Nena Sánchez (2010). Educándose, la mujer conquista el mundo – JA COBEÑA
Hoy se ha inaugurado en San Juan de Puerto Rico el VII Congreso Internacional de la Lengua Española. Con este motivo quiero dedicar unas palabras a un lema, educación, que se comprende de la misma forma por parte de más de quinientos millones de personas que hablan nuestra lengua. Nos queda, afortunadamente, la palabra “educación”, un lema que nos une de forma extraordinaria al comprender todos, sin excepción, su significado de “crianza, enseñanza y doctrina que se da a los niños y a los jóvenes” para ser personas libres y responsables, así como ciudadanos del mundo. Aunque la educación no es una acción inocente porque debido a los contextos sociales en los que se desarrolla, debe ser un derecho fundamental a proteger en cualquier país por la legislación y gobierno correspondiente.
He leído recientemente un “españolario” de autor, en el que 27 lingüistas y escritores de las dos orillas del Atlántico han retratado un idioma que pone distintas músicas a las mismas letras. Cada lema, en argot académico, brilla, fija y da esplendor a las diferentes formas de comprender un todo semántico, pero sin sacarlo de contexto. De todas las palabras “retratadas”, me he detenido en una que marca la pauta de una forma de entender la quintaesencia de la vida. Me refiero a “educación”, que la define Ángel Gabilondo, catedrático de Filosofía en la Universidad Autónoma de Madrid y exministro de Educación de España entre 2009 y 2011, con estas palabras tan bellas:
E: EDUCACIÓN En el aprendizaje de la lengua, cabe enseñar y transmitir el cuidado de la palabra. Educar ya desde el hogar para hablar, leer y escribir bien es decisivo para el adecuado ejercicio de la libertad y la convivencia. Y dominar la lengua materna es condición para el plurilingüismo. En la literatura, las artes, la cultura y la ciencia late y vive una forma de comprenderla, un legado que hemos de recrear. Singularmente, con la lectura, la escritura, el libro, las nuevas tecnologías y la conversación se propicia el amor y el conocimiento de la lengua española. Y nada sustituye al profesorado, al aula y a la biblioteca.
La educación se expresa siempre en un texto y un contexto. Creo que, desde una postura razonable, del día a día, todas y todos coincidimos en que este país ha avanzado mucho en todos los frentes y que los últimos cuarenta años vienen a dar la razón a aquellas personas que hicieron lo posible para que pudiéramos vivir para convivir, juntos, después de la muerte de Franco y que se enterrara su régimen. Contra facta non valent argumenta, en latín castizo (contra hechos, no valen argumentos). Pero lo que también constatamos a diario es que existe una crisis galopante de valores básicos, de educación para vivir y con-vivir con los demás, que se traduce en actitudes cotidianas de mala o pésima educación –así, a palo seco-, de cada mañana, en cada trabajo, en las vivencias familiares, en las diversiones individuales y colectivas, siendo fiel exponente de ello la televisión feroz que se come la educación de las niñas y niños, de las adolescentes y jóvenes en general (por cierto cada vez está más alto el valor de joven: 30 años?…), de adultos, de personas mayores, como si fuera turrón. La mala educación, un secreto a voces que muchas personas ocultan, probablemente porque viven inmersos en ella.
La pregunta es obvia: ¿por qué? ¿No hemos avanzado tanto en casi cuarenta años, en democracia, en libertades? ¿Por qué, ahora, lo que recogemos es desaires, malas contestaciones, agresividad a flor de piel (si no, que nos lo cuenten las estadísticas de peleas resultantes del tráfico diario), en casa, en el trabajo, con las amigas y amigos, en la cola del cine, en la gasolinera, en la panadería, en el hipermercado? ¿Cómo es que hemos votado a partidos que desafían muchas veces la justicia y el derecho, con vocabulario insultante hacia el Estado de derecho, revalidando mayorías aparentemente imposibles desde una ética sensata, nada más? Y no pararíamos en el rosario de preguntas sobre el desconcierto al que estamos asistiendo por la mala educación como personas en el mundo, ciudadanas y ciudadanos, como peatones, como compradores de servicios sin IVA, por definición, como parejas que necesitan espacios de libertad personal y no se consienten (llevándose casi siempre la peor parte la mujer), como compañeras y compañeros de viaje con emigrantes que nos sirven, normalmente, que cuidan sistemáticamente de nuestros padres mayores porque ya no es trabajo digno para los nativos del lugar, que lavan nuestros coches del primer mundo, que cocinan hasta horas inadmisibles nuestras cenas de amistad y, por último, como votantes que nos permitimos -con más frecuencia de lo habitual- exigir diariamente lo que luego no consolidamos con el acto más democrático, por excelencia: el voto. Como ciudadanía que se traduce en posturas tan extendidas por desgracia en el sentido de que “si no gano”, justifico la derrota solo con la teoría de la conspiración o volcando la tinta del calamar diciendo aquello de que “todos los políticos son corruptos, sin excepción alguna”.
Mala educación por tener mal perder en todas las manifestaciones posibles que nos ofrece la vida diaria. Mala educación al no comprender la diversidad plena para ser y estar en el mundo, para aquellas personas que su carné genético, que su cerebro, las preparó para ser de otra manera, pero con los mismos derechos humanos, no los de la letra del libro de la declaración universal, sino la que hace posible vivir y convivir sin hacernos daño.
Porque, sinceramente, la educación es bella, pero hay que cuidarla todos los días en el diccionario ético de la vida, tal y como lo explicaba Gabilondo: “Educar ya desde el hogar para hablar, leer y escribir bien es decisivo para el adecuado ejercicio de la libertad y la convivencia”. Impecable.
Sevilla, 15/III/2016
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