Hablemos de precariado

EL PRECARIADO

No es la primera vez que abordo esta realidad multiforme en este blog, aunque vinculado siempre a la precariedad como entidad en sí misma: Precariedad de precariedades, todo es precariedad. Pero por paradójico que parezca ante la situación social actual y por mucho que se busque en el diccionario de la RAE, la palabra “precariado” no existe, es decir, todavía no se la ha podido limpiar, fijar y dar el esplendor que merece como marca de la casa. Por algo será. Analizando su origen, se localiza su nacimiento al español como traducción literal del vocablo inglés “precariat” que aparece de forma profusa en el libro The Precariat, escrito por Guy Standing, un economista británico que ha dado vida plena a esta palabra, cumpliendo las funciones olvidadas por la RAE y que se aplica a la inseguridad económica, incertidumbre laboral y pérdida progresiva de derechos que sufre la ciudadanía y que caracteriza una nueva clase social de tanto valor histórico como la que dio nombre al “proletariado”.

He leído con atención este libro (1) y varias publicaciones en torno a esta realidad social que nos rodea de forma implacable. Al ser todavía una isla desconocida en su interpretación social más profunda, he navegado hacia ella con armas y bagajes para poder integrarla y compartirla en este cuaderno de inteligencia digital. Lo hago abrumado por los datos de empleo referidos al mes de agosto de este año, facilitados por el Servicio Público de Empleo Estatal, donde las cifras siguen siendo desoladoras de cara al empleo de este país, en los que se constata que el paro ha subido en 46.400 personas al finalizar el verano “oficial”, destruyéndose la friolera de 179.485 puestos de trabajo, la mayor cifra para un mes de agosto desde 2008. Pero la situación de precariado va mucho más allá.

¿Qué se entiende por “precariado”? Siguiendo a Standing, es una clase social, sin conciencia todavía de clase, pero sí con sentimiento de la misma, detrás de la élite, los altos directivos y ejecutivos, los “profitécnicos” (mezcla de profesionales y técnicos) y los trabajadores manuales que constituyen la esencia de la clase obrera, situándose como quinto grupo donde se encuentra el precariado ”flanqueado por un ejército de desempleados y un grupo deshilvanado de fracasados e inadaptados sociales que viven de los deshechos de la sociedad”. Pero lo verdaderamente importante es lo que Standing analiza como el rol social que desempeña esta nueva “clase” fragmentada, que tampoco puede vincularse a la distinción académica de clase y estatus, ambos conceptos en sentido estricto. Tienen, eso sí, un “estatus truncado”.

Lo que verdaderamente me ha llamado la atención de su estudio es la vinculación del precariado a la inseguridad que está en la base de esta nueva clase social, puesta en relación con los siete aspectos de seguridad que emanan de la seguridad laboral bajo la ciudadanía industrial: seguridad del mercado laboral, en el empleo, en el puesto de trabajo, en el trabajo, en la reproducción de las habilidades, en los ingresos y, finalmente, en la representación. Es muy interesante la diferencia que establece entre inseguridad en el puesto de trabajo y en el trabajo en sí mismo, con ejemplos escalofriantes sobre la volatilidad de determinados puestos en relación con la movilidad forzada y continua, por ejemplo. La reflexión dedicada al concepto de ingresos tampoco tiene desperdicio, porque la vulnerabilidad de la precariedad define por sí sola la volatilidad de los ingresos. Pero lo que sí considero de una profundidad pendiente de estudio es la pérdida de identidad basada en el trabajo y vinculada desde el principio de su existencia de la precariedad como clase y estatus informal. El trabajador precarizado no tiene identidad ocupacional. Va de allí para acá sin rumbo identitario, a pesar de su preparación, en muchos casos, y de su voluntad de trabajar “donde sea” y “al precio que sea”.

Finalizo esta aproximación al precariado con una reflexión en torno a lo que Standing denomina “mente precarizada”, porque me preocupa y mucho el fondo y la forma de lo que aquí expone. Es verdad que la precarización general de la vida que nos rodea no es inocente y que las fuerzas emergentes tecnológicas están definiendo un nuevo patrón de ser y estar en el mundo. Decía anteriormente que el precariado no goza todavía de conciencia de clase, pero sí de sentimiento de la misma, como estado pasajero que se olvida desde el momento que disfrutamos de cualquier momento placentero. Es una realidad constatable que hay una “creciente evidencia de que la juguetería electrónica que impregna todos los aspectos de nuestra vida está teniendo un profundo impacto sobre el cerebro humano, sobre la forma en que pensamos; y lo que es aún más alarmante, sobre nuestra capacidad de pensar; y lo está haciendo de forma coherente con las hechuras del precariado”. Es verdad que todo el mundo digital influye en nuestras vidas, en el internet de las cosas, de las personas y en el internet de la vida, en general, pero no comparto la aproximación a las reflexiones de Raymond Carr, que ya analicé en este blog en 2014, en un artículo (Homo digitalis: la especie que preocupa a Nicholas Carr) que sigue teniendo vigencia en nuestros días. Es cierto también, que el ecosistema digital tiene sobrecarga de información y nos deja solos ante el peligro de vivir digitalmente, pero vuelvo a mantener un cierto recelo de quienes piensan que el mundo digital provoca efectos letales sobre personas y cosas, porque es bien sabido que la revolución digital es una revolución que utiliza tecnologías de doble uso. Para eso está la inteligencia digital, que una persona precarizada puede utilizar porque no la gobierna siempre el mercado cuando se hace un uso racional de la misma. Es probable que por medios digitales la precarización sufra mucho por la solidaridad que se establece en redes sociales que no controla del todo el Estado Precarizador, si así se le pudiera llamar.

Lo he manifestado en reiteradas ocasiones y ahora lo hago frente a un mundo precarizador en todos los sentidos: estoy convencido que los ordenadores, el software y el hardware inventados por el cerebro humano, es decir, el conjunto de tecnologías informáticas que son el corazón de las máquinas que preocupan y mucho a Nicholas Carr, de forma legítima y bien fundamentada, permiten hoy creer que llegará un día en este “siglo del cerebro”, no mucho más tarde, en que sabremos cómo funciona cada milésima de segundo, y descubriremos que somos más listos que los propios programas informáticos que usamos a diario en las máquinas que nos rodean, porque estoy convencido de que la inteligencia digital desarrolla sobre todo la capacidad y habilidad de las personas para resolver problemas utilizando los sistemas y tecnologías de la información y comunicación cuando están al servicio de la ciudadanía, sobre todo cuando seamos capaces de superar la dialéctica infernal del doble uso de la informática, es decir, la utilización de los descubrimientos electrónicos para tiempos de guerra y no de paz, como en el caso de los drones o de la fabricación de los chips que paradójicamente se usan lo mismo para la consola Play Station que para los misiles Tomahawk. Ese es el principal reto de la inteligencia. También, frente a la precarización que nos asola.

Sevilla, 20/IX/2017

(1) Standing, Guy (2013). El precariado. Una nueva clase social. Barcelona: Pasado&Presente.

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