todos. Todavía no es mercancía clasificada, aunque todo se andará porque ya está en el mercado mundial. Al tiempo.

Sevilla, 11/VI/2006

Mi cumpleaños

Sabía que tenía una cita con la vida y no me quedaba más remedio que acudir a la misma aunque fuera tarde. Me habían llamado a la puerta de mi existencia cincuenta y nueve ocasiones y siempre me había ilusionado saber que alguien se preocupaba de recordármelo. Había aprendido en mi infancia que el al-manaque (con guión) había que cuidarlo, porque aunque siempre desprendías una hoja del mismo (de eso sabe mucho la generación MYRGA), el tiempo permanecía en su obligación de recuerdo y a diferencia de la pizarra de Madrigal, en Umbrete (Sevilla), que conocí en los años sesenta, cuando apuntaba los días que quedaban para la siguiente romería del Rocío, la tiza no me permite programar la cuenta atrás personal.

Solo tengo constancia de que hasta ahora he podido vivir cincuenta y nueve años y nueve meses de gestación, que traducido en meses, días, horas, minutos y segundos parece apasionante desde la visión cuantitativa de la vida: 717 meses, 21.805 días, 523.320 horas, 31.399.200 de minutos y 1.883.952.000 de segundos. Esta última cifra me resulta fascinante porque traduce la inmediatez, la proximidad de la medida del tiempo más inmediata, al pensar detenidamente que he tenido la posibilidad de ser en una cantidad aproximada de casi dos mil millones de ocasiones.

Soy inmensamente rico. Miro a mi alrededor y conozco que cada segundo pierden la vida millones de seres humanos y, como siempre, los más desfavorecidos. Creo que hoy, más que nunca, recobra toda su intensidad el hilo conductor de este cuaderno, aunque me permita hoy una pequeña licencia: mi mundo de secreto solo tiene interés hacia adelante… Es lo único que podría escribir de forma digna en la pizarra que mantengo escondida en mi caja de secretos, con permiso de Madrigal, al que tanto respetaba en su generosidad para que fuéramos felices, mirándonos con cara de niño malo cuando escribía la cuenta atrás de su Rocío.

En Sevilla, a 7 de junio de 2006, dedicado a todas aquellas personas que me han permitido ser en el mundo. También a Macarena y Ricardo.

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