Cruzando el Guadiana

Hace 25 años, a las seis y media de la tarde, la misma hora en la que escribo esta crónica retrospectiva, acababa de coger el coche para volver a Moguer (Huelva), al hotel Fuentepiña, mi residencia habitual, después de un ajetreado día de clases. A través de la radio pude escuchar la narración del locutor de la Cadena Ser sobre la entrada de Tejero en el Congreso de los Diputados. Me temí lo peor. Decidí acelerar el regreso por el Polo y mi sorpresa fue mayúscula al ir tomando conciencia de la gravedad de lo sucedido. No podía ser.

La llegada a Moguer no fue cómoda. Al no haber efectuado la reserva de la habitación, como era mi costumbre, no encontré sitio en el hotel de Francisco (antes de suicidarse) y tuve que buscar alojamiento en el Hostal Platero, donde se “vivía” intensamente el golpe. Escuché a pié de mostrador, en la recepción: “¡ya era hora de que regresaran los nuestros…!”. Con objeto de poder salir muy temprano, sin molestar, decidí pagar por anticipado y así no entretenerme. Quizá era una salvaguarda por si tenía que huir, idea que no abandoné en ningún momento por mi marcada posición ideológica. No podía ser.

Salí en búsqueda de una cabina telefónica. A través de sus cristales leía unos azulejos con un texto de “Platero y yo” que nunca olvidaré: “El niño tonto: … todo para su madre, nada para los demás”. Fui a tomar unas tapas como cena. En el mostrador del bar, cerca de Pepito y de mi amigo Narciso, que hablaba siempre con su caballo como queriendo imitar a Juan Ramón Jiménez y que siempre me prestaba calor de proximidad personal, no quitaba ojo de la televisión y de Iñaki Gabilondo, entre música y música militar que nunca me supo levantar… No podía ser.

A las seis de la mañana, me puse camino de Ayamonte. Había quedado con Cristóbal, un amigo no olvidado, por razones profesionales. Al llegar, dudé si cruzar el Guadiana o permanecer allí, en mi sitio, hasta ir conociendo la evolución del golpe. Trabajé según lo previsto y, mediada la mañana, enfilé el camino del puerto y atravesé el río hasta Vila Real de San Antonio, arrancando noticias desde donde podía. Dejé el coche en España, creo –ahora que lo pienso bien- que lo dejé todo y estaba dispuesto a iniciar el exilio físico, yendo con lo puesto. En esa época iba por la vida muy ligero de equipaje: era yo solo y mi circunstancia. Me acompañó Cristóbal. Al menos, así se lo hice saber, me podía despedir de una persona querida, admirada y que simbolizaba mi agradecimiento personal a Huelva y a cuantos habían estado cerca en la lucha por la educación y la cultura como caminos de libertad. Con el paso de las horas y cercano el mediodía, a tenor de cómo evolucionaban los acontecimientos (todos los portugueses y españoles “del otro lado” se agolpaban en los transistores constituidos en altavoces de libertad), las posibilidades reales de volver a España se hacían más evidentes.

Y volví. Crucé de nuevo el Guadiana. Volví a luchar, a salir a la calle para pedir más libertad, para que permanecieran en Huelva dos centros de estudios, con visión de que algún día fueran el germen y arte y parte de la educación universitaria para la provincia. Por una cultura distribuida con nuevos medios de comunicación social. Por una salud mental diferente. Por un bienestar social equitativo y distribuido.

Ese mismo día, 24 de febrero de 1981, acabé en Riotinto. Aparqué cerca de la plaza en la que se hace un homenaje explícito al minero. Solo se me ocurrió escribir un poema en papel cuadriculado, que conservo, por un pequeño espectáculo de la naturaleza que pude contemplar: “las palomas de Riotinto, son palomas de libertad…”. Nada más.

Hoy, en Sevilla, a las seis y media de la tarde del 23 de febrero de 2006, agradecido a la vida porque aquel día no me quedé en la orilla perdida del exilio moral…

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