La parábola del Aquarius

RESCATE DEL AQUARIUS

Rescate del Aquarius

Leyendo la triste historia de Mohamed, un niño a bordo del Aquarius de tan solo once años, nacido en Darfur (Sudán), he recordado cómo la solidaridad de determinadas personas permite que hoy se pueda escribir una nueva parábola digna sobre la atención a decenas de niños y niñas no acompañados, que navegan hacia España como tierra de acogida. En el Aquarius, han dado de beber a los sedientos, han vestido a centenares de inmigrantes, más de cien niños y niñas de todas las edades, con ropa necesaria, aunque los eritreos no hayan podido tomar su comida preferida, ziguiní, un ragut picante que hace mucho tiempo que no pueden llevarse a la boca. Han atendido a los enfermos y han hecho lo indecible por llamar a todos por su nombre, identificándolos como personas dignas, más allá de las pulseras de control.

Salvando lo que haya que salvar, escribí en 2006 un artículo sobre una acción solidaria de unos pescadores españoles que recogieron a unos migrantes eritreos, salvándoles de una muerte segura. He vuelto a leerlo y ha resonado de nuevo en mi interior el hilo conductor de aquellas palabras sobre una acción muy parecida a la que nos sobrecoge estos días en relación con el Aquarius.

El artículo llevaba un título programático, La parábola de los eritreos y solo hay que cambiar algunas palabras del texto, porque… el contexto de lo ocurrido es idéntico. Una lección de humanidad inolvidable para quien quiera conocer lo que ocurre todos los días en el Mediterráneo más severo con los que buscan vivir de forma digna en un mundo diferente al que conocen. Europa tiene que reaccionar ya, sin demora alguna, para fijar una política de cooperación ante un drama de estas características. Creo que en estos momentos no hacen falta ya más palabras.

Sevilla, 16/VI/2018

La parábola de los eritreos

Dedicado a los diez hombres buenos del pesquero «Francisco y Catalina», así como a todas aquellas personas, cualquiera que haya sido su posición de compromiso (político, social, humanitario, solidario, comprensivo) en este conflicto, que han creído en que las actitudes de los diez tripulantes del barco salvador hacen más visible la realidad de la inteligencia social del ser humano.

Eran 51 personas embarcadas con rumbo a una isla desconocida. Se hicieron a la mar en una patera desvencijada, pero pintada con la dignidad de la esperanza, aprovechando la sabiduría de los expertos mayores de Eritrea que suelen mirar al mar con la nostalgia de los olvidados. Su navegación exquisita, inteligente, los dejaba a veces en el desamparo del mar abierto. Pasaban los días y no avistaban rastros humanos de supervivencia. Todo se agotaba. Hasta lo fundamental: la creencia en el otro más próximo. Cuando la desesperación era evidente, apareció un barco de bandera española, andaluza por más señas, acostumbrado a la pesca en caladeros ricos en desesperanza, alternativos, como salvadores de alta mar en los que la duda de hacerlo los sumergía en un mar de preguntas sobre lo complicado que va siendo ser buenos.

No lo pensaron mil veces, aunque sí novecientas noventa y nueve. ¡Los recogemos! ¡Nos llevaremos también la patera como ejemplo de la ética de arrastre de la vida, como símbolo de la miseria transportada a los mejores mundos posibles, con los cabos de la duda! Para que figure en el museo de la intolerancia. Y se lo comunicaremos a nuestros mayores en todos los sentidos. Y todos decían: ¿cómo os habéis complicado la vida de esta forma, si casi nadie se hubiera enterado?, o ¿no sabéis que hay traficantes de marineros que cierran sus operaciones en alta mar?, ¡en menudo lío nos habéis metido!, con un plural mayestático que podía alcanzar hasta el Vaticano. Todas las voces, a una, empezaron a buscar razones para abordar el problema que venía desde Malta, porque en un acto solidario donde los haya, las autoridades decían desde esa “isla conocida”, a los cuatro vientos y sin mucho escrúpulo, que “no podían admitir la entrada ilegal de 51 personas encontradas en alta mar”. Y los marineros, diez hombres buenos, comenzaron a llamar a todas partes, hasta que la conciencia se remueve y a nivel de Estado, el símbolo del puerto de Carboneras (Almería) actúa como revulsivo de una matrícula de decencia representada por diez personas, profesionales del mar que no dudaron en comprometerse con la vida.

Los eritreos, que eran mayoría, todos, subieron al barco. Fueron atendidos como personas, alimentados, admitidos como compañeros de un viaje a alguna parte. El Gobierno de España comenzó su tarea de atención diplomática porque Malta seguía en sus trece: “de quedarse aquí, nada de nada, porque la caridad bien entendida empieza por uno mismo”. Y comenzó el reparto: yo me quedo con doce, tú con cinco, aquél con otros cinco, aquellos otros con la mayoría, 29, respectivamente. La mercancía estaba adjudicada. Ya todos tranquilos, medallas por aquí y por allá y los eritreos preguntándose todavía qué Dios existe para que siendo tan visible su bondad, representada por los marineros del Francisco y Catalina, los tuvieran que separar, empaquetados, para vivir en el mundo mejor que soñaban cuando salieron de su país en busca de maravillas desconocidas. La gran enseñanza que nos han transmitido radica en su docilidad para ser transportados a un mundo ideal, a cualquier precio, porque seguir viviendo en el que lo hacían cotidianamente solo los llevaba a una muerte segura en vida. Esperando siempre que alguien, fundamentalmente bueno, los recoja y los atienda con caridad bien entendida. En tierra, mar ó aire. Eso sí, con una etiqueta en la espalda de cada uno: “¡Atención, mercancía muy frágil!”, que les asegure seguir viviendo en esta sociedad del bienestar ó malestar y de lectura sencillamente imposible.

Sevilla, 22/VII/2006

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