Sevilla, 15/II/2022
Hoy siento un vértigo especial al enfrentarme a la página en blanco de mi cuaderno digital, porque quiero escribir con alma de lo que siento en este momento después de haber leído unas páginas de un libro publicado el mes pasado, de cuyo nombre quiero acordarme especialmente en este momento: Neorrancios. Sobre los peligros de la nostalgia (1). Me ha removido la conciencia de los que soy y de lo que me queda por hacer en este mundo diseñado muchas veces por el enemigo, como dice el poeta Juan Cobos Wilkins, a quien tanto aprecio. Obviamente, en este país, en mi Comunidad y en mi ciudad.
Estamos asistiendo a un momento que podía ser mágico, por haber salido del último túnel (por ahora) de la pandemia y resulta que la nueva normalidad es a veces peor que la de antes, en una nostalgia instalada en la mente de muchas personas que, en principio, no les permite caminar hacia alguna parte por descubrir y que ofrezca felicidad. Para una persona como yo, que piensa que el mundo sólo tiene interés hacia adelante, el título de mi blog o cuaderno digital, en el que llevo escribiendo desde hace más de dieciséis años, la publicación de Neorrancios me causa estupor y me conmueve, porque siempre he defendido los valores que nos hacen ser personas dignas. De hecho “fundé” un club virtual hace años, el de las personas dignas, en el que no me interesa contabilizar adeptos, sino crear masa crítica, incluso anónima, para seguir pensando que el mundo hay que transformarlo porque el actual no nos gusta nada. Además, volver a repetir los errores del pasado me da pánico, aunque se intente maquillar todo con el eslogan de que “visto lo visto, cualquier pasado fue mejor”. Craso error, si sólo atendemos a la esencia del evolucionismo en sus múltiples manifestaciones, porque la historia ha demostrado que todo no se soluciona con instalarnos en la zona de confort histórico que cada uno cree que es la mejor, individualismo y liberalismo en estado puro, frente a los que pensamos que juntos podemos transformar la sociedad para que avance, pero sólo hacia zonas que nos den confort a todos, porque solos no conseguimos prácticamente nada en la aldea global en las que actualmente vivimos.
Volviendo al libro que me ha conmovido, he escogido para empezar la sinopsis oficial del mismo, que no tiene desperdicio alguno: “«Me da envidia la vida que tenían mis padres a mi edad.» Bajo ese discurso pretendidamente crítico se esconde una idealización de un tiempo pasado que nunca fue mejor. Una nostalgia fundamentada en un modelo familiar único, una sublimación del medio rural, un capitalismo alienado y una negación de los avances sociales logrados a lo largo de las últimas cuatro décadas. Son argumentos propios de una izquierda conservadora que se espanta ante la pérdida de su hegemonía. Lo neorrancio es lo que ocurre cuando miramos al pasado con la venda del recuerdo y cuando convertimos la experiencia propia en universal. Un libro que pone el presente en valor y que da pautas sobre hacia dónde debería enfocar la izquierda sus demandas”. Después, en el primer capítulo, Contra lo neorrancio. Por qué triunfa el repliegue sentimental, escrito por Begoña Gómez Urgáiz, he leído párrafos que centran muy bien su hilo conductor, sobre todo al analizar el fenómeno ocurrido hace un año en este país con la publicación del libro Feria de Ana Iris Simón, que ha conseguido el encumbramiento a los altares rojipardos, es decir, tanto de sectores de la izquierda como de la derecha más casposa, en un fenómeno que sobrecoge porque ambos “encuentran consenso en un enemigo común: el dogma neoliberal. En este territorio político, unos y otros, izquierda antigua y derecha nueva, se celebran y se jalean mutuamente. No solo les unen las mismas fobias, como la corrección política que sienten castradora, también comparten unos modos similares. La izquierda reaccionaria y la derecha contestona, que en España tiene una clara líder en Isabel Díaz-Ayuso, están hermanadas por el mismo sincomplejismo. Se autoconceden el monopolio de la palabra llana, la capacidad de decir lo que creen que todo el mundo piensa y nadie se atreve a decir. Son los maestros del al pan, pan y al vino, vino”. Más adelante, justifica el nacimiento de este término, neorrancio, nacido en un programa de radio Tardeo, en Radio Primavera Sound: “Lo que se está debatiendo desde este frente antinostálgico no es poca cosa. Se está diciendo que sólo se pueden permitir la añoranza por tiempos pasados quienes ocuparon posiciones privilegiadas, debido a su origen, género o identidad sexual. Que la familia ha sido y es refugio para muchos y el origen de toda violencia para otros y mitificarla en su estado más ancestral no conduce a nada. Que soñar con hipotecas a tipo fijo cuando el modelo inmobiliario actual ha colapsado, no una sino varias veces, no tiene mucho sentido. Que acercarse a la maternidad desde posiciones entre exaltadas y existencialistas -la teta es la patria y amamantar es rezar- choca con los intereses de las mujeres, sobre todo las de clase trabajadora. Que si algo no necesita el mundo rural es que lo romanticen con términos de hace cincuenta años. Que si lo de temer las migraciones suena tan mal es por algo. Que reivindicar, aunque sea desde una coqueta postura de provocación, a figuras como la del falangista Ramiro Ledesma sencillamente repugna. Que la nostalgia, es, en definitiva, el fracaso de la imaginación política”.
