
Sevilla, 1/VI/2021
Mirando por el retrovisor de este cuaderno digital, tomo conciencia de que llevo más de quince años escribiendo artículos, con paciencia turca, unos detrás de otros, ya camino de dos mil, a veces copiando lo que ya he dicho, reafirmando mi pensamiento circular que lo envuelve todo. Siempre vuelven a mi inteligencia particular unas palabras del Premio Nobel de Literatura en 2006, Orhan Pamuk, cuando nos explicó qué significaba en su vida un dicho de su tierra con un valor especial: “escribir es como cavar un pozo con una aguja”, expresión fantástica a la que dediqué un artículo con motivo de la celebración del Día Internacional del Libro en el año 2017.
En aquella ocasión dediqué aquellas palabras a las personas que desde que abrí por primera vez este cuaderno digital, en diciembre de 2005, se acercan a este cuaderno de inteligencia digital para buscar islas desconocidas, a cuantos sienten el placer de leer libros y palabras unidas en otros formatos, que dan sentido a sus vidas; a quienes descubren el sentido de la existencia a través de autores concretos, a las personas que se sienten acompañadas por libros de cabecera que nunca les abandonan, a quienes confían en que quienes escriben tienen la paciencia turca de cavar pozos con una aguja, porque solo desean transformar la realidad poco a poco para poder soportarla. Hoy, sigue teniendo el mismo valor esta dedicatoria, que reafirmo en todos sus términos.
Después de muchos años de oficio vital, creo que comprendí qué significa escribir cuando leí a Pamuk en su memorable discurso en el acto de recepción del premio Nobel: “[…] el secreto del escritor no es la inspiración, pues nunca se sabe de dónde viene, sino la obstinación y la paciencia. Hay una hermosa expresión turca, “cavar un pozo con una aguja”, y a mí me parece que fue inventada pensando en nosotros, los escritores. Para mí, ser un escritor significa observar con atención las heridas que llevamos dentro, sobre todo las heridas secretas de las que no sabemos nada o casi nada, descubrirlas con paciencia, estudiarlas y sacarlas a la luz para luego asumirlas y hacer de ellas una parte consciente de nuestra escritura y nuestra identidad. Ser escritor es hablar de cosas que todos conocen sin saberlo. Descubrir este conocimiento, desarrollarlo y compartirlo, ofrece al lector el placer del asombro en el recorrido de un mundo que le es familiar”.
Con el hilo conductor de transmitir una idea circular en este blog desde su primer día de vida literaria, vuelvo a utilizar aquellas palabras, salvando lo que debo salvar simplemente por la actualización temporal, aspecto de forma que no de fondo, recordando a José Manuel Blecua, ex director de la RAE, cuando dijo en una ocasión que al escribir copiamos siempre de los autores que hemos leído a lo largo de nuestra vida y nos han marcado. En esta ocasión, lo hago copiando de mí mismo, porque estos siguen siendo mis principios y, si no gustan, no tengo otros, separándome por un momento de mi admirado Groucho Marx. En un tiempo en el que se arrojan valores por la ventana desde nuestro vehículo vital, vuelvo a hacer una declaración de principios sobre por qué escribo en este blog, en una etapa de jubilación en la que sigo asumiendo, cada día que pasa, que lo nuestro es pasar, con ardiente impaciencia personal y social, sabiendo que ahora tengo un compromiso intelectual con la sociedad en la que vivo.
Les explico a continuación esta declaración de principios. Gracias anticipadas si está interesado o interesada en leer unas palabras necesarias en mi vida, casi imprescindibles para seguir escribiendo.
Un día ya lejano, aprendí el significado de un dicho turco, escribir es como cavar un pozo con una aguja, leyendo el discurso de Orhan Pamuk en el acto de entrega del Premio Nobel de Literatura en 2006, publicado después con un título muy sugerente, tanto como las palabras escritas en su dilatada vida: La maleta de mi padre (1). Es verdad que la vida de un escritor se hace poco a poco, horadando la persona de secreto que todos llevamos dentro, aunque no todos lo descubran, es decir, cavando el pozo del alma con una aguja virtual a imagen y semejanza de cada uno. Esa es la razón de que existan pocos escritores que aporten al mundo sus pozos con agua, porque es su misión, no la de estar secos.
El día 23 de abril de cada año se celebra el Día Internacional del Libro en lugares concretos, una de las preocupaciones de más de veinticinco años de soledad de Pamuk en Estambul, buscando su lugar ansiado de escritor, encerrado en una habitación con fronteras domésticas. En este día, cada año vuelvo a hacer la reflexión que acompaña a este autor a lo largo de su vida, todavía hoy: ¿por qué escribo? Y he buscado las razones de Orhan Pamuk cuando hablaba de la maleta que un día le entregó su padre y que reflejaba lo que había aprendido de él y de una premonición hecha hacia él después de un abrazo de silencio: “…me dijo de repente y como si tal cosa que algún día me darían el premio [Nobel de Literatura] que hoy recibo con gran alegría”.
