En estos días pasados, en los que hemos vivido emociones especiales en torno a las controvertidas peripecias éticas del Aquarius, se ha utilizado de forma machacona una frase que golpea cualquier conciencia: “a bordo viajaban más de cien menores solos, no acompañados”. He reflexionado mucho sobre esta realidad que se hizo patente a la hora de desembarcar en Valencia. La realidad de estos niños y niñas víctimas de su propio destino incierto, ante el silencio cómplice de muchos países y organismos internacionales, supone en sí misma un test de ética mundial.
Con este marco tan poco propicio para veleidades, he tenido la oportunidad de visitar una exposición en el espacio Caixaforum de Sevilla, dedicada a Cine y emociones. Un viaje a la infancia y organizada por la prestigiosa Cinémathèque française y la Obra Social “la Caixa”. Leo el programa con atención reverencial, donde se detalla que en la muestra “se configura un retrato emocional de la niñez, a través de siete ámbitos que entrelazan películas y materiales de diversa índole para conformar un retrato emocional de la niñez”:
- Alegría: muestra películas que reflejan el afán de los niños por aprender y por vivir, sus ganas de ser entendidos y protegidos y su capacidad para reinventar el mundo, una virtud que se olvida con el paso del tiempo pero que el cine es capaz de volver a activar.
- Rabia: explora los instantes de enfado y frustración que se viven durante la infancia, que quedan grabados en la memoria y que se reconocen al verlos en la pantalla.
- Risa: muestra cómo la risa de los niños en el cine se contagia a los espectadores, no solo por la ternura que provoca sino también por la identificación con la travesura, la situación inesperada o la invención de algo nuevo y disparatado.
- Lágrimas: la soledad, el abandono o el rechazo son algunos de los sentimientos tratados en este ámbito, como manifestaciones del sufrimiento infantil que generan en el espectador una sensación de dolor compartido.
- Miedo: explora los momentos de terror durante la infancia. El miedo puede ser producto de una fantasía, pero su efecto es real en estos pequeños y en quienes los miran desde la butaca.
- Valentía: recuerda que en la infancia se puede ser también el más valiente gracias a una energía que permite superar cada desafío que el camino plantea. Paradójicamente, el valor de los más pequeños enseña a los mayores que sus desafíos a veces no son tan difíciles de afrontar.
- Ilusión: el cine genera siempre fascinación en los espectadores. ¿Cómo se construye esa ilusión? ¿cómo la viven los niños cuando juegan a ser cineastas?
La cubierta de los tres barcos de la esperanza, Aquarius, Dattilo y Orione ha sido un plató improvisado donde tripulantes y miembros de SOS Méditerranée y Médicos del Mundo, han podido vivir y sentir con estos niños y niñas, ya acompañados, todas las emociones descritas en esta exposición casual, pero de forma amplificada. Y con muchas más.
Lo he recordado y he hecho un ejercicio de niñez rediviva cuando al bajar las escaleras mecánicas para acceder a la exposición, me he encontrado con la mirada de Marcelino o Pablo Calvo, tanto monta, monta tanto, un héroe de mi infancia que me enseñó a comprender qué es la alegría, qué significa la rabia no contenida, cómo podemos reírnos hasta de nuestra sombra, cómo lloran los niños, a diferencia de las niñas, porque yo escucha siempre que “los niños no lloran”…; también, a sentir miedo en un entorno que no era de fantasía, a ser valiente ante los acosos escolares (hoy bullying) de mis compañeros y, sobre todo, a ilusionarme con cualquier cosa.
Aquella soledad acompañada de un niño del Sur en Madrid, la paliaba siempre mi querida maestra, Doña Antonia, a la que nunca olvido. Ella llenaba de afectos y sabiduría infinita (como su paciencia) la sede de la inteligencia de cada niña, de cada niño. También, la mía. Todo, en sus bolsillos, se convertía siempre en caramelos de infinitos colores. Jugábamos juntos, niñas y niños, en el patio trasero, donde en los momentos de aventuras incontroladas, poníamos una escalera de madera apoyada en el muro medianero y nos asomábamos –atemorizados- para escudriñar los rollos de película de la productora que lindaba con el Colegio, tirados en aquél otro patio, de mala manera, a la búsqueda de recortes que nosotros montábamos en las aceras vecinas con títulos de crédito muy particulares, a modo de estrellas del celuloide madrileño.
Imaginábamos aventuras muy particulares, como las que ocurrían en los patios de nuestras casas o en las aceras de nuestras calles queridas, hasta que una vez corrió la noticia de que se estaba haciendo el casting para la película “Marcelino, Pan y Vino”. Y mi familia me llevó (¡ay, el discreto encanto de la burguesía!), con mis seis años, a los estudios Chamartín y participé en aquella selección artificial en la que mi abuela me empujaba a la primera fila cuando pasaba la comitiva para la elección del futuro actor que interpretaría a Marcelino. No di la talla (Dios me recogió a tiempo…), pero conocí a Pablito Calvo, a José María Sánchez Silva, a Ladislao Vajda, el director, y todavía recuerdo el día del estreno de la película, subiendo al escenario del cine Coliseum, en la Gran Vía, dándonos un abrazo Pablito y yo y dedicándome José María su cuento, editado de forma muy cuidada. Aplausos. Fue una experiencia sobrecogedora, a mis seis años. A partir de aquel día, siempre busqué un amigo como Manuel, el imaginario compañero de Marcelino, un niño solo y acompañado.
Cuando me retiraba de aquella pantalla panorámica de acceso a la exposición, recordé junto a Marcelino lo que habían vivido recientemente los niños y niñas del Aquarius, Orione y Dattilo, cuando en su soledad sonora y acompañada pensaban que el carpe diem de aquellas escenas de película, en las tres cubiertas salvadoras, era lo más maravilloso que les podía ocurrir en ese momento.
Sevilla, 23/VI/2018
Debe estar conectado para enviar un comentario.