Ante lo anteriormente expuesto, que comparto, me siento obligatoriamente obligado a leer el libro e invitar a quienes lean estas líneas a hacerlo, así como acudir al rastreo de lo que he escrito en este cuaderno digital al respecto durante los años de su existencia, porque a diferencia de lo afirmado por Groucho Marx, tengo unos principios sobre el progreso y la unidad popular con conciencia de clases que, si no gustan, no estoy dispuesto a cambiarlos, sobre todo en relación con la mirada siempre hacia adelante en el caminar diario. Lo he escrito recientemente con ocasión de la publicación reciente de un ensayo de Thomas Piketty, Breve historia de la igualdad (2), una versión resumida de su obra anterior, Capital e Ideología, en el que expone una historia comparada de las desigualdades entre clases sociales: “el camino hacia la igualdad es fruto de luchas y rebeliones contra la injusticia, y resultado de un proceso de aprendizaje de medidas institucionales y sistemas legales, sociales, fiscales y educativos que nos permitan hacer de la igualdad una realidad duradera. Desafortunadamente, este proceso a menudo se ve debilitado por la amnesia histórica, el nacionalismo intelectual y la compartimentación del conocimiento”. Frente a las tesis sobre la desaparición de las ideologías, que los neorrancios diluyen en discursos vacíos y sin sentido, adulterados en su esencia, el libro de Piketty es un balón de oxígeno para recuperar el sentido de la tendencia histórica de la igualdad como una realidad que se ha consolidado desde finales del siglo XVIII. Con una exposición muy amena, Piketty propone una alternativa basada en diversas propuestas concretas: el socialismo democrático, participativo y federal, ecológico y con mestizaje social, sobre la base de la fiscalidad progresiva, el reparto del poder de las empresas, las reparaciones poscoloniales y la lucha contra la discriminación, la igualdad educativa y el sistema de herencia universal, la reducción drástica de las desigualdades monetarias y un sistema electoral al margen de las influencias del dinero. Las ideologías seguirán marcando el curso de la historia, tal y como lo expresó de forma excelente el filósofo George Lukács en El asalto a la razón: “[…] no hay ninguna ideología inocente: la actitud favorable o contraria a la razón decide, al mismo tiempo, en cuanto a la esencia de una filosofía como tal filosofía en cuanto a la misión que está llamada a cumplir en el desarrollo social. Entre otras razones, porque la razón misma no es ni puede ser algo que flota por encima del desarrollo social, algo neutral o imparcial, sino que refleja siempre el carácter racional (o irracional) concreto de una situación social, de una tendencia del desarrollo, dándole claridad conceptual y; por tanto, impulsándola o entorpeciéndola” (3).
Quien siga de cerca las páginas de este cuaderno digital sabe que existe un hilo conductor en ellas, porque ocurre igual con lo que escribo: las ideologías, cualquiera de ellas no son inocentes para el bien o para el mal, que atraviesan en la actualidad una crisis importante, aunque estoy convencido y lo defiendo con ardor guerrero y con ardiente impaciencia, que nunca son inocentes y cualquiera no sirve para transformar el mundo y hacerlo más habitable, más amable y más confortable para todos. Sé que cuando se habla de esta realidad interior, personal o colectiva, rápidamente se nos tacha de utópicos equivocados de siglo. No lo percibo así, más aún cuando defiendo una ideología de marcado carácter social que ayuda a transformar, más que a cambiar, ese mundo que no nos gusta, a veces tan próximo que incluso nos asusta. Navegando en esta patera frágil de la vida, en la que suelo embarcar a diario, suelo recurrir a un recurso barato (no está en el mercado), que es soñar despierto, creando historias imaginables e incluso reales como la vida misma. Vivo rodeado de personas que sueñan con un mundo diferente, porque no les gusta el actual, porque hay que cambiarlo. A mí me gusta ir más allá, es decir, el mundo hay que transformarlo. Pero surge siempre la pregunta incómoda, ¿cómo?, si las eminencias del lugar, cualquier lugar, dicen que eso es imposible, una utopía, un desiderátum, como si ser singular fuera un principio extraterrestre, un ente de razón que no tiene futuro alguno. Esos pensamientos son ya historia dicen economistas de renombre mundial. No me resigno a aceptarlo y por esta razón sigo yendo con frecuencia de mi corazón y sueños a mis asuntos, del timbo al tambo, como decía García Márquez en sus cuentos peregrinos, buscando como Diógenes personas con las que compartir formas diferentes de ser y estar en el mundo, como en el caso que nos ocupa hoy, investigadores de la desigualdad humana para contrarrestarla, como Thomas Piketty, que sean capaces de ilusionarse con alguien o por algo. De soñar creando, porque los ojos, cuando están cerrados, preguntan. O planteando una denuncia de lo que está ocurriendo en la sociedad española con la aparición en tromba de los neorrancios por doquier.
