Hoy he vuelto a tocar en mi piano digital, con registro de clave, el Allegro en Si bemol mayor de Mozart (KV 3), que compuso cuando solo tenía seis años. He tardado un mes en interpretarlo con la ilusión que despierta en mi mente cualquier obra del niño Trazom (Mozart al revés), como a él le gustaba firmar en cartas escritas con la grafía de su alma compleja que nos ha llegado hasta nuestros días. Es asombrosa su obra con tan corta edad, pero su virtuosismo traspasaba fronteras en viajes frenéticos auspiciados por su padre, que pacientemente transcribió en un cuaderno dedicado a su hija Nannerl, en el que figuraba la preciosa obra iniciática del niño prodigio a quien tanto admiro.
En un cuadro extraordinario de Vermeer, La lección de música, se contempla un virginal que toca una joven, en el que figura una inscripción en su tapa, Musica laetitiae comes, medicina dolorum (La música es compañera en la alegría y medicina para el dolor), que es todo un programa didáctico para los que aprendemos a tocar un instrumento tan completo como es el piano. Efectivamente, la música está cerca de la alegría, pero en la dialéctica de la vida siempre está también cerca del dolor, de la tristeza. Así lo siguen reflejando hoy día en este tipo de instrumentos barrocos los artesanos holandeses que fabrican los diferentes modelos de cuerda pulsada con una púa de pluma de ganso, de cuervo o cóndor (llamada plectro), según el patrón artístico reflejado por Vermeer.
Hoy me lo ha recordado Vargas Llosa en un artículo comprometido con la actitud del maestro Daniel Barenboim, el extraordinario pianista y director de orquesta, que desde hace muchos años vive un compromiso activo con el necesario entendimiento palestino-israelí, a través del proyecto West-Eastern Divan Orchestra, con raíces andaluzas, que tanto aprecio también: “Mi admiración por Barenboim no es solo por el gran instrumentista y director; también por el ciudadano comprometido con la justicia y la libertad que, a lo largo de toda su vida, ha tenido el coraje de ir contra la corriente en defensa de lo que cree justo y digno de ser defendido o criticado”.
Cuando estamos asistiendo a un dolor mundial que se amplifica por días a través de las imágenes que recibimos a diario de los que huyen de guerras y luchas encarnizadas sin sentido alguno, he recordado estos testimonios de músicos que están cerca de la alegría y del compromiso social activo, como era el caso de Mozart o el de Barenboim hoy día; pero también del dolor, como demostró el pianista salzburgués a lo largo de sus treinta y cinco años de vida, estrenando su ópera magna, La flauta mágica, en un teatro de barrio y no en los auspiciados por la Corte o la Iglesia, con quienes se enfrentó por su falta de sintonía con la vida real del pueblo austriaco, o siendo boicoteado por su propio país Israel, como es el caso del director argentino, pero de alma israelita, palestina y española.
Abro imaginariamente mi piano y busco la inscripción pintada por Vermeer: Musica laetitiae comes, medicina dolorum. Toco los treinta compases de la obra iniciática de Mozart y pienso en el tren húngaro, con viajeros pakistaníes, afganos, sirios e iraquíes, migrantes hacia alguna parte, que ha sido recibido esta tarde en Salzburgo, camino de Alemania, entre vítores del pueblo austriaco. Como le gustaría a Mozart que hicieran sus paisanos, enseñándome a amar la música como escuela de compromiso con la alegría y el dolor humano. Como me lo recordaría también Barenboim en su próxima visita comprometida con Andalucía.
Sevilla, 6/IX/2015
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