
Sevilla, 19/III/2021
Teresa de Jesús, mujer inteligente donde las haya, decidió en un momento de su azarosa y maltrecha vida encomendarse a San José, decisión que explica con lujo de detalles en su Libro de la Vida, donde en el capítulo sexto “trata de lo mucho que debió al Señor en darle conformidad con tan grandes trabajos, y cómo tomó por medianero y abogado al glorioso San José, y lo mucho que le aprovechó”, “[…] Y tomé por abogado y señor al glorioso san José, y encomendéme mucho a él” (6,6), desoyendo las cosas que hacían otras mujeres: “nunca fui amiga de otras devociones que hacen algunas personas, en especial mujeres, con ceremonias que yo no podía sufrir y a ellas les hacía devoción; después se ha dado a entender no convenían, que eran supersticiosas”. En este sacrosanto país, tan acostumbrado a acudir al santoral, hasta el extremo de que un día escuché al cobrador de un autobús de línea de esta ciudad que “no conocía un solo santo en el paro” porque todos tenían trabajo al tener encomendada una tarea que proteger, José de Nazareth no ha sido menos y Teresa de Jesús canta las excelencias de su protección cuando decía de forma rotunda “No me acuerdo hasta ahora haberle suplicado cosa que la haya dejado de hacer. Es cosa que espanta las grandes mercedes que me ha hecho Dios por medio de este bienaventurado santo, de los peligros que me ha librado, así de cuerpo como de alma; que a otros santos parece les dio el Señor gracia para socorrer en una necesidad; a este glorioso santo tengo experiencia que socorre en todas, y que quiere el Señor darnos a entender que así como le fue sujeto en la tierra -que como tenía nombre de padre siendo ayo, le podía mandar-, así en el Cielo hace cuanto le pide”.
El papel de “ayo” atribuido por Teresa de Jesús a José de Nazareth me parece sorprendente, como lo era para ella, porque un cuidador de una mujer y de un niño de nombre Jesús, de una prudencia benedictina, un compañero de vida, un artesano carpintero, era tenido en cuenta por Dios porque le atendía siempre en todas sus peticiones, con especial relevancia en el día de su santo, como hoy: “Procuraba yo hacer su fiesta con toda la solemnidad que podía, más llena de vanidad que de espíritu, queriendo se hiciese muy curiosamente y bien, aunque con buen intento. […] Paréceme, ha algunos años, que cada año en su día le pido una cosa y siempre la veo cumplida. Si va algo torcida la petición, él la endereza para más bien mío. […] Sólo pido, por amor de Dios, que lo pruebe quien no me creyere, y verá por experiencia el gran bien que es encomendarse a este glorioso Patriarca y tenerle devoción. En especial personas de oración siempre le habían de ser aficionadas, que no sé cómo se puede pensar en la Reina de los Ángeles, en el tiempo que tanto pasó con el Niño Jesús, que no den gracias a san José por lo bien que les ayudó en ello. Quien no hallare maestro que le enseñe oración, tome este glorioso santo por maestro, y no errará en el camino” (6,7).
Teresa de Jesús sigue en su exposición cantando las glorias de este santo varón, al que deberíamos “aficionarnos”: “En especial, personas de oración siempre le habían de ser aficionadas; que no sé cómo se puede pensar en la Reina de los ángeles en el tiempo que tanto pasó con el Niño Jesús, que no den gracias a San José por lo bien que les ayudó en ellos. Quien no hallare maestro que le enseñe oración, tome este glorioso Santo por maestro y no errará en el camino” (6,8). Leyendo estas palabras, recuerdo inmediatamente al pintor George de la Tour, que interpretó como nadie el silencio de José y cómo fue su presencia junto a María y Jesús en los términos que citaba Teresa de Jesús, “lo bien que les ayudó”.
José, el ayo, es también un hecho histórico que se celebra hoy y nunca ha pasado desapercibido en nuestras vidas, tal y como lo sintió y escribió Teresa de Jesús. José, el carpintero de Nazareth, siempre ocupó una segunda fila en la historia más sorprendente y jamás contada bien. Era la pareja oficial de María, asunto que me ha emocionado en muchas ocasiones al describirlo así, a pesar de que la historia lo ha encumbrado siempre a los altares. Lo decía anteriormente, recordando el óleo de Georges de La Tour, El recién nacido, un pintor desconocido durante siglos para la historia del arte, donde no aparece José por ningún sitio porque realmente nunca fue protagonista de esta historia mágica, probablemente porque sumó como nadie el papel de “ayo”. Sobrecoge el silencio y austeridad en este cuadro tan realista en los últimos años del pintor: “Sus célebres “noches”, de aparente simplicidad, silenciosas y conmovedoras, dan vida a personajes que surgen con magia en espacios sumidos en el silencio, de colorido casi monocromo y formas geometrizadas. La total inexistencia de halos u otros atributos sacros, así como los tipos populares empleados, justifican la lectura laica que a veces se ha hecho de sus nocturnos en obras como La Adoración de los pastores del Louvre o El recién nacido de Rennes” (1). Sin medallas, sin atributos laicos ni sacros. Sin collares o anillos. Sin nada, solo con el regalo precioso del silencio sonoro de la noche y contemplando a su niño.
Eduardo Galeano ensalzó en su libro «Mujeres», la figura de Teresa de Jesús unida a la de Juana Inés de la Cruz, mejicana, siempre -ambas- con los pies en el suelo: «Como Teresa, Juana escribía, aunque ya el sacerdote Gaspar de Astete había advertido que a la doncella cristiana no le es necesario saber escribir, y le puede ser dañoso. Como Teresa, Juana no sólo escribía, sino que, para más escándalo, escribía indudablemente bien. En siglos diferentes, y en diferentes orillas de la misma mar, Juana, la mexicana, y Teresa, la española, defendían por hablado y por escrito a la despreciada mitad del mundo». Teresa de Jesús comprendió bien la tarea ardua de José y no lo olvidó a lo largo de su vida, escribiendo cosas muy humanas e interesantes para la posteridad.
He querido hoy resaltar la figura de José de Nazareth, protagonista de un relato multisecular, dueño de sus silencios, aunque fuera un secreto a voces la asunción de su papel en la historia difícil de María. Como he manifestado en otras ocasiones, me gusta recordarlo despojado de su santidad, ocupando su sitio en la historia, básicamente como un hombre humilde, trabajador y bueno, con un profundo respeto a María, una persona que la historia ha colocado en un sitio muy especial difícilmente entendible si te falta la fe que nos enseñaron nuestros mayores, como le gustaba decir a Antonio Machado. Creo, sinceramente, que fue un buen compañero. Hoy, comprendo mejor que nunca las palabras de Teresa de Jesús en el libro de su vida dedicadas a las personas que deberían ser “aficionadas” a San José: “no sé cómo se puede pensar en la Reina de los ángeles en el tiempo que tanto pasó con el Niño Jesús, que no den gracias a San José por lo bien que les ayudó en ellos”.
Michel Corrette (1709-1795), José es un buen compañero (Seis sinfonías de Navidad, Sinfonía III, Allegro), interpretado por La Fantasía.
CLÁUSULA ÉTICA DE DIVULGACIÓN: José Antonio Cobeña Fernández no trabaja en la actualidad para empresas u organizaciones religiosas, políticas, gubernamentales o no gubernamentales, que puedan beneficiarse de este artículo, no las asesora, no posee acciones en ellas ni recibe financiación o prebenda alguna de ellas. Tampoco declara otras vinculaciones relevantes aparte de su situación actual de persona jubilada.
Debe estar conectado para enviar un comentario.