Cuando era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, razonaba como niño… También, como niño del Sur, me cruzaba casi todas las mañanas con el padre Federico Sopeña en la calle Narváez, en Madrid, donde vivía, muy cerca de la farmacia Tormo. Lo reconocía inmediatamente porque era un clásico en la música de élite, no popular, en este país. Luego he sabido sus idas y venidas con el régimen franquista y el silencio que arropó sobre la verdadera causa de la muerte del gran director de orquesta Ataúlfo Argenta. En un artículo muy interesante de Jesús Ruiz Mantilla, Enterrado el tabú de la muerte de Ataúlfo Argenta, que he leído en el diario El País en su versión digital, he podido conocer, con el detalle que siempre puede ofrecer una de las protagonistas de su fallecimiento, la verdadera causa del mismo, un aparente juego real de infidelidad en su matrimonio.
Era un secreto a voces, eso sí, con diversas hipótesis al no haberse podido escribir sobre la verdad de su ausencia, que todo el mundo decía saber en el contexto en el que había fallecido, aunque no se podía declarar en tiempos de la dictadura. He leído en la edición facsímil de ABC, de 23 de enero de 1958, en su página 37, que “Ataúlfo Argenta se encontraba en su automóvil al sobrevenirle la muerte. A las once de la mañana, a uno de los albañiles que trabajaba en el hotel [sic] donde residía el famoso director, le extrañó el ver la puerta del garaje abierta por lo que entró en éste y descubrió el cadáver dentro del coche. Inmediatamente, informó a la Guardia Civil”. Obviamente, ni una sola mención a la persona que lo acompañaba. Ahora, a través de una biografía recientemente publicada sobre el director, Ataúlfo Argenta. Música interrumpida, escrita por Ana Arrambarri, podemos conocer con detalle todo lo que ocurrió aquella madrugada del 21 de enero de 1958, en su chalet de Los Molinos, en Madrid. Allí estaba junto a él Sylvie Mercier, una joven alumna pianista francesa de 23 años, esperando que la chimenea les diera el calor necesario. En esa espera estaban, en el coche de Ataúlfo y con el motor encendido buscando abrigo temporal. Ese fue su error porque “las emisiones de anhídrido carbónico les sumieron en un sueño. Los pulmones de ella resistieron. Los del maestro, desvencijados tras un episodio de tuberculosis que poco antes lo había dejado en los huesos, no” (1).
Yo tenía en esos días diez años, pero recuerdo perfectamente una página de ABC contando la noticia, una muerte que cogió por sorpresa al discreto encanto de la burguesía de Madrid, porque no le querían dados sus antecedentes “rojos” y donde yo crecía amando la música y la soledad sonora de mis diez años. Tengo grabada en mi memoria de hipocampo aquella imagen, que no tradujo la verdad de lo ocurrido. Así crecíamos los niños en este país, alejados de la realidad que otros interpretaban por ti a su imagen y semejanza. Menos mal, que su hijo Fernando, ha aportado mucha verdad sobre la música a los niños y niñas que han vivido en democracia, haciendo que los grandes maestros de la música los conocieran siempre como clásicos muy populares, incluso en momentos que necesitan el respeto de los demás. Por ejemplo, la verdad que se nos ocultó durante muchos años sobre el acontecimiento narrado, solo porque Ataúlfo había tenido un escarceo con Sylvie Mercier, que se salvó, sin que se pudiera saber nunca la verdadera razón de su refugio aquella noche en Los Molinos.
He admirado siempre a Fernando Argenta, por el trabajo encomiable que ha desarrollado a lo largo de su vida y de la forma tan didáctica que lo presentó en sociedad, para que este país saliera de su catetez extrema y comenzara a conocer y sentir la música clásica a través de programas memorables en radio y televisión, Clásicos populares y El conciertazo, aunque él amaba sobre todo su radio, la nacional de España, llegando a afirmar con cierta sorna que “A los que trabajamos en radio no nos deberían poner cara jamás”.
Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, razonaba como niño; pero cuando llegué a ser hombre, dejé las cosas de niño… (1ª Corintios, 13, 11). Buscando esta verdad de Ataúlfo Argenta, he seguido de cerca a Fernando Argenta en mi vida nómada, escuchándolo siempre con enorme respeto en la radio del coche, en viajes siempre hacia alguna parte. El mismo que él tenía hacia su padre cuando nos presentaba el Concertino para guitarra y orquesta en La menor, de Salvador Bacarisse (sobre todo su Romanza), nada apreciado por el Régimen franquista por su deriva republicana y que dirigió en un concierto memorable en París el día de su estreno, del que guardo un recuerdo entrañable en mi memoria de hipocampo, de secreto. Escúchenlo con la pasión de Ataúlfo Argenta en su dirección musical.
Para finalizar, traigo a colación de nuevo unas palabras que escribí el día que conocí la muerte de Fernando Argenta, tan diferente en su divulgación a la de su padre: “Tiempo de vivir y tiempo de morir. Tiempo de agradecer, sobre todo, por tu forma alegre de vivir la vida con una música muy especial, por la forma de contar los despistes existenciales de tu padre, el gran Argenta. Como te escuché en cierta ocasión, Fernando, sobre un posible epitafio al final de tu vida: “No tengo el ingenio de Groucho Marx, pero sería algo así como ‘Vaya un despiste que tuve cuando morí’. Todo un programa de vida para no hacer daño a los demás, para que la verdad histórica de nuestra vida, la de los demás, la de nuestro país, nos permita ser cada día más libres.
Sevilla, 2/IV/2017
(1) http://cultura.elpais.com/cultura/2017/03/31/actualidad/1490989386_532346.html
NOTA: he escogido este vídeo en YouTube porque el mensaje de la persona que lo ha colgado me parece necesario para transitar por la memoria histórica como es el caso de Bacarisse, al que Ataúlfo Argenta le dedicó siempre atención personal y profesional, aunque fuera de España: “Con este vídeo, hago un pequeño y humilde homenaje a Bacarisse y a los que fueron víctimas de sus propios días, sobre todo, a los que tras perder la guerra, por si fuera poco, tuvieron que marcharse. Murieron, perdieron y se marcharon, la gran mayoría lo hizo para siempre, y nunca han tenido el reconocimiento que también ellos merecen. Jamás olvidemos la historia, y aprendamos siempre de ella. Es por eso que, sin demonizar ni buscar culpables, sólo emito un reflejo más de esa época que, espero, al menos nos haya servido para aprender y no volver a cometer los mismos errores nunca más. Sé que este es un tema no superado en España y tenemos que buscar todos los medios para que así sea. Ha pasado más de ochenta años y no veo que haya habido un perdón de verdad. Sólo tratando esta época sin rencores podremos avanzar como sociedad, y este país podrá ser algo mucho mejor. Hay que encontrar algún nexo de unión, porque, aunque siempre existan divergencias políticas, la herida de la Guerra Civil española nunca se cierra porque nunca nadie parece querer curarla, sobre todo los que tan malamente nos gobiernan hoy día”.
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