La ausencia de María Dolores Pradera

Cuando alcanzamos determinada edad, las ausencias son como el olvido que empolvan madrugadas y semillas que se fueron perdidas en sus mares donde nunca podrán hallar la orilla… Lo he recordado hoy al conocer el fallecimiento de María Dolores Pradera, a quien cité en una reflexión que compartí en la Noosfera el año pasado, al hablar de las ausencias.

Vuelvo a leer aquellas palabras, que comparto de nuevo en este cuaderno digital que se abre hoy a la nostalgia, escuchando atentamente a María Dolores Pradera, Liuba María Hevia y al gran Silvio Rodríguez. Quiero comprender la quintaesencia de hermosas palabras sobre la ausencia, que intentan explicarla a pesar de todo:

Ausencia, remoto fantasma que violas las puertas
que cantas, que gritas al cielo esa voz
que has llevado contigo
que escribes tú la canción que falta
que siempre nos recuerda la distancia

Sevilla, 29/V/2018
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Cuando la ausencia quiere decir olvido

La ausencia de valores está configurando una forma de ser y estar en el mundo muy diferente a cuando están presentes en cada acto humano. Los echamos de menos y es un hilo conductor en la razón ética de las personas dignas. Es lo más parecido a la ausencia de seres queridos, familiares o amigos del alma, cuando se alejan de nosotros por razones físicas, psíquicas o sociales. Cuando alcanzamos una edad calificada como de “personas mayores”, resuena en mi banda sonora vital una canción (entre otras), Ausencia, que he escuchado muchas veces en la interpretación magistral de María Dolores Pradera, de quien conocí muchas razones de su existencia, de sus ausencias, a través de su hermana Carmen, en almuerzos compartidos en la sede pública de un Ministerio en Madrid.

Ausencia quiere decir olvido
Decir tinieblas, decir jamás
Las aves pueden volver al nido
Pero las almas que se han querido
Cuando se alejan no vuelven más

¿No te lo dice la luz que expira?
Sombra es silencio, desolación
Si tantos sueños fueron mentira
¿Por qué se queja cuando suspira
tan hondamente mi corazón?

Ausencia quiere decir olvido
Decir tinieblas, decir jamás
Las aves pueden volver al nido
Pero las almas no vuelven más

Y rebobino mi vida para comprender todavía mejor qué significa el regreso de algunas aves a su nido, como hace el charrán ártico, porque es difícil a veces recuperar encuentros personales, en el punto que dejamos una conversación suspendida por mil razones, en un tiempo deseado y deseante, a modo de la expresión lúcida de Juan Ramón Jiménez respecto de su dios. También, para saber por qué caminamos muchas veces entre tinieblas, entre variados “jamás de los jamases”. Finalmente, lo más duro en la vida: volver a constatar que muchos sueños fueron mentira, porque la luz que los inspiró vemos que expira, aunque hoy nos quede preguntarnos por qué se queja cuando suspira tan hondamente mi corazón.

También resuenan hoy las ausencias aprendidas de Silvio Rodríguez, que me emociona solo con recordarlas. Son variaciones sobre el mismo tema, pero quizá sea esta canción, Ausencia, la que más me compromete a seguir creyendo que “Hay ausencias que te hablan de un mañana, / que se tornan de todos los colores, / que te ponen el mundo en la ventana / y de esperanza llenan los balcones”.

Hay ausencias que son como el olvido
que empolvan madrugadas y semillas
que se fueron perdidas en sus mares
donde nunca podrán hallar la orilla…

Hay ausencias que rozan con el alma,
mariposas celosas del espacio,
austeras prisioneras de las flores,
que te ponen su miel para los labios.

Ausencia, remoto fantasma que violas las puertas
que cantas, que gritas al cielo esa voz
que has llevado contigo
que escribes tú la canción que falta
que siempre nos recuerda la distancia

Hay ausencias gaviotas que te salvan
que desdeñan fronteras y estaciones,
que rondan las paredes, las palabras
dibujando la fe con sus creyones.

Hay ausencias que te hablan de un mañana,
que se tornan de todos los colores,
que te ponen el mundo en la ventana
y de esperanza llenan los balcones.

Ausencia, remoto fantasma
que violas las puertas, que cantas,
que gritas al cielo esa voz
que has llevado contigo,
que escribes tú la canción que falta
que siempre nos recuerdas la distancia

Aunque ambos recuerdos de la ausencia… coincidan en el olvido.

Sevilla, 30/VII/2017

La chivata: un cuento de Luisa Carnés

 

TRECE CUENTOS

Lo encontré como un regalo ideológico en la página web de la editora Hoja de lata, de un libro ejemplar de Luisa Carnés, Trece cuentos (1931-1963), que recogí en un post que dediqué en 2017 a las mujeres en su tarea imprescindible de escribir. Volví a verlo en la pasada Feria del Libro en Sevilla. Era un cuento que había publicado eldiario.es, que lo facilitaba la editorial como adelanto de la publicación citada, que me permitió conocer a esta escritora olvidada. Lo recupero hoy, como homenaje a una mujer extraordinaria que ha escrito páginas memorables de la España profunda, que tanto cuesta olvidar. Pero no a ella, ejemplo de ayer, hoy y siempre, porque estoy convencido de que son imprescindibles las mujeres que escriben.

Sevilla, 27/V/2018

LA CHIVATA

I

¿Quién era? No podía ser la madre del niño recién nacido, de aquel niño de piel rosada, llena de arrugas, cuyos puñitos apretados eran los únicos puños que podían cerrarse ante las miradas agudas de las celadoras. No podía ser la madre recién llegada, cuyo hijo acababa casi de abrir los ojos a la luz de aquellas galerías, cuya claridad no descubría graciosos pájaros, ni iluminaba un solo árbol, un árbol siquiera, que pudiera contar el paso de las estaciones con su desgranar de capullos en cada rama o su crujir de hojas secas bajo los invisibles dedos del viento. No podía ser aquella madre nueva, cuyos labios pálidos sellaban el camino de la libertad del marido («Podéis matarme, pero no diré por dónde se fue»).

Su cabello apretado en rueda sobre la nuca todavía no encanecía. Sus manos alzaban al hijo para que recibiera el rayo de sol que paseaba despacio, de doce a una, por el patio, para que recibiera el aire delgado que a las oscuras celdas no quería pasar. No podía ser tampoco la madre del niño doliente, que no sabía lo que era un caballo, ni menos aún conocía la leche de la vaca mugidora, e ignoraba que dos hileras de casas formaban una calle, y varias casas puestas en rueda forman una plaza. El niño de piernas de alambre, que desconocía otras aves que no fueran aquellas que cruzaban por encima del penal, con un ruido que hacía temblar todos sus pequeños huesos.

No podía ser tampoco la maestra. La maestra no era joven ni bella. Sus manos se habían deformado con ropas ajenas. Había lavado en lavaderos públicos, en pilas frías, por las cuales pasaban ropas de todas partes, pero sobre todo señaladas con un signo (USA) que la maestra conocía muy bien; en lavaderos de hospitales, oscuros, húmedos, acompañada a veces de algún cadáver, en espera de la noche para ser rescatado por la tierra. Así se enclavijaron los dedos de sus manos, mientras los niños españoles no sabían que dos y dos son cuatro. Cuando en las batas tiesas de un hospital aparecieron unas hojitas en contra de Franco y de los yanquis, la maestra fue puesta en cautiverio. Y ahora sus dedos torcidos apenas pueden sostener el pedazo de lápiz que escribe, para los hijos de las presas, cuántos días tiene un año sin leche, sin pájaros, sin juguetes, y con aquellas grandes alas de metal norteamericano traspasando los aires… No podía ser tampoco la maestra.

