El futuro está detrás, el pasado delante

AIMARA

La cultura aimara, población del altiplano andino radicada en Bolivia, Perú, Argentina y Chile, tiene una característica antropológica que todavía se sigue investigando por su peculiar forma de comprender el futuro, que siempre está detrás de cada persona, entre otras manifestaciones sociales, así como el pasado, que siempre está delante. Nada que ver con nuestra forma de entender y expresar el futuro, que siempre lo comprendemos como situado delante de nosotros, nunca detrás. Igual que el pasado, que siempre está detrás de nuestras vidas.

Me llama la atención esta forma de proceder en la vida que mantiene el pueblo aimara después de miles de años, cuestión que me apasiona porque nada es inocente en las acciones humanas. Los aimaras no comprenden el futuro porque solo saben lo que está ocurriendo, que es presente y los sucesivos presentes conforman el pasado, que se sabe como se desarrolló, pero nunca pueden hablar de futuro, sencillamente porque es algo que no existe, no ha llegado todavía y no se sabe lo que es porque permanece oculto según su experiencia multisecular.

El futuro aimara no existe, porque sus creencias están basadas alrededor del sol, que todos los días sale o no, sin que necesiten predecir que saldrá. El sol no falla nunca porque, aunque no salga algún día, saben todos que está oculto por alguna razón, pero allí está, no necesita futuro. Además, en Bolivia se han recogido en su Constitución estos principios porque cada año que nace es para entregar prosperidad al pueblo aimara. Ese es su futuro. Saben que el Tata-Inti (dios sol) o la Pachamama (la madre tierra), son los núcleos existenciales de la vida aimara, su presente que se forja en un pasado milenario. Todas las ceremonias se inician siempre mirando hacia arriba, hacia el sol, nunca a un futuro desconocido sino a lo que alumbra la vida encadenada de presentes y para ser todos los días más felices.

Esta realidad aimara me ha recordado un cuento de Augusto Monterroso, El eclipse, donde se narra una artimaña de sabiduría futurible por parte del protagonista del cuento:

Cuando Fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlos. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitivamente. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de Los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.

Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.

Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.

Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles.

Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de ese conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.

-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.

Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.

Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.

Los mayas sabían mucho de su pasado presente, igual que los aimaras. No les hacía falta la insolencia del fraile sabiondo que quiso remedar al sabio sol de aquellas tierras, intentando predecir su futuro personal, cuando los que le rodeaban solo conocían el pasado presente a través de los siglos.

Para pensarlo hoy, inexcusablemente, para aprender de errores propios y ajenos. Una cosa más, que diría Steve Jobs para finalizar este relato. Entre tanta búsqueda de lo desconocido, he encontrado unas palabras sorprendentes en lenguaje aimara: Tanta sarañani. Me ha impresionado su significado en nuestra lengua celtibérica y obligada a conocer a los indígenas aimaras, que acusa tanto cansancio para narrar los desastres presentes: iremos juntos. A buscar el pasado presente que nos lleva al precioso futuro innecesario de los aimaras.

Sevilla, 4/VIII/2017

NOTA: la imagen se ha recuperado hoy de http://www.elintra.com.ar/salta/2010/10/20/kollas-instan-modificar-nombres-apellidos-espanol-quechua-aymara-39065.html