
Sevilla, 13/XI/2021
Los que amamos el renacimiento diario de la vida respetamos mucho el tiempo pasado sin que afirmemos con rotundidad que siempre fue mejor, porque no fue así. Otra cosa es el respeto a determinados acontecimientos de nuestra historia para aprender siempre de ellos, sobre todo de sus errores para no volver a reproducirlos. Uno de estos aprendizajes es, sin lugar a dudas, el respeto a lo clásico, en las cinco acepciones que recoge nuestro diccionario de la lengua española que fija, brilla y da esplendor a este adjetivo, porque cada una de ellas es un compendio de aprendizaje multisecular: “Dicho de un período de tiempo: de mayor plenitud de una cultura, de una civilización, de una manifestación artística o cultural, etc.; dicho de un autor, de una obra, de un género, etc.: que pertenece al período clásico. Aplicado a un autor o a una obra: “esa película es un clásico del cine”; dicho de un autor o de una obra: que se tiene por modelo digno de imitación en cualquier arte o ciencia; perteneciente o relativo al momento histórico de una ciencia en el que se establecen teorías y modelos que son la base de su desarrollo posterior y dicho de un autor, de una obra, de un género, etc.: que pertenece a la literatura o al arte de la Antigüedad griega y romana”.
Esta referencia a lo “clásico” la traigo hoy a colación cuando recupero en mi biblioteca un libro de Salvatore Settis, El futuro de lo clásico, porque creo firmemente que lo clásico tiene futuro, como lo afirma David Hernández de la Fuente en El hilo de oro. Lo clásico en el laberinto de hoy (1), porque confirma la imperiosa necesidad de admirarnos, en el sentido aristotélico más profundo, de las aportaciones de los clásicos cada vez más populares, según afirma el propio autor en su introducción: “Y es que lo clásico tiene futuro, parafraseando el título de un conocido libro de Salvatore Settis, y lo sigue mostrando generación tras generación. Incluso hoy, pese al aparente descrédito y postergación que sufren las humanidades en nuestra sociedad y en nuestros planes de estudios, si tuviésemos que juzgar por las novedades que, año tras año, se siguen publicando sobre las antiguas Grecia y Roma, constataríamos el interés que sigue suscitando el mundo clásico, en el que reconocemos invariablemente el origen de nuestra cultura. Es un eterno retorno: desde la idea de ciudadanía a las artes o los géneros literarios, seguimos mirándonos en los modelos clásicos como en un espejo familiar. Su vigencia se constata cada día, incluso en nuestras actuales circunstancias excepcionales: son textos casi oraculares, de consulta siempre pertinente. Merece la pena detenerse a pensar en los clásicos como aquellos textos que nunca nos terminan de decir lo que tienen que decir, como escribía Ítalo Calvino en Por qué leer los clásicos”.
La sinopsis del libro de Settis explica el sentido de su obra: “Para encontrar identidad y fuerza, cada época ha inventado una idea distinta de “clásico”. Así, lo “clásico” concierne siempre no sólo al pasado, sino también al presente y a una visión del futuro. Para darle forma al mundo de mañana es necesario repensar nuestras múltiples raíces. ¿Por qué la heroína de un famoso manga japonés se llama Nausícaa? ¿Por qué tras el 11 de septiembre de 2001 el mulá Omar comparó a América con Polifemo, «un gigante cegado por un enemigo al que no sabe nombrar», por un Nadie? ¿Debemos quedarnos desconcertados por estas citas –si creemos que Homero es más “nuestro” que de los japoneses o los musulmanes– o vale más que reflexionemos sobre la intensidad y la eficacia de unas citas que vienen de tan lejos? Salvatore Settis recorre los senderos de la historia del arte, desde los rascacielos americanos posmodernos hasta los romanos y los griegos, para mostrar cómo ha cambiado la idea de lo “clásico” a lo largo de los siglos, en una estrecha comparación entre antiguos y “modernos” llevada a cabo siempre en función del presente, como un duelo entre interpretaciones opuestas del pasado y del futuro. Ninguna civilización puede pensarse a sí misma si no dispone de otras sociedades que le sirvan de término de comparación, de otro lugar en el tiempo (griegos y romanos) y de otro lugar en el espacio (las civilizaciones extraeuropeas). Cuanto mejor sepamos mirar lo “clásico” no como una herencia muerta que nos pertenece sin merecerla sino como algo sorprendente, que tenemos que reconquistar todos los días, como un potente estímulo para entender lo “diverso”, tanto más sabremos formar a las nuevas generaciones para el futuro”.
