El Congreso del Mundo comenzó con el primer instante del mundo y proseguirá cuando seamos polvo.
Jorge Luis Borges, en El Congreso (El libro de arena, 1975)
Sevilla, 13/IV/2020
Necesitamos pensar ya en la Reconstrucción del Mundo para poder reconstruir España. Así de claro y contundente. Es difícil salir de este túnel amargo de la COVID-19 sin una visión estratégica de alcance planetario que siente las bases para establecer un nuevo orden mundial político y económico para salvaguardar la salud pública, económica y democrática del planeta Tierra. Las soluciones que hasta ahora cohesionaban el mundo declarándolo una aldea común ya no valen y los ordenadores portátiles de los hombres de negro han comenzado a cerrarse masivamente sin capacidad de reinicio alguno. Eso sí, habiendo salvado previamente la totalidad del dinero invertido, dejando a millones de ciudadanos y Estados a su «mala» suerte.
En este contexto, he recordado como tarea preparatoria un cuento precioso de Jorge Luis Borges, El Congreso, que ya he comentado una vez en este cuaderno digital, porque traduce una realidad existencial del devenir del mundo en el que todos estamos ahora obligatoriamente obligados a comprenderlo para entendernos mejor. Leerlo es casi una obligación de Estado. La Iglesia acuñó una frase, Fuera de la Iglesia no hay Salvación (extra Ecclesiam nulla salus), que en el catecismo de mi infancia me causaba mucho desasosiego porque figuraba bajo una viñeta en la que aparecía un tren descarrilando y saltando personas por las ventanas hacia el Infierno en el que campaban a sus anchas dragones con lenguas de fuego y serpientes amenazantes. Prefiero quedarme hoy con una imagen más laica y esperanzadora que dijera algo así como Fuera del Congreso del Mundo no hay forma posible de Reconstruir la Vida tras esta pandemia. Salvando lo que haya que salvar.
Una reflexión más antes de abordar la presentación de este cuento programático. Asocio ahora la necesidad de trabajar unidos en este país tan dual a la genialidad de Groucho Marx, en aquella frase gloriosa en Sopa de ganso, pronunciada en una reunión memorable de la Cámara de Diputados de Freedonia: “¡Hasta un crío de cuatro años sería capaz de entender esto!… Búsqueme un crío de cuatro años, a mí me parece chino“. Es lo que tendríamos que gritar todos ahora rodeando virtualmente el Congreso de los Diputados, porque determinados representantes políticos están obligatoriamente obligados a entenderse en la responsabilidad de sostener de la mejor forma política posible al Estado, tan golpeado y dañado por el coronavirus, sobre todo cuando nos parece chino el diálogo de sordos en el que están instalados algunos líderes de la llamada «derecha» en el actual espectro político.
EL CONGRESO DEL MUNDO
Los cuentos de Borges son un ejemplo de realismo existencial que siempre pone ribetes de acero a la forma en la que intentamos comprender, cada día, cómo se desenvuelve la vida ordinaria. He vuelto a leer, recientemente, El Congreso, cuento que nos aproxima al relativismo del mundo en el que vivimos, poniendo cada persona y cosa en su sitio. Es un ejercicio de reflexión certera sobre los límites de vivir apasionadamente, donde la política juega un papel esencial.
Simulando la experiencia de uno de los protagonistas del cuento, Alejandro Ferri, que habita en un Sur que ya no es un Sur (que tanto reivindico), leo lo que sucedió a un grupo de personas singulares que un día ya lejano tomaron la decisión de crear un Congreso del Mundo, en momentos en los que la cuenta atrás de la vida aparece con una frecuencia inusitada: “Soy ahora el último congresal. Es verdad que todos los hombres lo son, que no hay un ser en el planeta que no lo sea, pero yo lo soy de otro modo. Sé que lo soy; eso me hace diverso de mis innumerables colegas, actuales y futuros. Es verdad que el día 7 de febrero de 1904 juramos por lo más sagrado no revelar —¿habrá en la tierra algo sagrado o algo que no lo sea?— la historia del Congreso, pero no menos cierto es que el hecho de que yo ahora sea un perjuro es también parte del Congreso. Esta declaración es oscura, pero puede encender la curiosidad de mis eventuales lectores”.
Es verdad que la curiosidad por conocer la intrahistoria de este cuento está garantizada, pero lo que más me ha interesado es saber por qué nace esta idea y qué pasó después en su devenir histórico, narrado por el propio Ferri: “No puedo precisar la primera vez que oí hablar del Congreso. Quizá fue aquella tarde en que el contador me pagó mi sueldo mensual y yo, para celebrar esa prueba de que Buenos Aires me había aceptado, propuse a Irala que comiéramos juntos. Éste se disculpó, alegando que no podía faltar al Congreso. Inmediatamente entendí que no se refería al vanidoso edificio con una cúpula, que está en el fondo de una avenida poblada de españoles, sino a algo más secreto y más importante. La gente hablaba del Congreso, algunos con abierta sorna, otros bajando la voz, otros con alarma o curiosidad; todos, creo, con ignorancia. Al cabo de unos sábados, Irala me convidó a acompañarlo. Ya había cumplido, me confió, con los trámites necesarios”.