No podía ser la anciana de los zuecos (otro beso de amor sobre un camino). Le preguntaban «¿Dónde está tu hijo?», y ella respondía «¡Sábelo Dios!». Y ahora estaba allí, en el día eterno de la cárcel, con sus viejos zuecos, que nadie podía arrancarle de los pies y que producían durante todo el día un ruido seco por las galerías y el patio, añorando las viejas piedras de la aldea. No podía ser tampoco la vieja de los zuecos

¿Pues quién entonces?, ¿quién era? ¿Carlota, la de los ataques; Jacinta, la Madrileña; Pepa, la Tuerta (culpa fue del vergajazo de la funcionaria); Maruja, la Liviana (flaca como un perro flaco, saltarina y ligera como un alambre azotado por el vendaval); Filo, la Asturiana; Carmen; Amparo…? ¿Quién de ellas? ¿Cuál de todas aquellas sombras de mujer era «ella»?

—Bueno, yo no digo que si aquella o la de más allá, pero entre nosotras está la prójima.

—¿Tú, no querrás decir…? Pero, ¿por qué me miras? ¿Tengo yo cara de chivata?

—¡Mía esta!… Estás enfrente de mí. A algún lao tiene una que mirar.

—Pero, casualmente, me has mirao a mí.

—Pues eso habrá sido, casualmente… ¡Mía esta!

Estaban en el patio. El sol, ya alto, apenas calentaba. Alto, alto. La madre joven levantaba a su hijo entre las manos —el niño de carina menuda, como una cereza arrugada—, pero no lograba que el infante alcanzara aquella débil flecha amarillenta que apuntaba a una pared gris. La Liviana tiritaba dentro de su toquilla negra, y con sus largos brazos rodeaba su propio cuerpo. Carmen, María, Angustias, Filo, hacían guantes y pañitos de perlé, y la anciana de los zuecos medía las losas frías de aquel pozo que se comía los colores, los senos, las caderas, la juventud de las reclusas.

—Tú dices, pero una tiene que recelar de todo. Aquí todas somos de confianza, pero ¿quién dio el soplo el día de la clase política?, ¿y la noche de la lectura del periódico? ¿Cómo se supo quién escondía la bandera republicana el año pasado?

—Tiene razón. Todo eso es más que sospechoso. Las funcionarias no son adivinas. ¡Hay que ahorcar a la que… !

—No puede ser una política.

—Tié que ser una de las comunes, que se haya infiltrao.

—¿Pero quién puede ser, quién? Otra vez a mirar, a buscar con los ojos, en los ademanes, de un grupo en otro (no podían ser más de cinco). ¿Quién? ¿Quién? Y otra vez, la misma de antes:

—¡Y dale!… Mira pa’ otro lao, tú.

—¡Pues a algún sitio tengo que mirar, ¡mía esta!…

Siguieron mirándose unas a otras después, en el comedor, y más tarde al formar en la galería para que las contara la celadora. Y en los días que vinieron. No había descanso. No se sabía quién era, pero se la sentía en todas partes. Se la sentía como algo impalpable, pegajoso y frío, algo que enmudecía el labio y hacía cerrar las manos debajo de los delantales y en los bolsillos de las batas. Era algo contra lo que era difícil luchar. Porque, ¿cómo se defiende la gente de una sombra? Y eso era la chivata, una sombra que resbalaba sobre el patio y la galería; una oreja adherida a todas las celdas, arañando en todos los cerebros y robando los pensamientos, quizá antes de que nacieran.

Había introducido en el penal algo peor que el hielo: la desconfianza. La desconfianza sellaba las bocas y enfriaba los corazones de las presas. Los corazones, antes tan encendidos en amor. Se cerraban las mujeres dentro de sí mismas como lo hacían cada noche en las celdas con sus cuerpos las funcionarias. Y en la oscuridad casi total — solo la pequeña bombilla de carbón al final de la galería— se adivinaba al poder maligno deslizándose ante las puertas, captando los suspiros, las lágrimas, los anhelos de libertad y de justicia, la nana de la madre joven, de pechos henchidos, que soñaba para su hijo un rayo de sol, como la madre del niño raquítico soñaba para el suyo un caballo con cola de algodón.

II

—Os digo que es ella.

—¡No puede ser!

—Es la que mejor cumple las tareas.

—Con su cuenta y razón.

—Es la primera que reclama a las funcionarias…

—Y hasta la metieron en celda de castigo el mes pasado.

—Sí, menuda celda de castigo… ¿Sabéis cómo se llama su celda?; la Puerta del Sol. Mi hermana la vio en la calle hace dos semanas.

—¿Cómo es posible?

—Toma, siéndolo. Entra y sale de la cárcel como Pedro por su casa. ¿Qué más pruebas queréis?

—Si fuera verdad, era para matarla.

—Y tanto que lo es. Mi hermana no inventa infundios. Me lo escribió en un papelito. Aquí está. Pasarlo a las demás, con cuidado.

—Sí, con tiento… La anciana de los zuecos contaba baldosas en el patio. La madre joven había conseguido al fin que su hijo aprisionara en sus puñitos cerrados el rayo de sol, y reía:

—¡Qué rico solecito para mi niño!

Carmen, Filo, Carlota, María y Angustias movían entre los dedos las agujas de hacer croché. El pequeño papel blanco pasó entre sus dedos ligeros, entre los aleteos juguetones. En él unas letras a lápiz decían: «Cuidado con la Liviana. La he visto en la calle». Entre los dedos de la última se convirtieron en diminutos pétalos, que más tarde desaparecieron en el retrete.

—¿Lo creéis ahora?

—¡Qué horror!

—Es la más interesada en las clases políticas.

—La más interesada en la lectura del periódico.

—¡Qué descanso para todas!

—Cuando yo decía que «ella» estaba entre nosotras…

—Pero lo decías mirándome a mí.

—¡vaya manía que te ha entrao! Bien sabe Dios que no te miraba a ti ni a ninguna, pero desconfiaba de todas. Alguna de nosotras tenía que ser.

—Eso sí.

—¡Y pensar que ella tiene el secreto de nuestro trabajo!

—Y sabe cómo entran las cartas en la cárcel.

—Y cómo salen.

—Ya se nos estropeó lo del 14 de abril.

—¡Que te crees tú eso!

—veréis como hay cacheo el 14.

—¿Y qué que lo haya? En peores nos hemos visto.

—¡Y tanto!

—Callarse, que ahí viene…

Pero como eran cinco en el corro, la Liviana pasó de largo.

—¿Se habrá olido algo? Es muy larga.

—Es que somos cinco.

—Es verdad.

—Cumple bien el reglamento.

—Demasiado bien. La madre aupaba en sus brazos al niño recién nacido, que seguía apretando en sus puñitos el sol, que tendía a escaparse.

—¡Qué solecito tan rico para mi niño!

Los zuecos de la anciana seguían arañando las losas del patio, buscando acaso los perdidos pedruscos de la aldea.

III

Ya el sol calentaba aquel 14 de abril, pero a nadie le extrañó ver a la maestra envuelta en la manta de su catre. Llevaba algunas semanas que se quejaba de tercianas, pero apenas le hacían caso las funcionarias, y por todo tratamiento le suministraban dos aspirinas al día. A nadie le extrañó verla aquel 14 de abril envuelta en la manta, tiritar bajo el sol alegre, que envolvía en su calor al niño de carita de cereza arrugada, como metida en alcohol.

