Efectivamente, he regresado finalmente a Donostia en un viaje de placer y no profesional. No es lo mismo. Llegué en autobús público desde Hondarribia, con una parada final en la Plaza de Guipúzcoa, el centro de la parte vieja de esta preciosa ciudad. Solo disponía de unas horas y había que administrar bien el tiempo. Me detuve en el Hotel María Cristina tantas veces visualizado por el mundo cultural que ama el cine por su extraordinario Festival anual, así como en el Teatro Victoria Eugenia. Seguí por el puente de la Zurriola hasta el Kursaal, obra de Rafael Moneo, sede también de grandes manifestaciones culturales y congresuales, dos naves arquitectónicas ancladas cerca de la playa de la Zurriola, desde donde se puede contemplar la desembocadura del Urumea en el Cantábrico. La gracia de esta ciudad preciosa radica en pasearla y saborearla en todas sus manifestaciones artísticas y humanas. Sentí una emoción especial pasear por la Avenida de la Zurriola porque en una de mis últimas estancias profesionales en San Sebastián, pude oír desde mi hotel la explosión de una bomba puesta por ETA en un cajero de esta zona. Es maravilloso constatar en directo el alto el fuego definitivo y el abandono de las armas, con calles que hacían palpable la alegre vida de la ciudad. No era así antes.
Maximilian Peizmann, Armonía del sonido, 2014 / JA COBEÑA
Paseamos por las calles antiguas que te llevaban como en volandas hacia la Plaza de la Constitución, con una parada obligada en la basílica de Santa María del Coro, llena de contrastes desde la visualización de una obra sorprendente alojada en sus muros, Armonía del Sonido, una obra de Maximilian Peizmann, instalada allí en 2014, antesala de lo que contemplaríamos después en sus naves barrocas. Un detalle que no me pasó desapercibido es la participación ciudadana en la construcción de esta iglesia, simbolizada por ejemplo en el escudo que figura en el retablo del altar mayor, en agradecimiento a la contribución económica para su construcción por parte de la Real Compañía Guipuzcoana de Caracas. Nos detuvimos especialmente en la obra realizada por Chillida en 1975, Elogio del silencio, en diferentes texturas de alabastro, obra que expresa cómo la Cruz es para él el encuentro con la Humanidad, el Perdón, en definitiva. Asimismo, son muy interesantes las obras contemporáneas de artistas vascos que figuran en la Basílica: Piedad, de Jorge Oteiza, que me sobrecogió; Sebastián (2007), de Gotzon Etxeberría; San Sebastián Mártir (1997), de Mikel Cristti y Refugio viviente (2014), de Javier Machinbarrena.
Eduardo Chillida, Elogio del silencio, 1975 / JA COBEÑA
Es deslumbrante la salida de la parte vieja y encontrarte con la Bahía de La Concha, tantas veces retratada a través de su barandilla blanca de hierro forjado. Contemplamos la sede del Ayuntamiento y comprendimos bien las palabras del escudo de la ciudad grabadas en su piedra caliza: Fidelidad, Nobleza y Lealtad, ganadas a pulso a través de su historia. La panorámica hacia el Peine del Viento, de Chillida, hace que la vista se llene de imágenes preciosas en un recorrido visual lento pero lleno de pensamiento y sentimiento, elevándonos al Cielo a través del Monte Igueldo.
Barandilla de La Concha, creada por Mariano Arrieta / JA COBEÑA
Es difícil describir con detalle el encanto de esta hermosa ciudad, pero basta pasearla en silencio para llenarte de riqueza interior. La Plaza de Cervantes, con el pequeño monumento dedicado a Don Quijote y Sancho Panza, que te hace volver a la infancia con la presencia de un tiovivo encantador. El Alderdi-Eder (lugar o paraje hermoso), rodeado de tamarices (que no tamarindos), es un parque que permite la contemplación de la ciudad y sus paseantes. Desde allí nos dirigimos a la Catedral del Buen Pastor, de planta neogótica, con los setenta y cinco metros de torre que hace de guía visual de la parte vieja de la ciudad, abriéndonos el camino romántico por donde disfrutar de sus edificios afrancesados, señoriales, respondiendo a patrones del Modernismo, Art-Nouveau y con motivos decorativos preciosos. Después de un baño de santidad laica, con ambas iglesias que se miran de frente, a pesar de la distancia, regresamos a la Plaza de Guipúzcoa para cruzar su cuidado trazado con un respeto reverencial al tiempo, con su monumental reloj floral, su pequeño estanque y el centro meteorológico de corte modernista.
Volvimos a Hondarribia, siendo conscientes de que teníamos que volver algún día a Donostia para convertirnos en los niños del tiovivo, recordando la zarzuela La Bella Easo, donde se cantaba una estrofa alegórica al tamaño pequeño de los tamarices: “Aunque somos chiquititos…” o a la paciente espera en su crecimiento y cuidado: «Buena sombra daremos el siglo que viene». Damos fe de ello.
Sevilla, 29/VIII/2018
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