El nuevo traje del emperador, según Anderson

Hagas lo que hagas, hazlo con cuidado

Alma, en El hilo invisible

Las personas enamoradas del cine estamos de enhorabuena con la llegada a las pantallas de este país de una película extraordinaria, El hilo invisible, que llena nuestra alma de interrogantes profundos sobre la llegada del amor a nuestras vidas, perturbándolas, transformándolas. Su director Paul Thomas Anderson, me recordó en todo momento que Andersen, el contador de cuentos, estaba detrás de su relato. ¿Quién no recuerda su famoso texto “El traje nuevo del emperador”?

La película es sorprendente porque de ella se puedan hacer muchas lecturas, pero hay un denominador común: el amor puede romper todo, para bien o para mal, depende siempre del color con el que se mire aquello que ocurre en las personas de secreto de quienes intervienen en el proceso de enamoramiento. El protagonista, interpretado magistralmente por Daniel Day-Lewis, es un modisto de alta costura para personas de alto copete, hace trajes a medida y a cada uno le asigna un proyecto de vida en sus dobladillos y entretelas, porque quizá conoce bien a quien lo va a llevar, posiblemente de cualquier forma, ignorando qué manos lo han confeccionado puntada a puntada. Alma, su espejo imperial, su musa y amante, lo lleva por derroteros desconocidos para alguien que como él controla todo a la perfección, incluso los sentimientos, convirtiéndose en una tejedora diferente, con verdad y alma.

He revisado mi biblioteca y he vuelto a abrir un libro al que tengo especial aprecio, ese cuento de Andersen, de idéntico título, El traje nuevo del emperador, pero interpretado y leído por actores que son amigos de Steven Spielberg, como ya expliqué en un artículo que escribí en este blog en 2009. He leído con atención la interpretación que del mismo hace la actriz Geena Davis, dedicado especialmente al espejo imperial:

Soy PERFECTO

No bromeo, soy perfectísimo. Reflejo las cosas exactamente como son. Soy incapaz de cometer un error.

Es cierto que el emperador y yo hemos discutido a menudo por unos cuantos kilos o por la progresiva extensión de su calva, pero por lo general termina aceptando mi punto de vista. Por esta razón me había divertido tanto con la farsa de los tejedores. Estaba seguro de que una vez que el emperador se contemplara en mi luna el día de la gran prueba final vería la verdad: los ladrones quedarían en evidencia, y al final todos nos desternillaríamos de risa.

Pero no: el emperador se plantó delante de mí y nos miramos el uno al otro. Con los ojos buscaba el reflejo de su persona, pero no podía dejar de mirar los de sus consejeros, que seguían el “ensayo general” desconcertados. Estoy convencido de que Su Majestad vio lo que yo, sin dejar lugar a dudas, reflejaba: un emperador prácticamente desnudo, enmarcado en un espejo; un par de nerviosos “tejedores”; el transparentemente siniestro primer ministro, y todo el cabeceo aprobatorio de la corte imperial de tontos.

Sin embargo, no dijo esta boca es mía. Nadie dijo una palabra. Yo casi me hago añicos por la frustración. Había creído que el emperador era un hombre sensato.

¡Por mi gloria! ¿Es que no se daba cuenta?

He comparado los dos relatos, el de la película de Anderson y el del cuento de Andersen, quedándome con el hilo invisible de los dos. Muchas veces, los tejedores más próximos son los que menos ayudan a ser uno mismo, por muy perfectos que sean. Hasta que un día cualquiera, en un momento especial, un niño o una persona, da igual que sea mujer u hombre, nos desmontan todos los esquemas de la rutina diaria y salta la posibilidad de ser otros, porque son los que de verdad creen en personas que suelen ir desnudas por el mundo con la obsesión de vivir la perfección apasionadamente, convencidos de que llevan incluso ropa de emperadores y reinas, cosidos puntada a puntada por modistos o tejedores imparciales que se refugian en ellos y son incapaces de decir la verdad de lo que está pasando a quienes cosen. Sobre todo, porque son profesionales de la farsa a cualquier precio.

Cuando ya he llegado al final de la película, me quedo con un mensaje de Alma a Reynolds Woodcock: hagas lo que hagas, hazlo con cuidado. No lo olvido.