A pesar del cacheo de la mañana, las funcionarias no habían prohibido la hora del paseo en el patio, aunque estaban más vigilantes que de costumbre en las galerías altas que miraban al patio. Por la mañana, después del desayuno, cuando las reclusas atendían al aseo de sus celdas, sonó un timbre largo rato, y la jefa de galería apareció a lo lejos.

—¡Cacheo tenemos!

Venía la jefa acompañada de otras dos celadoras de la prisión. La jefa gritó:

—¡Todas afuera! ¡Cada una de pie al lado de su celda! Las celadoras subalternas registraron a las mujeres una por una. Registraron las celdas, una por una. Nada quedó sin registrar. Sus manos palpaban las pobres prendas remendadas, arrancaban de las paredes los retratos familiares, deshacían los catres.

—¿Dónde están las banderas?

—¿Dónde las habéis metido, cochinas? Cien banderas que se había llevado el viento. —Buscad, no dejéis nada sin mirar.

Otra vez, las manos temblonas de las celadoras rasgaron papeles y arrugaron trapos limpios. Los libros, si alguno había, quedaban destrozados. Dentro de los secos pechos de las tres celadoras, los corazones negros trepidaban como locomotoras.

—¿Dónde están?… ¿Dónde las habéis metido?

Las cien mujeres de aquella galería aparecían tiesas, pegadas a las puertas de sus celdas abiertas. Eran cien estatuas sin vida. Los ojos miraban fríamente a las tres mujeres que destrozaban sus pobres prendas. Levantaban los colchones de borra apelmazada, vaciaban los viejos baúles, las cajas de cartón, donde crecían las labores de croché que más tarde venderían en la calle los familiares de las presas; el trabajo que se convertiría en mejor pan, en «café, café», o en lana para los calcetines del invierno. Todo era apretujado, pisoteado, pero las banderas no aparecían. Y en aquella galería había cien mujeres. Las mujeres eran estatuas erguidas ante sus celdas.

Entre ellas estaba la de la Liviana, desarticulados los largos brazos y piernas, pegada a la puerta oscura como una delgada oblea. Y la madre joven, rebosantes los pechos hasta mojar la fea bata. Y la anciana de los zuecos, impaciente por emprender su interminable caminata en busca de la aldehuela que no se vislumbraba en patios ni pasillos. Y la maestra, tiritando de frío en 14 de abril.

—¿Por qué tiemblas tú? —inquirió la jefa.

—Me siento mal.

—Tiene calentura —dijo la madre joven.

—Cuando acabéis, dadle a esta dos aspirinas —ordenó la jefa a las celadoras.

Media hora más tarde quedaron solas las reclusas. Cada cual se entregó a la tarea de arreglar sus pobres bienes destrozados. Reían y cantaban, y se abrazaban unas a otras. Una vez que la Liviana intentó abrazar a una de ellas se sintió rechazada, y oyó una voz muy baja que le dijo:

—¡Quita de ahí, Judas!

La Liviana fingió no haber oído nada. Siguió haciendo su vida ordinaria: el taller, la labor de croché, como todas. Nadie le volvió a decir nada. Pero empezó a sentirse sola. A la hora del paseo en el patio comenzó a sentirse sola. Sorprendió en sus compañeras miradas que no conocía. Le llegaba un sordo rumor de voces, como el ruido airado del mar cuando se escucha desde lejos, al otro lado de una montaña. Abría mucho los ojos y los oídos pero nada oía ni veía, salvo las miradas extrañas, que avanzaban hacia algo, que buscaban algo sin acabar de posarse en nada. Y aquel ruido sordo de las voces sin palabras, aquel como fino oleaje que la cercaba… Arriba, en la galería superior, las celadoras vigilaban el patio, pero estaban muy lejos. No podía reclamar su atención. No encontraba el medio de comunicarles su miedo, de hacerlas partícipes de aquella amenaza que sentía sobre sí y la llenaba de temor. Nunca supo lo que era el temor, esa cosa que enfría las manos y paraliza las piernas. Eso que debían sentir las presas políticas cuando la Falange las llamaba a declarar a la dirección de Seguridad, y que ella desconocía.

Desde arriba las celadoras veían el patio como lo veían siempre, florecido de cabezas de mujer a falta de flores auténticas, ni siquiera con la más leve brizna de hierba asomando entre las piedras. No podía traspasarlas aquel sordo rumor como de mar que comienza a embravecer. No podían ver aquellas miradas que cambiaban. Ahora tenían una expresión solo captada por la Liviana, aquellas miradas que al fin convergieron en un punto, como aquel que llega a una cita. Y acallaron aquel rumor, que no tenía nada de humano, para dar paso a un grito extraño, desarticulado, que no era de temor ni de alegría ni de odio, proferido por cien gargantas. Que ahogó el de la Liviana antes de nacer. En el barullo alguien dijo:

—Todavía están ahí las funcionarias.

Y alguien:

—No importa. Tiene que ser ahora. Así se acordó.

La manta en que se arrebujaba la maestra voló sobre muchas cabezas. El grito se dividió en gritos. Pero ahora eran de alegría, contenida por mucho tiempo, más bien desconocida de siempre. Era la locura del silencio transformado en voz y luego en cántico. Cantaban canciones infantiles, y mientras las sílabas formaban en sus labios palabras candorosas, las voces eran aullidos sin forma que atraían las miradas de las celadoras de la galería superior. Cantaban y golpeaban sobre la manta de la maestra con tercianas que, después de revolotear sobre las cabezas, había caído al suelo. Golpeaban sobre la manta con risas y alaridos.

La madre joven entregó a su hijo a la vieja de los zuecos y golpeó también con fuerza. Todas golpeaban ciegamente encima de la manta, con los pies y las manos. Golpeaban por ellas y por las demás reclusas del penal. Golpeaban por sus hombres presos o muertos, por sus propias penas y por las ajenas. Golpeaban por los cautivos víctimas de las delaciones, por los eternos días de la cárcel, por las noches sin sueño, por los años sin pan y sin leche, por la juventud sin amor, por la niñez de los niños que no conocían de España más que unas celdas estrechas y unos altos muros grises…

Cuando aquel flaco cuerpo de la Liviana, aquella fea rata delatora, dejó de ofrecer resistencia debajo de la manta, sintieron miedo, un miedo colectivo, que es más profundo y trágico que el miedo de un solo ser, que es un miedo que no cabe en el mundo. Pensaron: «La hemos matado». No, ellas no querían matar. No querían devolver muerte por muerte. Querían castigar. Demostrar a las celadoras que la chivata no había podido interrumpir en la cárcel el trabajo de las políticas, cortar su apasionada esperanza, su confianza en el mañana de España y la propia confianza, la amorosa confianza de unas en otras, la mutua ayuda, la solidaridad, la comprensión. Todo eso tan bello, tan alentador, que las ayudaba a sobrellevar la larga espera redentora, el mañana español que sería esplendoroso, como lo era ya para otros pueblos de la tierra…

Con temor, alguna tiró de una punta de la manta de la maestra y se vio a la Liviana moverse, sentarse en el suelo, recogerse sobre sí misma, extender sus brazos, con aire dolorido, a las celadoras, que miraban la escena con estupor, que hasta entonces no comprendieron.

—¡Socorro! ¡Me matan! —gritó la chivata con las pocas fuerzas que le quedaban.

