Luces en mi ciudad

Hace tan solo unos días viví una experiencia en mi ciudad que me aportó luces con tiempo dentro, como gustaba describir a Juan Ramón Jiménez su querido Moguer. Estaba cenando en un restaurante de comida rápida y como por arte de magia comencé a ver en un televisor de grandes dimensiones una de mis películas preferidas, Luces de la ciudad, de Charles Chaplin. La pregunta era obvia: ¿qué hacía Chaplin en un lugar como ese?, que también la hice extensiva a mi realidad sonora de ese momento, ¿qué hacía un chico como yo contemplando esa maravillosa película con un ruido infernal de fondo, en un sitio como ese?, con decoración americana florida y no hermosa, como queriendo poner sonido a una película que burló los avances de la época en los albores del cine sonoro, en la que Chaplin simboliza que el sonido solo es ruido en determinadas ocasiones. Nada mejor para comprenderlo que la escena inicial de la inauguración de un monumento a la paz y prosperidad. Sin comentarios. Chaplin se burla de lo que simbolizan a veces las inauguraciones oficiales de obras públicas en las que se suelen pronunciar frases que mejor que no pasen a la historia. Escuchando el vídeo que encabeza estas palabras sobran todo tipo de comentarios.

La cena transcurrió con la compañía inseparable de Chaplin, de su personalidad desdoblada en el día y la noche, su proximidad a otra persona desdoblada, el millonario que cuando está ebrio entrega a Chaplin lo que le pida, pero cuando vuelve a la sobriedad lo expulsa siempre de su entorno. Destaca, sobre todo, el hilo conductor de la película, el amor a una florista ciega que tarda tiempo en reconocer la verdadera personalidad de su benefactor. Ocurre muchas veces en la vida verdadera, sobre todo en el discreto encanto de la burguesía que se preocupa de ocultar siempre la verdad de la trastienda de la vida que siempre existe a través de oscuros objetos de deseo, que no es el caso del protagonista. La película está llena de tics y gags inolvidables, como en las escenas del combate de boxeo, volviendo a recordar en la banda sonora de mi vida, La violetera, canción de autoría española que hizo famosa Chaplin.

No hizo falta banda sonora alguna para contemplar maravillado esta película, porque era muda. La comida se hizo más amena porque tenía cerca a un perdedor que ganaba todos los días el combate de vivir dignamente, no hurtando algo tan especial como es encontrar al menos una vez el amor de su vida. De vez en cuando lo miraba de reojo. En los postres llegaron las escenas finales, que son preciosas. La ciega que ya ve lo había reconocido siempre por el tacto, algo tan humano que a veces despreciamos como algo pasado de moda. Su amor verdadero no era el millonario virtual que le había pagado su deuda para seguir viviendo, sino que era alguien que le había entregado todo a cambio de casi nada, embobado siempre al verla. Es lo que tiene no ser un necio, es decir, saber distinguir siempre valor y precio en todos los órdenes de la vida.

Cuando nos levantamos, Chaplin todavía estaba allí, despidiéndose de nosotros. Nos dimos cuenta de que era solo El Fin (The End) de una película de mis sueños, aunque me recordó que todavía existen luces especiales de dignidad en mi ciudad.

Sevilla, 22/V/2018

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