Frente a estos planteamientos llenos de esperanza para vencer las desigualdades, escucho a diario que ya no se puede hacer nada, que todos los políticos son iguales, que al final lo que vale es el dinero que tengas a mano, que el mundo no tiene solución, que la crisis actual motivada por la pandemia va a acabar con las ilusiones legítimas de todos. Conformismo puro y duro que detesto y regresión a tiempos pasados porque, equivocadamente, se piensa que fueron mejores, sólo para algunos porque para muchos solo trajeron sufrimiento y desigualdad social. Y no es verdad que tengamos que estar en actitud paciente o conformista sobre estos juicios de valor, que tengamos que resignarnos a renunciar a ideologías que permiten a personas dignas estar cerca de los demás, de aquellos que menos tienen, de los que luchan por el estado del bien-ser y del bien-estar, por el trabajo bien hecho, el diario, el que puede ser más gris en determinados momentos; por ejemplo, por los que defienden que el trabajo en la Administración Pública tiene que respetar el tiempo, el espacio y el dinero público de principio a fin de jornada, pensando siempre en la persona como ciudadano al que se debe orientar todo lo que se hace en la Administración como acción basada estrictamente en el interés público.
Porque nada ni nadie es inocente. Todo tiene una razón de ser y ahora es necesario subir a cubierta y al cielo abierto para gritar a los cuatro vientos que somos necesarios para transformar el mundo, cada uno donde está en la actualidad, con un trabajo celular, ejemplar, allí donde vive o trabaja cada uno o cada una, porque la solución no viene solo de la Unión Europea, o del Banco Central Europeo, o de la presidenta Úrsula von der Leyen (presidenta de la Comisión Europea), por poner un ejemplo muy actual. Es más probable que la salida a la crisis actual que arrastramos desde hace ya muchos años y agudizada ahora por la pandemia, sea una realidad si prosperamos en plantar cara a la desazón que embarga a muchas personas, porque a las personas que pertenecemos al Club de las Personas Dignas nos interesa ahora dejar temporalmente esas salas de máquinas en las que hemos trabajado durante tanto tiempo o en las contraminas de la sociedad, de los trabajos o de las familias, para gritar a los cuatro vientos, a cielo abierto, que tenemos que seguir luchando para recuperar la dignidad de personas en el silencio o ruido de cada día, el de cada uno, el de cada una, y que sabemos dónde está la clave: en el trabajo serio y callado, coherente, de principio a fin, ejemplar, sobre todo, que acabe con las desigualdades.
También, en descubrir y desenmascarar las maniobras oscuras de los conformistas y mediocres, sin esperar que vengan los demás a solucionarnos los problemas que nos rodean y, para decirlo bien alto y claro, porque todos no somos iguales. Porque solo debe existir esta igualdad ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social [ante la crisis… de la pandemia (el corchete es mío)], como dice el Artículo 14 de la Constitución. Aunque dentro de unos días, cuando la mar esté en calma y la dirección de la mina no tenga más sobresaltos, tengamos que volver con la cabeza bien alta a la contramina o a la sala de máquinas en la que tanto nos gusta trabajar, para seguir navegando y cavando en la igualdad que tanto necesitamos todos para alcanzar la libertad, sin excepción alguna. De lo contrario sucederá lo que ya nos advirtió Benedetti sobre los peligros del conformismo y la mediocridad: sin pensar uno ahorra desalientos / porque no espera nada en cada espera / si uno no piensa no se desespera / ni pregunta por dónde van los vientos // la mente se acostumbra a ese vacío / no sabe ya de nortes ni de sures / no sabe ya de invierno ni de estío (4).
Publicaciones como la de Neorrancios son una bocanada de viento fresco cuando muchos navegamos, en patera, sólo al desvío. Gracias por ello. Tengo muy claro que no se cambia nada desde la nostalgia del pasado. La única nostalgia que me permito, como motor de cambio, es la de constatar, en este aquí y ahora, que la dignidad humana no alcanza a todas las personas de este país, que necesita, urgentemente, transformar su presente para poder alcanzar el mejor y más digno futuro para todos.
(1) Urgáiz B. et alii (Coord.), Neorrancios. Sobre los peligros de la nostalgia, 2022. Madrid: Península.
(2) Piketty, Thomas, Breve historia de la igualdad, 2021. Bilbao: Deusto.
(3) Lukács, G, El asalto a la razón, 1976. Barcelona: Grijalbo, pág. 5.
(4) Benedetti, Mario (2014, 2º ed.). Soneto del pensamiento, en Testigo de uno mismo. Madrid: Visor Libros, pág. 122.
CLÁUSULA ÉTICA DE DIVULGACIÓN: José Antonio Cobeña Fernández no trabaja en la actualidad para empresas u organizaciones religiosas, políticas, gubernamentales o no gubernamentales, que puedan beneficiarse de este artículo; no las asesora, no posee acciones en ellas ni recibe financiación o prebenda alguna de ellas. Tampoco declara otras vinculaciones relevantes aparte de su situación actual de persona jubilada.
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