Lo que sucede allí queda para quienes quieran leer el cuento de Borges, pero hay algunos matices que adelanto sin rubor alguno porque me han ayudado a comprender las limitaciones que impone la vida a los grandes sueños por nobles que sean. Las reuniones de los sábados en la Confitería del Gas, los atrevidos congresales, que serían quince o veinte, que manifestaban respeto reverencial al presidente efectivo de ese proyecto tan noble, de nombre Alejandro Glencoe, junto a otros nombres y una sola mujer con funciones de secretaria. También había un niño de unos diez años. Dice Ferri que “el Congreso, que siempre tuvo para mí algo de sueño, parecía querer que los congresales fueran descubriendo sin prisa el fin que buscaba y aun los nombres y apellidos de sus colegas. No tardé en comprender que mi obligación era no hacer preguntas y me abstuve de interrogar a Fernández Irala, que tampoco me dijo nada. No falté un solo sábado, pero pasaron uno o dos meses antes que yo entendiera. Desde la segunda reunión, mi vecino fue Donald Wren, un ingeniero del Ferrocarril Sud, que me daría lecciones de inglés”.
Comienza a desarrollarse esta microhistoria, apasionante y llena de incertidumbres, en la que don Alejandro Glencoe, sueña con “organizar un Congreso del Mundo que representaría a todos los hombres de todas las naciones. El centro de las reuniones preliminares era la Confitería del Gas; el acto de apertura, para el cual se había previsto un plazo de cuatro años, tendría su sede en el establecimiento de don Alejandro. Éste, que como tantos orientales, no era partidario de Artigas, quería a Buenos Aires, pero había resuelto que el Congreso se reuniera en su patria. Curiosamente, el plazo original se cumpliría con una precisión casi mágica”.
Empiezan a aparecer los gestos ejemplares de aquel Congreso en ciernes: desparecerían las dietas que empezaron a cobrarse, comprobándose que “Esa medida fue benéfica, ya que sirvió para separar la mies del rastrojo; el número de congresales disminuyó y sólo quedamos los fieles. El único cargo rentado fue el de la Secretaria, Nora Erfjord, que carecía de otros medios de vida y cuya labor era abrumadora. Organizar una entidad que abarca el planeta no es una empresa baladí. Las cartas iban y venían y asimismo los telegramas. Llegaban adhesiones del Perú, de Dinamarca y del Indostán. Un boliviano señaló que su patria carecía de todo acceso al mar y que esa lamentable carencia debería ser el tema de uno de los primeros debates”.
Surge el problema de base: ¿cómo tan pocas personas, que además no cobran, pueden llegar a formar el Congreso del Mundo? Es verdad que se sugiere que se hagan agrupaciones de representaciones y es curiosa la propuesta que hacen a Ferri, en boca de su presidente: “El señor Ferri está en representación de los emigrantes, cuya labor está levantando el país”. Sin comentarios. Otro protagonista de difícil pronunciación, Twirl, hizo la propuesta de que el Congreso del Mundo no podía prescindir de una biblioteca, aprobándose por unanimidad la misma. Tanto avanza el proyecto que don Alejandro invita a todos los asistentes a las reuniones preparatorias de la fundación del mismo a una propiedad suya en Uruguay, La Caledonia, a la que llegan para conocer el estado de las obras que se están desarrollando allí para acoger el Congreso del Mundo.
Se distribuyen por el mundo los contados miembros regulares del proyecto, con objeto de enriquecerlo en aquellas materias en las que estaban interesados en las utopías que solo se podían encontrar en París y Londres. Todo transcurría con normalidad hasta que llegó un día especial en el que don Alejandro, en su casa, donde se archivaban los fardos de libros adquiridos para la biblioteca del Congreso, dijo en presencia de varios congresales del mundo: “Vayan sacando todo lo amontonado ahí abajo. Que no quede un libro en el sótano”, con otra orden explícita: “Ahora le prenden fuego a estos bultos…”. Sobrevolaba allí una frase comentada por uno de los asistentes a este momento trágico: “Cada tantos siglos hay que quemar la Biblioteca de Alejandría”.
Dicho y hecho. Don Alejandro lo explicó de forma precisa: “Cuatro años he tardado en comprender lo que les digo ahora. La empresa que hemos acometido es tan vasta que abarca —ahora lo sé— el mundo entero. No es unos cuantos charlatanes que aturden en los galpones de una estancia perdida. El Congreso del Mundo comenzó con el primer instante del mundo y proseguirá cuando seamos polvo. No hay un lugar en que no esté. El Congreso es los libros que hemos quemado. El Congreso es los caledonios que derrotaron a las legiones de los Césares. El Congreso es Job en el muladar y Cristo en la cruz. El Congreso es aquel muchacho inútil que malgasta mi hacienda con las rameras”.
Tomaron un coche de caballos y pasearon por calles amigas, por donde quería el cochero. Ferri lo narra con precisión existencial: “Las palabras son símbolos que postulan una memoria compartida. La que ahora quiero historiar es mía solamente; quienes la compartieron han muerto. Los místicos invocan una rosa, un beso, un pájaro que es todos los pájaros, un sol que es todas las estrellas y el sol, un cántaro de vino, un jardín o el acto sexual. De esas metáforas ninguna me sirve para esa larga noche de júbilo, que nos dejó, cansados y felices, en los linderos de la aurora. Casi no hablamos, mientras las ruedas y los cascos retumbaban sobre las piedras”.
Es verdad. Formamos parte del Congreso para la Reconstrucción del Mundo, tú y yo, todos. Lo verdaderamente ilusionante ahora es tomar conciencia de que hay que organizarlo y analizar la mejor forma de llevarlo a cabo para reconstruir el nuevo orden mundial. Esa es la cuestión.
CLÁUSULA ÉTICA DE DIVULGACIÓN: José Antonio Cobeña Fernández no trabaja para ninguna empresa u organización religiosa, política, gubernamental o no gubernamental, que pueda beneficiarse de este artículo, no las asesora, no posee acciones en ellas ni recibe financiación o prebenda alguna de ellas. Tampoco declara otras vinculaciones relevantes aparte de su situación actual de jubilado.
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