Sevilla, 8/IV/2020
Reviso mis apuntes a la hora de enfrentarme a la hoja en blanco -¿recuerdan lo que dije ayer de la escritura circular?- y observo que tengo una señal digital en un artículo que escribí en 2014 sobre la curiosidad, una habilidad que a veces confundimos con el cotilleo, incluso científico, que de todo hay en la viña del Señor. A modo de declaración de principios, no voy a dedicar muchas líneas a tratar hoy de las personas cotillas o cotilleras, como personas amigas de chismes y cuentos, definición que se ha mantenido hasta la última edición del Diccionario de la RAE. Los sucesivos diccionarios de la Real Academia son implacables desde el siglo XVIII con los chismes y con las personas chismosas, como identificador de este rasgo tan peculiar: persona que es cuentista, enredadora y que se ocupa en meter cizaña entre amigos y parientes y persona que es pesquisidora de cuanto pasa, y aún de lo que no pasa, inventora, parlera y chismosa (RAE A 1729, 325,1). Otro día abordaré este rasgo de personalidad tan frecuente en nuestras vidas, muy relacionado con las personas tóxicas o tosigosas. En la edición de 1992 se consagró el lema “cotilla” como segunda acepción de la palabra “cotillero”, introducida en 1937, como persona amiga de chismes y cuentos. Les puedo asegurar, desde ya mismo y como aviso para navegantes en este blog, que no confundo la persona curiosa con la cotilla, porque no tienen nada que ver una con otra. Verán por qué, a favor exclusivamente de las personas que mantienen en su vida una curiosidad insaciable.
Cuando solo tenía diez años iba al campo de La Campana con mis amigos, en Madrid, justo donde ha crecido el famoso Pirulí y el barrio de La Elipa. La razón era maravillosa: lanzar un cohete “habitado o tripulado” utilizando una funda de aluminio de puro habano, en la que introducíamos una mosca viva en la zona redondeada final, dentro de una cápsula de plástico. En la parte de la tapa enroscable, abríamos un agujero central para colocar una mecha en contacto con pólvora mezclada artesanalmente en nuestras casas con los componentes que comprábamos en la droguería de nuestro barrio “Salamanca”, sede del discreto encanto de la burguesía: carbón vegetal, azufre y clorato potásico. Montábamos un trípode de lanzamiento con piezas metálicas del Mecano de casa y encendíamos la mecha en un momento mágico para probar a qué altura éramos capaces de hacer volar aquel artefacto y, cuando caía a tierra, comprobar si la mosca seguía viva. Fueron muchos intentos fallidos, alguno con escaso éxito, otros un auténtico fracaso, pero lo que constato hoy al recordar esta breve historia es que teníamos una curiosidad insaciable, porque si la perra “Laika” (ladradora en ruso) lo había hecho viajando en el Sputnik 2, por qué nuestra mosca querida no podía alcanzar una altura considerable. En cualquier caso, queda acreditado que nos interesaba más aquello que la perra Marilín, de Herta Frankel, famosa en aquellos tiempos. O la mula Francis.
La historia anterior vuelve a la moviola de mi vida al localizar de nuevo en mi biblioteca una obra extraordinaria de Richard Dawkins, Una curiosidad insaciable. Los años de formación de un científico en África y Oxford. El autor ha marcado también mi vida por publicaciones extraordinarias desde la perspectiva evolucionista, habiendo sido un auténtico azote de los creacionistas. Crecí en esta última escuela, sin posibilidad de redención temporal alguna por el contexto del régimen en que me tocó vivir, pero tengo que reconocer que Dawkins ha aportado datos científicos que hacen pensar que otro origen del mundo es posible. Su primer libro, El gen egoísta, que empezó a escribir en 1973, fue un revulsivo mundial en defensa de las tesis alojadas en la teoría crítica de Darwin.