Y las celadoras acudieron de todas partes en su ayuda. Pero iba a ser difícil encontrar a las culpables. Habría que castigar a las cien mujeres de las cien celdas del piso bajo del penal. Mientras la Liviana era atendida en la enfermería de los golpes sufridos aquella noche del 14 de abril, en las celdas del piso bajo, cien voces gritaban una canción de la guerra española que en este momento, para las reclusas, era una canción de victoria: El ejército del Ebro, una noche el río pasó, y a las tropas invasoras, buena paliza les dio.

Cuando las funcionarias encendieron las luces de la galería baja, cien banderitas republicanas ondearon a través de los ventanucos de las cien celdas, bajo las bombillas de carbón.

Elogio de la ética cotidiana

VIRTUDES COTIDIANAS

«En definitiva, ¿dónde empiezan los derechos humanos universales? En pequeños lugares, cerca de casa; en lugares tan próximos y tan pequeños que no aparecen en ningún mapa. […] Si esos derechos no significan nada en estos lugares, tampoco significan nada en ninguna otra parte. Sin una acción ciudadana coordinada para defenderlos en nuestro entorno, nuestra voluntad de progreso en el resto del mundo será en vano»

Eleanor Roosevelt

Estamos viviendo momentos muy difíciles en nuestro país. Hemos iniciado una senda desconcertante como coda de una sinfonía de corrupción que no deberíamos haber tocado nunca y solo nos queda hacer camino juntos al andar de forma diferente, sin mirar atrás, donde la ética de lo cotidiano nos permita ser felices en cada momento de la vida. He leído una entrevista reciente a Michael Ignatieff, publicada en El País Semanal, en la que he conocido su reflexión profunda sobre las virtudes cotidianas, en un libro de reciente edición, Las virtudes cotidianas (1), que recomiendo en momentos cruciales para nuestro país. Tengo un recuerdo especial de este autor a través de una obra demoledora, Fuego y cenizas (2), que no me dejó indiferente, que puede hacernos comprender que el hombre también puede ser un cordero para el hombre, a diferencia del homo homini lupus (el hombre es un lobo para el hombre) de Hobbes. Lo he vuelto a leer hasta en varias ocasiones porque me impactaron sus reflexiones acerca de la experiencia política que vivió en su país natal, Canadá, desde 2008 a 2011, liderando la oposición y con una clara opción a gobernar ese país como Primer ministro. Un profesor universitario en Harvard que fue captado para iniciar una carrera política implacable, tal y como nos la narra él en sus reflexiones cargadas sobre todo de sentimientos y emociones, éxitos y fracasos, fuego y cenizas… Un libro para no olvidar, sobre todo en una frase que encierra el gran enigma de la política digna y honesta: “Nada te va a causar más problemas en la política que decir la verdad”.

El ensayo reciente de Ignatieff recoge las conclusiones del proyecto Carnegie Centennial, para conmemorar las esperanzas sobre el progreso moral que dieron lugar al donativo de Andrew Carnegie de dos millones de dólares en 1914, para financiar la Unión de las Iglesias por la Paz y para investigar en qué consistiría la globalización moral en el siglo XXI. Los vaticinios de paz duraron muy poco y a los pocos años el mundo se vio envuelto en guerras y fracasos sociales de una magnitud considerable. Ahora, al cumplirse el centenario de aquella acción filantrópica de Carnegie, había que apearse del entorno divino en esta investigación y rodearse de expertos en ética global para saber si era posible un orden ético global laico en el mundo actual.

Ignatieff explica en el prólogo a la edición española de Las virtudes cotidianas, que se deber poner un cierto orden estructural en el caos ético mundial: “En un tiempo de fractura, ¿dónde podemos encontrar orden y estabilidad? Debemos fijarnos en los pequeños detalles, pasar del amplio mundo de la política, los mercados y el sistema internacional al mundo más pequeño y más íntimo de la familia, el barrio y la esquina”. Y piensa que en estas tres realidades universales está situado el espacio común donde se pueden desarrollar cuatro virtudes de lo cotidiano: la tolerancia, la resiliencia, la confianza y el perdón, del que “depende el sistema operativo moral de cada sociedad”.

Un vuelco en toda regla a aquellas aspiraciones de Carnegie en el siglo pasado donde el orden ético mundial pasaba para millones de personas por armonizar las religiones. Visto lo visto, más de cien años después, no sorprende algo que he constatado a lo largo de los siglos: nuestros antepasados creyeron siempre que el ser humano era lo mejor que le había pasado al mundo desde la creación. Hasta Dios había constatado que, frente al resto de creaciones, el hombre y la mujer era lo mejor que había hecho. Darwin lo demostró también siglos después, en las bases del evolucionismo, frente al creacionismo, sin confiar nada a Dios sino solo a la naturaleza, a la evolución de los seres vivos, de las especies. Ahora, en las conclusiones del Carnegie Centennial Project se constata que en el mundo actual lo que sigue dando sentido a la vida es la familia, el barrio y las aceras de Jacobs, con esquinas incluidas, si se tienen en cuenta cuatro virtudes cotidianas: tolerancia, resiliencia, confianza y perdón. Es verdad porque, al final de toda intolerancia, dolor por lo ocurrido o desconfianza ante todo lo que se mueve, perdonar es comprender y a veces se comprende tanto que no hay nada que perdonar.

Estoy convencido que la ética global es la que permite justificar todos los actos humanos, donde quiera que se produzcan. Siempre me ha gustado asimilar la ética a la solería o entarimado de nuestras casas, sobre el que pisamos a diario pero que, en su momento, necesitó una mano maestra para colocar todas las piezas, una a una, que hoy pueden darle brillo y esplendor. Lo mismo ocurre con todos y cada uno de los valores de nuestra vida. Así lo aprendí del profesor López-Aranguren hace ya muchos años, cuando comparaba la ética al suelo firme que justifica todos los actos humanos a lo largo de la vida: es la “raíz de la que brotan todos los actos humanos, o todavía mejor, el suelo firme que justifica dichos actos, en definitiva, una forma de vida”. Y es verdad, porque la ética no debería estar sometida a la moda o al mercado, como una mercancía más, como sucede ahora, porque bien entendida es una actitud permanente ante la vida personal y social, pública y privada, sostenida en el tiempo que corresponda vivir a cada uno, es decir, una forma de vida para cada persona que habita este planeta. Con su familia, en su barrio y paseando por sus aceras más queridas. Su suelo firme, en definitiva.

La ética exige una trazabilidad en la historia de cada persona. Esta es la razón de por qué hay que recuperarla en el tiempo didáctico que sea oportuno, en todos los niveles de la enseñanza pública. No hay otra solución, porque la ética no se improvisa como una mercancía más, ni se puede comprar al peso, es decir, hay que sacarla urgentemente del mercado en el que a veces se instala. Por esta razón he defendido tantas veces en este blog la permanencia de educación para la ciudadanía en la enseñanza pública, porque he entendido que la ética de los valores personales y sociales hay que desarrollarla en ciclos formativos diferentes y progresivos, desde las escuelas infantiles, inclusive, para que aprendamos qué significa y porque la solería de la vida ética cotidiana es contemporánea con el crecimiento de cada persona. La única que le puede hacer feliz.

Sevilla, 26/V/2018

(1) Ignatieff, Michael (2018). Las virtudes cotidianas. El orden moral en un mundo dividido. Madrid: Taurus.

(2) Ignatieff, Michael (2014). Fuego y cenizas. Éxito y fracaso en política. Madrid: Taurus.

