Una de mis tareas domésticas en el tiempo de júbilo que vivo en la actualidad es el planchado semanal. Es un arte que he vuelto a practicar recordando mi etapa de soltería en la que iba con facilidad del timbo al tambo profesional y doméstico. Pero lo que he descubierto en el momento actual es el placer de hacerlo acompañado casi siempre por Mozart, porque mi transistor de toda la vida está anclado en el dial de Radio Clásica y casi siempre coincide la tarea de la plancha con un espacio de la mañana, Música a la carta, que me recuerda mis años de niñez y juventud en Madrid cuando también buscaba en una preciosa radio Philips (por si acaso sonaba una flauta querida, por casualidad) la música dedicada de los radioyentes anónimos que siempre pronunciaban la misma frase machacona de la época: “a Fulanito o Fulanita de Tal, que me estará escuchando”.
Hoy, una vez más, Mozart me ha acompañado en el momento de planchar una camisa. Ha sido una petición a la presentadora de ese espacio, Silvia Pérez Arroyo, que ha comentado lo solicitado por el oyente, sin saber que yo la estaba escuchando… Nada más y nada menos, que el Adagio del Concierto para piano, número 23 (K. 488). Es curioso, pero ya había recogido sensaciones especiales de este movimiento en un post escrito en 2012, que llevaba un título especial: La inteligencia es bella. He tardado en plancharla el tiempo de esta maravillosa composición, seis minutos y trece segundos (1), una obra que Mozart presentó en Viena el 7 de abril de 1786, en un acto de la Cuaresma, recaudando fondos para su propia supervivencia doméstica, bajo la denominación de concierto por suscripción. Las arrugas de la zona de botones, delantera, espalda, hombros, sisa, ¡mangas! y cuello han sucumbido bajo el peso implacable de la suela de mi plancha de vapor y la guía permanente de mi mano izquierda (sobre todo cuando se desliza sobre las mangas para evitar las arrugas ocultas), hasta quedar perfecta, colgada en su percha, en los compases finales del Adagio… He sentido en ese tiempo la utilidad de lo que algunos mal pensados llaman “placeres inútiles”.
Planchar también puede ser bello, incluso muy útil en tiempos de esos mal llamados placeres inútiles. No digamos si añadimos a este placer el hecho de que lo diga un hombre. Pero tenemos que empezar a normalizar estas situaciones sencillas, domésticas que permiten que la vida sea más amable, incluso bella. Cualquier momento de la vida puede serlo, en la clave que siempre vuelvo a leer en mi memoria de hipocampo, recordando mensajes que aprendí del guion de la película interpretada por Benigni, La vida es bella, leído por mí en bastantes ocasiones y recordado frecuentemente en este cuaderno de “derrota” (en lenguaje marino). Me ayudó a comprender también que la inteligencia es bella cuando ayuda a resolver los pequeños o grandes problemas del día a día. Guido Orefice o Roberto Benigni, tanto monta-monta tanto, el protagonista, explicaba bien cómo podíamos ser inteligentes al soñar en proyectos: poniendo (creando) una librería, leyendo a Schopenhauer por su canto a la voluntad como motor de la vida y sabiendo distinguir el norte del sur. También, porque cuidaba de forma impecable la amistad con su amigo Ferruccio, tapicero y poeta. Hasta el último momento.
Es verdad lo dicho anteriormente. Hoy, la inteligencia también es bella incluso en tiempos de júbilo, planchando… Eso sí, con Mozart.
Sevilla, 20/II/2018
NOTA: el vídeo pertenece a una campaña publicitaria de Air France. Es una historia muy corta: un vuelo. Una pareja de bailarines franceses, Benjamín Millepied (el responsable de la coreografía de la película Cisne Negro) y Virgine Caussin, interpretan una coreografía, El vuelo, sobre un espejo de 400 metros cuadrados instalado sobre la arena del desierto en Marruecos, nacida a partir de un beso, que constituye la metáfora del vuelo de un avión. Un spot de Air France que me acercó en su momento a Mozart, porque la música de fondo es su maravilloso Adagio del Concierto para piano, número 23 (K. 488).
(1) La interpretación del Adagio citado la escucho habitualmente en la versión de la Orchestra Philharmonia, dirigida por Paul Freeman y grabada en la Iglesia de San Agustín en Londres, en el año 1992 (MOZART, Complete Works, 2006, Brilliant Classics (250 Years).