Y colorín, colorado, este cuento sobre la realidad perturbadora del amor, todavía (afortunadamente) no se ha acabado…

Sevilla, 4/II/2018

La mejor librería

Anoche entregaron tres premios Goya 2018 a la «La librería», como mejor película, dirección y guión adaptado. Junto a «Verano 1993» han sido dos películas a las que dediqué un sitio en este blog de inteligencia digital, porque fueron dos experiencias que quise compartir con las personas que hojean este cuaderno y hacen conmigo camino al andar digital. Vuelvo a publicar el post dedicado a «La librería», disfrutando hoy de forma especial estos premios. Es un símbolo por los momentos especiales que están atravesando miles de mujeres del cine. Me alegra especialmente este reconocimiento porque en este país es importante que se valore el papel de la mujer premiada en el día a día. Al fin y al cabo es el mensaje que han intentado llevar a sus películas Carla Simón e Isabel Coixet, en las que una niña (en el caso de Verano 1993) y una mujer libre de prejuicios (en La librería), nos enseñan por caminos diferentes que otro mundo es posible para quienes piensan en libertad. Tres mujeres y una niña premiadas por enseñarnos a ser diferentes en un mundo diseñado a veces por el enemigo.

Sevilla, 4/II/2018

La librera

Hubo un momento en mi vida, de cuyo año quiero hoy acordarme, en el que soñé con poner una librería. Fue un momento ave fénix que recuerdo siempre con especial cuidado en mi memoria de hipocampo. No lo hice porque surgió otro sueño de compromiso social que me deslumbró y que hoy agradezco también, aunque ya he comentado muchas veces en este blog que me reconcilié con la ilusión de aquél giro copernicano y libresco cuando me reconocí en Guido Orefice, el protagonista de La vida es bella, en las confidencias con su amigo Ferruccio, al comentarle que quería abrir una librería para ser feliz junto a otras dos razones de importancia extrema. Me ayudó a comprender también que la inteligencia es bella, cuando ayuda a resolver problemas del día a día. Guido Orefice o Roberto Benigni, tanto monta-monta tanto, el protagonista, explicaba bien cómo podíamos ser inteligentes al soñar en proyectos: poniendo (creando) una librería, leyendo a Schopenhauer por su canto a la voluntad como motor de la dialéctica permanente del bien y del mal en la vida y, por último, sabiendo distinguir el norte del sur, porque éste también existe. Además, porque cuidaba de forma impecable la amistad con su amigo Ferruccio, tapicero y poeta, hasta el último momento.

Traigo a colación esta reflexión porque ayer vi una película extraordinaria, La librería, dirigida por Isabel Coixet, que me trajo sentimientos y emociones muy gratas y llenas de recuerdos de aquel compromiso no cumplido. La experiencia de Florence, la librera, cumpliendo su sueño de abrir una librería, era luchar permanentemente y con coraje contra el enemigo enmascarado en personas que no soportan comprender que el mundo solo tiene interés cuando va hacia adelante. Mucho menos, si a alguien se le ocurre abordar iniciativas sobre placeres inútiles, como es leer y disfrutar con los libros queridos. Temen en el fondo que al leer se abra la inteligencia para comprender mejor qué significa ser y no tanto tener. En un momento de la película escuché una voz que recordaba algo esencial en la vida: la lectura es un alimento de primera necesidad.

La película me pareció impecable por la interpretación de los artistas invitados, su guion, escenarios, color, fotografía, mensajes explícitos y subliminales y, sobre todo, por sus silencios cuando solo hablaban las miradas y las manos, por ejemplo. Comprendí lo que un día no tuve la osadía de acometer como proyecto vital. Aunque también me di cuenta de que, a veces, hay que renunciar a determinados proyectos cuando los demás los hacen imposibles y embarcarse en la aventura de leer o navegar hacia islas desconocidas. La metáfora de Jose Saramago en su Cuento de la isla desconocida, es útil cuando ante el fenómeno de la hoja o pantalla en blanco, teniendo alguien la oportunidad de decir algo, esto sea diferente y sirva también para los demás. Es la única forma de abrir la Puerta del Compromiso, como nos recuerda el autor. Es lo que aprendí hace muchos años de Ítalo Calvino en su obra póstuma “Seis propuestas para el próximo milenio”: “…es un instante crucial, como cuando se empieza a escribir una novela… Es el instante de la elección: se nos ofrece la oportunidad de decirlo todo, de todos los modos posibles; y tenemos que llegar a decir algo, de una manera especial” (Ítalo Calvino, El arte de empezar y el arte de acabar).

Gracias, Isabel Coixet, por tu coraje y por indicarnos cómo se llega a esta isla…, desconocida hasta hoy.

Sevilla, 26/XI/2017

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