Quien sigue de cerca este cuaderno digital sabe de mi admiración de la obra de Ítalo Calvino, un clásico entre los clásicos, hasta el punto de que es un hilo conductor continuo, porque el mero hecho de enfrentarme ante la hoja en blanco a diario me recuerda el compromiso que adquirí hace casi dieciséis años al comenzar a escribir en este blog: si tengo la oportunidad de decir algo, cada día, debo procurar que sea algo especial. Esa es la razón de por qué me acerco hoy de nuevo a él, a través de una obra preciosa que me acompaña desde hace muchos años, ¿Por qué leer los clásicos? (2), en el que ofrece catorce razones para leer a estos autores, que deben ser leídas sin dejar ninguna atrás. Lo recomiendo encarecidamente como se decía en mi casa ante misiones culturales aparentemente imposibles e inútiles, entre las que destaco hoy la tercera, una vez llegado este momento de frecuentar el futuro imperfecto de nuestra vida: “Debe haber, por tanto, un momento en la vida adulta dedicada a revisar los libros más importantes de nuestra juventud. Hay grandes clásicos que ejercen una influencia tan particular en nosotros que se niegan a ser erradicados de la mente escondiéndose en los pliegues de la memoria, camuflándose como el inconsciente colectivo o individual. Es por ello por lo que deben releerse una vez alcanzamos la madurez. Incluso si los libros siguen siendo los mismos (aunque ellos no cambian, a la luz de una perspectiva histórica alterada), sin duda nosotros sí hemos cambiado, y nuestro encuentro con esa misma lectura será una cosa totalmente nueva. En realidad podríamos decir: 4 [cuarta razón]. Toda relectura de un clásico es una lectura de descubrimiento como la primera”.
Traigo a colación esta reflexión porque sigo frecuentando mucho la lectura y seguimiento activo de los clásicos en la literatura, la poesía, el teatro, la música, la pintura, la religión y otras artes y creencias clásicas dignas de guardar, sin dejar de hacerlo también con el futuro en este terco presente, siguiendo la recomendación del Dr. Cardoso a Pereira, que aprendí en Sostiene Pereira de Tabucchi: “… deje ya de frecuentar el pasado, frecuente el futuro. ¡Qué expresión más hermosa!, dijo Pereira”. Se lo debo a profesores y profesoras que he tenido a lo largo de mi vida, auténticos maestros y maestras, que me enseñaron la forma de aprehender la belleza de su pensamiento, de su pintura, de su capacidad de representación escénica de la vida, de su forma de componer obras musicales inolvidables, de sus creencias, de su alma, de su belleza interior como personas clásicas. A veces, no populares, por supuesto.
(1) Hernández de la Fuente, David, El hilo de oro. Lo clásico en el laberinto de hoy, 2021. Barcelona: Ariel.
(2) Calvino, Ítalo, ¿Por qué leer los clásicos?, 2012. Madrid: Siruela.
CLÁUSULA ÉTICA DE DIVULGACIÓN: José Antonio Cobeña Fernández no trabaja en la actualidad para empresas u organizaciones religiosas, políticas, gubernamentales o no gubernamentales, que puedan beneficiarse de este artículo; no las asesora, no posee acciones ni recibe financiación o prebenda alguna de ellas. Tampoco declara otras vinculaciones relevantes aparte de su situación actual de persona jubilada.
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