Javier Sampedro, a quien respeto siempre y sigo de cerca desde hace ya muchos años y así lo demuestra este blog, manifestó en cierta ocasión sobre esta publicación que el autor es un “zoólogo anacrónico en la era de la biología molecular, látigo de herejes en materia evolutiva, divulgador afamado y ateo militante que no ha hecho aportaciones primarias a la ciencia, sino solo a su popularización. ¿Qué ha llevado entonces a Dawkins a contar su vida? Seguramente la mejor de las razones: que es un gran escritor, y lo sabe. Esto es justo lo que le ha convertido en uno de los divulgadores científicos más leídos del mundo, y también lo que convierte ahora su vida en una obra literaria” (1). No tuve duda alguna cuando leí esta recesión que tenía que leerlo, sobre todo los que seguimos luchando día a día por reforzar las tesis evolucionistas en clave de Teilhard, como tantas veces he escrito en este blog, con preguntas sin respuesta que es lo que las hace todavía más atractivas y con un hilo conductor: el mundo sólo tiene interés hacia adelante.
Pero lo que me llamó poderosamente la atención cuando escribí por primera vez sobre este autor en este blog, fue una manifestación suya en una entrevista publicada en el diario El País (Babelia). A la pregunta realizada por Ricardo de Querol, Redactor Jefe del periódico, en los siguientes términos: “Usted no es un agnóstico, sino un ateo militante. ¿Por qué es necesario movilizarse contra la religión?, Dawkins responde después de haber explicado su proceso de “conversión darwiniana”: “Eso depende de su definición. Agnóstico significa “no sé”. Una definición que yo apoyo dice que es quien no tiene creencias positivas en un dios. El ateo siente una creencia positiva de que no hay Dios. Yo no tengo esa creencia. Lo que tengo es una ausencia de cualquier razón para creer en Dios, como tampoco en las hadas. Como científico, me conmueve la belleza del mundo y del universo. Como educador, veo perverso que a los niños se les eduque en falsedades cuando la verdad es tan hermosa”.
He vuelto a reflexionar sobre varios pasajes de mi vida en el discreto encanto que dibujó Buñuel en mi infancia y comprendo muy bien que educar de forma monolítica en Dios o las hadas, es limitar las grandes preguntas de nuestro origen, a las que a algunas ya ha dado respuesta la ciencia. Creo que así se comprende mejor por qué en 2009 contrató publicidad en los autobuses de Londres con el lema: “Probablemente no hay Dios. Deja de preocuparte y disfruta de la vida”. Probablemente, buscando justificaciones posibles para ser felices, que es tan legítimo como otras decisiones o argumentos teístas.
Los locos bajitos de Serrat también éramos curiosos incorregibles, como se pudo comprobar en aquel Cabo Cañaveral improvisado en el campo La Campana en Madrid. Esa es la razón de por qué hoy sigo pensando que otro mundo es posible, porque el que aprendimos a vivir con justificaciones creacionistas se agota por horas. Y eso que nos encantaba Peter Pan, aquel defensor acérrimo del mundo de nunca jamás. O Jesús de Nazaret, cuando se dormía en el cabezal del barco por lo cansado que estaba…, no por sus milagros, tal y como nos lo comentaba en directo el joven periodista Marcos. O Rafael Alberti, que me ha recordado siempre a lo largo de mi vida que cuando se abre el debate de pensamiento y sentimiento, hay que escuchar siempre el corazón, sencillamente porque es más fuerte que el viento, porque si la curiosidad no tiene sentimiento…, solo es eso, curiosidad.
(1) Sampedro, Javier (2014, 18 de septiembre). Vida de un buen escritor. El País.com. Babelia.
CLÁUSULA ÉTICA DE DIVULGACIÓN: José Antonio Cobeña Fernández no trabaja para ninguna empresa u organización religiosa, política, gubernamental o no gubernamental, que pueda beneficiarse de este artículo, no las asesora, no posee acciones en ellas ni recibe financiación o prebenda alguna de ellas. Tampoco declara otras vinculaciones relevantes aparte de su situación actual de jubilado.
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