Luces en mi ciudad

Hace tan solo unos días viví una experiencia en mi ciudad que me aportó luces con tiempo dentro, como gustaba describir a Juan Ramón Jiménez su querido Moguer. Estaba cenando en un restaurante de comida rápida y como por arte de magia comencé a ver en un televisor de grandes dimensiones una de mis películas preferidas, Luces de la ciudad, de Charles Chaplin. La pregunta era obvia: ¿qué hacía Chaplin en un lugar como ese?, que también la hice extensiva a mi realidad sonora de ese momento, ¿qué hacía un chico como yo contemplando esa maravillosa película con un ruido infernal de fondo, en un sitio como ese?, con decoración americana florida y no hermosa, como queriendo poner sonido a una película que burló los avances de la época en los albores del cine sonoro, en la que Chaplin simboliza que el sonido solo es ruido en determinadas ocasiones. Nada mejor para comprenderlo que la escena inicial de la inauguración de un monumento a la paz y prosperidad. Sin comentarios. Chaplin se burla de lo que simbolizan a veces las inauguraciones oficiales de obras públicas en las que se suelen pronunciar frases que mejor que no pasen a la historia. Escuchando el vídeo que encabeza estas palabras sobran todo tipo de comentarios.

La cena transcurrió con la compañía inseparable de Chaplin, de su personalidad desdoblada en el día y la noche, su proximidad a otra persona desdoblada, el millonario que cuando está ebrio entrega a Chaplin lo que le pida, pero cuando vuelve a la sobriedad lo expulsa siempre de su entorno. Destaca, sobre todo, el hilo conductor de la película, el amor a una florista ciega que tarda tiempo en reconocer la verdadera personalidad de su benefactor. Ocurre muchas veces en la vida verdadera, sobre todo en el discreto encanto de la burguesía que se preocupa de ocultar siempre la verdad de la trastienda de la vida que siempre existe a través de oscuros objetos de deseo, que no es el caso del protagonista. La película está llena de tics y gags inolvidables, como en las escenas del combate de boxeo, volviendo a recordar en la banda sonora de mi vida, La violetera, canción de autoría española que hizo famosa Chaplin.

No hizo falta banda sonora alguna para contemplar maravillado esta película, porque era muda. La comida se hizo más amena porque tenía cerca a un perdedor que ganaba todos los días el combate de vivir dignamente, no hurtando algo tan especial como es encontrar al menos una vez el amor de su vida. De vez en cuando lo miraba de reojo. En los postres llegaron las escenas finales, que son preciosas. La ciega que ya ve lo había reconocido siempre por el tacto, algo tan humano que a veces despreciamos como algo pasado de moda. Su amor verdadero no era el millonario virtual que le había pagado su deuda para seguir viviendo, sino que era alguien que le había entregado todo a cambio de casi nada, embobado siempre al verla. Es lo que tiene no ser un necio, es decir, saber distinguir siempre valor y precio en todos los órdenes de la vida.

Cuando nos levantamos, Chaplin todavía estaba allí, despidiéndose de nosotros. Nos dimos cuenta de que era solo El Fin (The End) de una película de mis sueños, aunque me recordó que todavía existen luces especiales de dignidad en mi ciudad.

Sevilla, 22/V/2018

¿Qué vida es esta?

EL ROTO EL PAIS 20052018

El Roto tiene una especialidad en la que marca diferencias: una viñeta suya puede alojar un tratado de filosofía. La de hoy en el diario El País, no tiene desperdicio, aunque considero que la pregunta es un clásico popular ante el continuo fluir de las cosas. Estoy de acuerdo desde hace ya muchos años con Ilya Prigogine, Premio Nobel de Química en 1977, cuando defendía que estamos instalados en la inestabilidad, afirmación derivada de su actividad científica. Ya lo vaticinó también Heráclito de Éfeso, muchos siglos antes, en su clásico discurso sobre “todo fluye, nada permanece”, pero sin que todavía se hubiera impregnado del magma de la miseria social, cuando la ausencia de democracia tomó el control férreo del rumbo social de la humanidad. Por cierto, sin enterarse la Iglesia a lo largo de los siglos de lo que en realidad le pasaba al mundo inestable, al interpretar que aquello era la constatación más plena de que hay tiempo de todo en la existencia y que la precariedad de precariedades es solo precariedad total. O lo que es lo mismo, vanidad de vanidades, todo es vanidad.

¿Qué vida es esta? Precariedad de precariedades, todo es precariedad. La precariedad es la anti-dignidad en estado puro, porque no se tiene nada por la vía del derecho o del deber, sino como préstamo y a voluntad de la autoridad competente (sin suponer que tenga por ahora tics militares). Estoy convencido de que falta la autoridad ética suficiente en quienes tienen que ejercerla y se legisla de una forma que no es tolerable para muchas personas de este país, refiriéndome en concreto y para que se entienda bien, como un ejemplo entre otros, a la situación de paro y trabajos en precario que asolan el país. Cualquier respeto a la política está también en precario, porque casi nadie se fía del orden y poder político establecido, porque lo único a lo que se puede acceder, salvo honrosas excepciones, es a un trabajo que no tiene correspondencia casi nunca con los conocimientos o títulos universitarios que se posean y por tolerancia de una legislación complaciente. Lo que ocurre con el trabajo precario es solo una manifestación de la precariedad que se extiende como una gota de agua o un mar en el que falta “majestad ética ejemplar” para exigir la obediencia debida en todos los órdenes de la vida. Ya lo decía anteriormente: precariedad de precariedades, todo es precariedad. Falta ejemplaridad política y eso es lo que nos pasa, como siglos atrás pasaba con la falta de Majestad de los Reyes, como analiza el Diccionario de Autoridades el término “precariedad”, tal y como se entendía en el siglo XVIII en este país: ““Que el respeto de los Consejos se apoya en la Majestad de los Reyes, y es el espíritu que los anima, que cuando esta falta, como sucedía en aquella ocasión, era precaria cualquier obediencia”.

De ahí a la obediencia precaria universal en todo lo que se mueve, solo hay un paso. El que quiera entender que entienda. Estamos avisados por la Historia. Y por El Roto.

Sevilla, 20/V/2018

En el Beaterio de San Antonio…

BEATERIO DE SAN ANTONIO

Acababa de visitar esta mañana el “El Jueves”, el mercadillo que instalan en Sevilla en la calle Feria desde tiempo inmemorial, buscando un libro que anhelo para identificar mi apellido en la mejor historia posible. Todavía en la calle Feria, he tenido que sortear una pizarra en un caballete de pintura, situado en la acera (las aceras de Jacobs…) junto a la entrada de una librería, con un mensaje muy interesante: “En el Beaterio de San Antonio hay mujeres recogidas -arrecogidas las llama la gente- que se ponen tristes al caer la tarde. Algunas no”. Son palabras de Francisco Gallardo, de su obra “Áspera seda de la muerte”, novela ganadora del premio “Ciudad de Badajoz 2017”, en la categoría de novela.