Pamuk, en ese delicioso discurso, confesó por qué escribía y hoy lo he recordado: “¡Escribo porque quiero hacerlo, con toda el alma! Escribo porque a diferencia de otros, no me siento a gusto con un trabajo común y corriente. Escribo para que libros como los míos sean escritos y para poderlos leer. Escribo porque estoy molesto con ustedes, con todo el mundo. Escribo porque me complace enormemente sentarme en un cuarto a escribir sin descanso. Escribo porque solamente modificando la realidad puedo soportarla. Escribo para que el mundo entero sepa cómo yo, cómo nosotros en Estambul y en Turquía hemos vivido y vivimos. Escribo porque amo el olor del papel, de la pluma y de la tinta. Escribo porque creo más en la literatura, en el arte de la novela, que en cualquier otra cosa. Escribo porque es un hábito, una pasión. Escribo porque tengo miedo de ser olvidado. Escribo porque me gusta la celebridad y toda la notoriedad que el escribir conlleva. Escribo para estar solo. Escribo en la esperanza de entender por qué estoy furioso con ustedes, con todos. Escribo porque me gusta ser leído. Escribo para terminar de una vez por todas esta novela, este texto, esta página que en algún momento comencé a escribir. Escribo porque todos esperan que escriba. Escribo porque tengo una fe infantil en la inmortalidad de las bibliotecas y en el lugar que mis libros tendrán en los estantes. Escribo porque la vida, el mundo, todo es increíblemente bello y maravilloso. Escribo porque gozo traduciendo en palabras toda la belleza y la opulencia de la vida. Escribo, no para contar historias sino para construir historias. Escribo para liberarme del sentimiento de que siempre existe un lugar al que -como en una pesadilla- jamás podré llegar. Escribo porque nunca he conseguido ser feliz. Escribo para ser feliz”.
Otro día, yendo del timbo al tambo, en expresión muy querida por Gabriel García Márquez, me atreví a responder también a esa pregunta, ¿por qué escribo?, que reproduzco a continuación como justificación personal e intransferible de por qué lo hago, siendo consciente de que tengo que volver a leer las palabras de Pamuk para aprender de él cómo se cava, con una aguja, un pozo literario de secreto en mi alma. Lo hago porque es una pregunta a la que todavía no había dado respuesta, como a tantas preguntas de mi vida, sobre todo tres que superan con creces a ésta (Eclesiastés, 3, 1-22), a veces sintiendo profundamente aquellas palabras de aquél ejemplar ciudadano llamado Jesús, “triste está mi alma hasta la muerte”, que me cuesta descifrar en el terco día a día: ¿Qué gana el que trabaja con fatiga? o en otra variación sobre el mismo tema: ¿qué saca el hombre de todo su fatigoso afán bajo el sol?; ¿quién sabe si el aliento de la vida de los humanos asciende hacia arriba y si el aliento de la bestia desciende hacia abajo, hacia la tierra? y, por último, ¿quién guiará al hombre a contemplar lo que ha de suceder después de él? A día de hoy, la única respuesta que me sigue pareciendo coherente es la del propio Eclesiastés, un auténtico líder de las asambleas: hay que hacer camino al andar y aprender una gran respuesta provisional en la vida: es mejor caminar con otros, porque si nos caemos siempre habrá alguien que te levante, porque la amistad es como la cuerda de tres hilos: jamás se puede romper.
¿Por qué escribo? En primer lugar, porque es la forma de expresar de forma especial, con palabras, la esencia de mi persona de secreto, interpretando la realidad que rodea permanentemente mi vida de forma voluntaria pero no inocente. Ser dueño de las palabras, es el acto humano por excelencia porque es una posibilidad que solo pertenece a mi especie, aunque genere en el acto de escribirlas un miedo cerval ante la página en blanco. Cada vez que me enfrento a esta realidad, recuerdo algo que aprendí hace ya muchos años de Ítalo Calvino en su obra póstuma “Seis propuestas para el próximo milenio”: “…es un instante crucial, como cuando se empieza a escribir una novela… Es el instante de la elección: se nos ofrece la oportunidad de decirlo todo, de todos los modos posibles; y tenemos que llegar a decir algo, de una manera especial” (Ítalo Calvino, El arte de empezar y el arte de acabar).