Me ha parecido muy original la forma de presentar una novela, a modo de llamada a la puerta de nuestra habitación interior para ofrecernos una lectura, en principio enigmática. ¿Por qué algunas arrecogidas no se ponían tristes? No me queda más remedio que entrar a comprar el libro y hojearlo de forma vergonzante para intentar descubrir el misterio del Beaterio de San Antonio. He recordado inmediatamente que las arrecogías tenían siempre una historia muy triste detrás, perfectamente narrada por José Martín Recuerda en una obra que hizo furor en la Transición: El beaterio de Santa María Egipciaca, porque su historia “gira en torno a la figura de Mariana Pineda, un personaje ya tratado por Federico García Lorca, a cuyos últimos días asistimos en la obra. El marco político está constituido por el enfrentamiento entre liberales y absolutistas durante el reinado de Fernando VII (primer tercio del siglo XIX), sobre el que Martín Recuerda construye una clara referencia a las dos Españas. El Beaterio de Santa María Egipciaca es una institución-reformatorio donde las Arrecogías -mujeres “perdidas” y presas políticas- viven en un clima de angustia y tensión a la espera de saber qué va a ser de ellas. Cada una de ellas representa vidas distintas, con sus experiencias, desgracias, miedos y desengaños. Mariana se encuentra en el Beaterio por sus actividades políticas. El alcalde del crimen en Granada y juez de incidencias, Ramón Pedrosa, le propone la libertad a cambio de la delación de sus amigos liberales o la muerte en caso contrario. Mariana se resiste a ello confiando en que sus amigos la sacaran del beaterio. Su dignidad y arrogancia contrastan con la tristeza de quien pierde la esperanza de que sea así, pero mantiene hasta el final sus ideales políticos y patrióticos.” (1)

Francisco Gallardo, el autor de Áspera seda de la muerte, es un médico sevillano. Me ha pre-ocupado [sic] el título y he sabido que él ha explicado recientemente la trama de su novela, que tiene como protagonista a una mujer sevillana: “En esta ocasión es una mujer también la protagonista, aunque el contexto histórico es 1813. Un documento que le entregó un amigo historiador, Bibiano Torres, fue el punto de partida para adentrarse en la Sevilla de principios del siglo XIX y en un pleito muy singular por una separación matrimonial. Él es un teniente ilimitado (de carrera), un héroe de guerra que ha conseguido echar a los franceses. Ella, Flora de Letona, una sevillana de clase media alta, que decide recurrir a los tribunales de justicia para separarse, cansada de sufrir malos tratos que describe literalmente así: “mi marido me pega más de lo normal”. Suceden después muchas cosas que son propias del guion contextual de la época, hasta que “es depositada” en un beaterio hasta que se resuelve su caso” (2).

Queda mucho por saber de Flora de Letona y de tantas mujeres anónimas que siguen viviendo experiencias de nuevas arrecogías del siglo XXI. Hoy, un cartel de tiza y pizarra de toda la vida me ha invitado a conocer sus historias y he pensado que podría compartirlas con quienes me acompañan en la lectura de este cuaderno digital que también busca historias desconocidas. Como pensaba esta mañana al entrar en la calle Feria y en tantas mujeres -ahora- que claman a su cielo para ser felices. Nada más.

Sevilla, 17/V/2018

(1) http://fundacionjosemartinrecuerda.es/index.php?module=obra&tipo=1&view=159

(2) http://www.chipionanoticias.com/2018/05/01/marina-bernal-escribe-sobre-aspera-seda-de-la-muerte-tercera-novela-de-francisco-gallardo/

 

¡Que nadie duerma! (Nessun dorma)

MELANI NESSUN DORMA

Melani García, Nessun dorma

Es un aria fantástica de la ópera Turandot de Puccini. Quizá es el identificador claro de una obra grandiosa que anoche se hizo todavía más grande escuchando la interpretación de esta por parte de una niña de 10 años, Melani García, que la llevó en volandas al triunfo en el programa La Voz Kids.

La letra del aria es paradigmática en estos tiempos convulsos de nuestro país, del mundo. ¡Que nadie duerma! Es un grito simbólico ante lo que está ocurriendo en nuestros alrededores y ante los que debemos estar alerta. Ayer murieron 60 palestinos en Gaza, habiendo resultado heridos 2.400, como resultado de la respuesta de Israel a las protestas en la frontera de la Franja por el traslado de la Embajada estadounidense a Jerusalén. Ayer, también, fue elegido un presidente por encargo en Cataluña, que en su manual personal de insultos a los españoles sabemos que no tuvo contención alguna en su intrahistoria supremacista al comparar a determinados ciudadanos con bestias, según he leído en catalán y en español en un artículo suyo escrito en 2008, con un título que no deja lugar a dudas, La lengua y las bestias: “[…] «Ahora miras a tu país y vuelves a ver hablar a las bestias. Pero son de otro tipo. Carroñeros, víboras, hienas. Bestias con forma humana, sin embargo, que destilan odio. Un odio perturbado, nauseabundo, como de dentadura postiza con moho, contra todo lo que representa la lengua. Están aquí, entre nosotros. Les repugna cualquier expresión de catalanidad. Es una fobia enfermiza. Hay algo freudiano en estas bestias. O un pequeño bache en su cadena de ADN. ¡Pobres individuos! Viven en un país del que lo desconocen todo: su cultura, sus tradiciones, su historia. Se pasean impermeables a cualquier evento que represente el hecho catalán. Les crea urticaria. Les rebota todo lo que no sea español y en castellano. Tienen nombre y apellidos las bestias. Todos conocemos alguna. Abundan las bestias. Viven, mueren y se multiplican. Una de ellas protagonizó el otro día un incidente que no ha llegado a Catalunya y merece ser explicado, como un ejemplo extraordinario de la bestialidad de estos seres. Pobres bestias, no pueden hacer más […] Pero ¿por qué hay que movilizarse cada vez? ¿Cuándo acabarán los ataques de las bestias? ¿Cómo podemos en 2008 aguantar tanta vejación, tanta humillación y tanto desprecio?». […] (1).

Vuelvo a escuchar a Melani cantando Nessun dorma, porque ella nos muestra una forma de ensalzar al ser humano, con tan solo diez años, mostrando la cara más amable de la vida que tanto necesitamos escuchar en todo momento. Viéndola actuar tomé conciencia de por qué Dios creyó que la creación del ser humano era lo más bello que había hecho. A pesar de lo que ayer estaban haciendo, salvando lo que haya que salvar, Benjamín Netanyahu con su ejército en Gaza, Trump con sus órdenes irresponsables de bloqueo de la declaración de la ONU para investigar lo ocurrido en esa matanza y Torra en Cataluña, que no duda en llamar “bestia” a toda aquella persona “española” que cuestione las llamadas señas de identidad catalanas a través de su lenguaje. ¡Que nadie duerma!, porque me han dicho que Torra, en relación con Andalucía, dijo en 2012 que “El catalanismo ha de basarse en una defensa encarnizada de nuestra identidad y nuestra cultura y del orgullo de ser catalanes. ¿O es que ustedes jugarían a una Catalunya independiente convertida en una inmensa Feria de Abril?» (2). Mirando siempre hacia el Norte, porque para él el Sur ya no existe y no es de fiar: “Hay gente que ha dejado de estar en la luna -española- y hacen de su vida un ejercicio diario de compromiso. Ante tanto nacionalista de regional preferente, catalanistas al baño maría, tibios y sensatísimos, masoquistas de España en la que se dan una vez y otro, aquí hay gente que ha dicho basta y, cada uno a su manera, combate por unas ideas y un país. Gente que ya se ha olvidado de mirar al sur y vuelve a mirar al norte, donde la gente es limpia, noble, libre y culta. Y feliz” (3).

Escucho las palabras finales del aria, cantadas por Melani con su encanto especial: venceré, venceré (vinceró, vinceró). Si estamos despiertos… y eso me consuela. ¡Que nadie duerma!

Sevilla, 15/V/2018

NOTA: quiero agradecer de forma expresa la publicación de un artículo del diario “El Periódico”, El pensamiento antiespañol de Quim Torra, a través de sus artículos, sumamente esclarecedor para conocer lo que llamo «intrahistoria supremacista» de Quim Torra.

(1) http://elmon.cat/opinio/5052/elcinefil.cat

(2)  http://elmon.cat/monterrassa/opinio/5192/l_rsquo_ltim_nadal_sense_papers_de_salamanca_de_teresa_rovira_31189

(3) https://web.archive.org/web/20090116010049/http://www.elsingulardigital.cat:80/cat/notices/gabancho_sostres_i_joel_joan_l_rsquo_orgull_de_ser_catal_29425.php

Memoria del olvido

LAS MODERNAS

Carmen Gª de la Cueva, Amparo Rubiales y Nuria Capdevila-Argüelles / JA COBEÑA

No podía poner un título mejor, o peor, según se mire. Ayer fui a la Feria del Libro y comprendí mejor que nunca el terrible silencio y olvido de mujeres extraordinarias que permanecieron durante muchos años en el olvido más cruel de la dictadura franquista. Me refiero a las «modernas» o «garzonas», una pléyade de artistas y creadoras en todas las ramas posibles del saber y del arte que hemos recuperado en parte durante los últimos años de democracia. Aquellas primeras décadas del siglo pasado vieron nacer a mujeres extraordinarias que seguían el patrón contextual de la época y que hoy, gracias al esfuerzo de mujeres investigadoras en la especialidad del olvido histórico tan español, podemos conocer a través de su obra.

Asistí al acto programado por la Feria, una charla-coloquio dedicado a Las Modernas, en el que intervinieron Carmen García de la Cueva y Nuria Capdevila-Argüelles, moderado por Amparo Rubiales y organizado por la Editorial Renacimiento y el Consejo Social de la Universidad Pablo de Olavide. Fue un encuentro muy grato y aleccionador donde puede conocer de primera mano una visión progresista de determinadas mujeres «modernas» que tanto han aportado a la literatura de este país. Deseo destacar las intervenciones de Nuria, por su forma vehemente de exponer con claridad científica sus investigaciones en torno a la historia del pensamiento feminista y la autoría femenina en España. Obviamente, también fueron muy oportunas las de Carmen y la moderación sensata y moderna de Amparo. Especialmente interesante fue la defensa que hizo Amparo de la desconocida «Reformica», una reforma del Código Civil llevada a cabo por Mercedes Fórmica, sorprendentemente en 1958, que sustituyó el concepto «casa del marido», con el que se definía la vivienda común del matrimonio, para transformarlo en el «hogar conyugal», constructo propuesto por Mercedes: «Desde entonces los jueces pudieron decretar que fuese la mujer la que se disfrutase de la vivienda conyugal tras la separación. También eliminó la figura degradante del «depósito de la mujer», ese derecho-obligación del marido de «depositarla» en casa de los padres o en un convento. Además se limitaron los poderes casi absolutos que tenía el marido para administrar y vender los bienes del matrimonio, y permitió que las mujeres viudas que contrajesen nuevo matrimonio pudieran mantener la patria potestad sobre sus hijos» (1).

Los cuarenta y cinco minutos que duró la charla-coloquio pasaron con una rapidez inusual. Junto a la Pérgola estaba la editora de los libros (Renacimiento) de una moderna desconcertante en este país, Elena Fortún, como siempre la habían llamado en mi casa de Madrid, donde tuve el primer contacto con ella a través del hermano de Celia, Cuchifritín. Muy lejos de su realidad extraordinaria en un libro oculto y en el mayor de los olvidos, Oscuro sendero, que compré con la ilusión de conocer mejor a su autora. También, opté por empezar a leer a otra «moderna», Luisa Carnés, a la que ya dediqué unas palabras en este cuaderno no hace tanto tiempo. Compré un libro suyo que lleva por título Rojo y Gris, una primera recopilación de sus cuentos completos, que voy a leer con la ilusión de un niño que dejó de ser Cuchifritín hace ya muchos años.

Se cumplió el objetivo de mi visita. Ayer escuché de viva voz a mujeres de letras tomar y me presentaron a mujeres modernas que las recuperan afortunadamente del olvido. Nuria Capdevila me dio su tarjeta de visita y me dijo que cuando leyera Oscuro Sendero le comentase qué me había parecido el libro de Elena Fortún. Mejor, de Encarnación Aragoneses Urquijo, el verdadero nombre de la autora que me introdujo en la vida de un héroe de mi infancia, de nombre imposible. El hermano de Celia. Para que no la olvide ahora en su persona de secreto, caminando por un oscuro sendero.

Sevilla, 13/V/2018

(1) http://www.abc.es/hemeroteca/historico-07-11-2003/abc/Sociedad/la-reformica-de-mercedes_218921.html

Las mujeres que escriben son de letras tomar

FERIA DEL LIBRO 2018

Mujeres de letras tomar

Parece que hoy he encontrado el eslabón perdido con la Feria del Libro del año pasado, en un día que estoy preparando la visita al espacio en el que se celebra la de este año. Tiene un título programático, Mujeres de letras tomar, como hilo conductor de la Feria, que me parece paradigmático en los momentos actuales y que enlaza con el artículo que escribí el día después de la Feria anterior, en un pequeño homenaje que hice a las mujeres que escriben y que son de letras tomar.

Esta tarde quiero encontrarme con dos mujeres a las que he dedicado palabras de reconocimiento en este blog a lo largo del año, Carmen de Burgos y Luisa Carnés, no olvidando nunca a otras dos que me han marcado pasajes especiales de mi intrahistoria, María Teresa León y Zenobia Camprubí, como se puede comprobar repasando algunas hojas de este cuaderno de ayuda para encontrar escritoras olvidadas por culpa de nuestra desmemoria histórica.

Sevilla, 12/V/2018

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Son imprescindibles las mujeres que escriben

Creo que a María Teresa León apenas se la conoce en España, no más allá de haber compartido una larga vida con Rafael Alberti. Ayer, en la Feria del Libro de Sevilla, la vi en muchos mostradores de librerías que enseñaban sus cartas de identidad, entre las que se encontraban las portadas de varios libros de y sobre María Teresa León. Me alegré al reencontrarme con ella, haciéndose justicia al rescatarla del olvido porque creo que, al igual que el título de un libro sobre el que escribí en este cuaderno digital en 2007, las mujeres que escriben (y leen) son peligrosas imprescindibles, es más, han aportado y aportan una riqueza incuestionable a la literatura.

PALABRAS CONTRA EL OLVIDO

Conocí más de cerca a María Teresa León durante mi estancia en Roma en 1976, cuando vivía junto a Rafael Alberti en Via Garibaldi, 88, en el Trastévere, no a ella directamente sino a la persona que la cuidaba en los primeros atisbos de la enfermedad que la alejaría después del mundo real. Supe de sus viajes en tren hacia Milán, para que atendieran su situación compleja. Aun así, tengo que reconocer que solo conocía bien a Alberti, pero María Teresa fue un descubrimiento que tardé muchos años en atender y leer con el detalle y respeto que mereció siempre.

Hay una anécdota en mi historia reciente que me ha marcado mucho, porque quizá fue una forma simbólica de devolver a María Teresa León lo que este país le había robado durante muchos años, por el exilio y algo más duro todavía, el olvido. Sucedió en una gran superficie localizada en Sevilla capital. Había ofertas de libros con precios de saldo y cerca de la caja donde me situé para pagar me encontré con una torre de diez libros iguales de María Teresa León, Memorias de la melancolía, a un euro el ejemplar. Los compré todos con gran asombro de la cajera que, entre productos frescos de diverso origen, se encontró de pronto con diez libros iguales, una mercancía casi desconocida, sobre los que me pidió una sencilla explicación por aquella forma de proceder. No conocía a la autora y aproveché para explicarle quién era y la melancolía que me producía verla en aquella situación. Fue una operación rescate in extremis como pequeño homenaje de respeto y para sacarla del olvido. A día de hoy, solo conservo un ejemplar, porque los nueve restantes los regalé a personas que aprecio y que saben tratar bien a María Teresa. Es verdad, salvando las distancias obviamente, que se volvió a reproducir en mí una memoria de la melancolía.