En segundo lugar, porque considero que escribir es un acto de militancia activa en el compromiso intelectual, por varias razones: el mero hecho de cuestionar la existencia de uno mismo al servicio estrictamente personal, es decir, el trabajo permanente en clave de autoservicio, así definido e interpretado, rompiendo moldes y preguntándonos si lo importante es salir del pequeño mundo que nos rodea como privilegiada zona de confort y mirar alrededor, ya es un signo de capacidad intelectual extraordinaria que muchas veces no está al alcance de cualquiera por imperativos del mercado. Desgraciadamente. Además, porque al escribir se hace patente el compromiso con uno mismo y con los demás, fundamentalmente con los más desfavorecidos por la vida. Siempre lo he asociado con la responsabilidad social, porque me ha gustado jugar con la palabra en sí, reinterpretando la responsabilidad como “respuestabilidad”. Ante los interrogantes de la vida, que tantas veces encontramos y sorteamos, la capacidad de respuestabilidad al escribir (valga el neologismo temporalmente) exige dos principios muy claros: el conocimiento y la libertad. Conocimiento como capacidad para comprender lo que está pasando, lo que estoy viendo y, sobre, todo lo que me está afectando, palabra esta última que me encanta señalar y resaltar, porque resume muy bien la dialéctica entre sentimientos y emociones, fundamentalmente por su propia intensidad en la afectación que es la forma de calificar la vida afectiva. Libertad, en segundo lugar, para decidir siempre, hábito que será lo más consuetudinario que jamás podamos soñar, porque desde que tenemos lo que he llamado a veces “uso de razón científica”, nos pasamos toda la vida “decidiendo”. Cuando tienes la “suerte” de conocer las interioridades del dilema al escribir, ya no eres prisionero de la existencia. Ya decides y cualquier ser inteligente se debe comprometer consigo mismo y con los demás porque conoce esta posibilidad, este filón de riqueza. Aunque nuestros aprendizajes programados en la Academia no vayan por estas líneas de conducta. Cualquier régimen sabe de estas posibilidades. Y cualquier régimen, de izquierdas y derechas lo sabe. Por eso lo manejan, aunque siempre me ha emocionado la sensibilidad de la izquierda organizada o la de “los de abajo” que dicen ahora. La de los nadies organizados, también.
En tercer lugar, porque me transforma y renueva continuamente el alma, porque podemos escribir la historia mejor y jamás contada, pero si le falta alma, no es nada: Y eso el lector lo nota. Intuye que a esa perfección le falta algo. Se llama corazón, alma, un texto en el cual se nota si el autor se ha enamorado de su libro más allá de las ideas que quiere contar. Y me reafirmo en lo que ya he expresado en los últimos años sobre escribir con el alma, tal y como lo estoy haciendo ahora: “Esto me ha pasado a mí. Me he enamorado de mis libros y estoy viviendo esos momentos en los que mi alma está pendiente de todo, para que no falte nada a las personas que quieres y a las desconocidas que van a captar esos sentimientos y emociones que adornan siempre la inteligencia conectiva que escribe, que se expresa desde dentro de cada autor, siendo Internet un medio poderoso y lleno de recursos para difundir este momento mágico, dando la razón a San Agustín cuando escribía en un perfecto latín un constructo que me ha acompañado siempre: bonum est diffusivum sui (el bien, se difunde a sí mismo). O lo que es lo mismo: la buena literatura, escrita con alma, se difunde a sí misma. Todavía más, con la ayuda de las tecnologías y sistemas de información, porque se construye y difunde con la inteligencia digital, cada día más al alcance de muchas personas que saben qué es escribir con el alma de la pasión.
José Manuel Blecua, ex director de la RAE, dijo en una ocasión que al escribir copiamos siempre de los autores que hemos leído a lo largo de nuestra vida y nos han marcado. Quizá, al escribir hoy estas palabras especiales, para decir algo especial, he copiado una experiencia contada una vez por el escritor portugués António Lobo Antúnes, sobre una idea preciosa aportada por un enfermo esquizofrénico al que atendió tiempo atrás: “Doctor, el mundo ha sido hecho por detrás”, como si detrás de todo está el alma humana que fabrica el cerebro. Porque según Lobo Antúnes “ésta es la solución para escribir: se escribe hacia atrás, al buscar que las emociones y pulsiones encuentren palabras. “Todos los grandes escribían hacia atrás”. También, porque todos los días, los pequeños, escribimos así en las páginas en blanco de nuestras vidas, como cavando un pozo del alma con una aguja.
(1) Pamuk, Orhan (1997). La maleta de mi padre. Barcelona: Random House Mondadori.
CLÁUSULA ÉTICA DE DIVULGACIÓN: José Antonio Cobeña Fernández no trabaja en la actualidad para empresas u organizaciones religiosas, políticas, gubernamentales o no gubernamentales, que puedan beneficiarse de este artículo; no las asesora, no posee acciones en ellas ni recibe financiación o prebenda alguna de ellas. Tampoco declara otras vinculaciones relevantes aparte de su situación actual de persona jubilada.
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