TRECE CUENTOS

En este contexto, he leído hoy un artículo precioso, Los relatos olvidados de Luisa Carnés: exiliada republicana, escritora comprometida (1), que me ha parecido fascinante y que ha dejado al descubierto la ignorancia que tenemos en este país sobre la pléyade de mujeres escritoras que fueron silenciadas durante el régimen franquista. Me emociona conocer esta operación rescate de mujeres que escribieron maravillosamente bien, pero desde el exilio en el mayor número de casos. Luisa Carnés escribió dos obras señeras, de alto voltaje político, Tea Rooms y Trece cuentos, que por lo narrado en el artículo parecen apasionantes. Leerlas será el mejor homenaje a esta mujer, olvidada durante tantos años de desidia y desprecio a las mujeres escritoras de este país durante la posguerra y pertenecientes también a la denominada Generación del 27.

Al igual que los santos, la Feria del Libro de este año, que se clausuró ayer, tiene también su octava y este pequeño homenaje es como poner un broche de oro personal a este acontecimiento literario en esta ciudad, que tanto aportó para el controvertido descubrimiento de América y que todavía está por descubrir en su realidad actual. Mujeres escritoras, como Zenobia Camprubí, María Teresa León, Simone de Beauvoir y Luisa Carnés, entre otras muchas, merecen nuestro aprecio y respeto todos los días, porque sencillamente lo dedicamos hoy, especialmente, a sus libros.

Baste un ejemplo final de lo que escribí en 1976 sobre una mujer escritora citada anteriormente, Simone de Beauvoir, después de un análisis de su magnífica obra El segundo sexo, ignorada en España en los años de autos por su texto y contexto: “Es indudable que el análisis de Simone de Beauvoir sobre la infancia, no pasa de ser un análisis monocolor de su infancia, que era también la infancia de la época, década de los años diez y veinte del Siglo XX. Paradójicamente, acepto que muchas reflexiones de ella podrían aplicarse a décadas posteriores, donde la educación sexual (no olvidemos que es su preocupación fundamental en esta obra) ha brillado por su ausencia. Hoy, asistimos a un momento diferente, donde los jóvenes han hecho periclitar el edificio clásico de las inhibiciones y frustraciones sexuales. Bastaría citar el fenómeno registrado en Italia, con la publicación del libro “Porci con le ali”, donde Rocco y Antonia viven una experiencia sexo-política muy similar y donde el vocabulario utilizado para sus expresiones dialécticas, desde el principio y hasta el fin del libro, darían que pensar incluso a Simone. Junto a esta realidad, la formación real hoy es una formación de la calle, de los diferentes clubes, de la filmografía, donde el lenguaje desenfadado manifiesta un epifenómeno muy curioso: la insatisfacción por saturación (…). El problema radicó en que la lectura de “El segundo sexo”, a escondidas, por ser manzana prohibida, facilitó un curso acelerado de formación y de satisfacción de curiosidad, con todos los problemas que podría acarrear a las mujeres lectoras. Hoy, su obra, aporta datos de interés a nivel histórico, pero cualquier manual o revista “avanzada” abre ya los ojos a muchas realidades. Aun así, hay que reconocer la valiente realización de Simone de Beauvoir, su desesperada lucha por encontrar su libertad…” (2). También, lo que aportó a los hombres y mujeres de muchas épocas, lectores y lectoras de relatos basados en la libertad intelectual, la que amó María Teresa León, a quien tanto aprecio.

Sevilla, 29/V/2017

(1) Franch, Ignasi (2017, 28 de mayo). Los relatos olvidados de Luisa Carnés: exiliada republicana, escritora comprometida.
(2) Cobeña, J.A. (1976). La personalidad frustrada de Simone de Beauvoir. Trabajo de doctorado realizado en mayo de 1976, en Roma (sin publicar).

Merece la pena vivir

JOSE JIMENEZ LOZANO

En los momentos de turbación nacional que estamos viviendo, he leído con atención reverencial una entrevista a José Jiménez Lozano, larga, profunda, emocionante y esclarecedora, con un título que comparto en su más profundo sentido: “José Jiménez Lozano: «Merece la pena vivir porque hay personas, hay pájaros, hay cosas que están excelentemente bien»”. Me ha llamado la atención porque hace referencia a un texto del Génesis muy esclarecedor para comprender qué ha significado en la historia de la humanidad la creación del ser humano, un relato que ha pasado de padres a hijos durante miles de años.

Jiménez Lozano iguala a personas, pájaros y cosas, que están “excelentemente bien”, pero creo que cuando se conoce la lengua hebrea en profundidad, hay un matiz diferenciador, un adverbio no inocente que da una transcendencia especial al ser humano frente a cielos, tierra, fuego, pájaros y cosas cercanas a la humanidad, que siempre son útiles. Veamos por qué. En el Génesis, el Primer Libro, en su capítulo I, versículo 31, corroborado con la musicalidad del texto hebreo en su escritura primigenia, el relato de la creación dejaba muy claro que lo mejor que había ocurrido en aquellos días mágicos fue la creación del ser humano, porque a diferencia de los cielos, la tierra y el agua, que sólo eran buenos, en la del hombre y la mujer vio Dios que era muy bueno lo que había hecho. Un adverbio, meod, que en hebreo significa “muy” dejó claro para siempre que la existencia de los seres humanos justificaba por sí misma la creación del mundo, el evolucionismo o el punto alfa y omega de la vida. Son sólo creencias de siete días especiales, singulares, en los que había ocurrido algo muy bueno para la existencia humana, para cada uno (con su cadaunada).

Merece la pena vivir porque lo mejor que le ha ocurrido al mundo es contar con la presencia del ser humano, a pesar de todo lo que ocurre en el mundo actual por la intervención de la mano humana y su inteligencia. Decía Jesús Ruiz Mantilla en 2014, que el fotógrafo Sebastião Salgado, autor del proyecto Génesis, había salido a buscar en 2005 el paraíso terrenal y fotografiarlo durante ocho años: “¿Para qué? Para emular el ojo de Dios pero ser fiel a Darwin, para dar testimonio de los orígenes de la vida intactos, para certificar que corre el agua, que la luz es ese manantial mágico que penetra como un pincel y muta las infinitas sugerencias en blanco y negro que Salgado nos muestra del mundo. Para experimentar pegado a la tierra y los caminos aquello que relatan los textos sagrados pero también seguir la estela de la evolución de las especies; para comprobar que los pingüinos se manifiestan; para comparar la huella con escamas de la iguana y el monumental caparazón de las tortugas en Galápagos; para explicar que los indígenas llevan en la piel tatuado el mapa de su comunión con la de los ríos y los bosques; y que los elefantes y los icebergs emulan fortalezas de hielo y piel; y que la geología diseña monumentos y que todavía quedan santuarios naturales a los que aferrarnos”.

Es una delicia leer la entrevista completa a José Jiménez Lozano. He comprendido bien por qué es muy buena su existencia, porque me ha entregado con sus sabias palabras serias razones para seguir viviendo. Se la recomiendo.

Sevilla, 11/V/2018

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