¿Qué hubieran dicho Sócrates o Jesús de lo que está pasando?

Enrique Irazoqui (Jesús) y Pier Paolo Pasolini (Director), durante el rodaje de Il vangelo secondo Matteo / Domenico Notarangelo // Jorge Luis Borges

Sevilla, 29/XI/2021

A estas alturas de mi vida es fácil colegir que amo a los clásicos, es más, a las personas que aprecio las invito a leer a los clásicos como si fuera un acto social en mi vida ordinaria. Tengo que confesar que llevo ya varios meses frecuentando este pasado del pensamiento humano, a diferencia de lo que le recomendaba el Dr. Cardoso a Pereira en Sostiene Pereira, la extraordinaria obra de Tabucchi: “… deje ya de frecuentar el pasado, frecuente el futuro. ¡Qué expresión más hermosa!, dijo Pereira”. Tabucchi sabría perdonarme siempre, probablemente porque algo le indicaría en este sentido Ítalo Calvino en su cielo particular, por su inmenso amor a los clásicos.

Jorge Luis Borges impartió una conferencia en 1978, en la Universidad de Belgrano (Buenos Aires), cuyo título era El libro, en la que desarrolló una idea extraordinaria sobre el poder de la palabra en nuestros antepasados “clásicos” como recurso de la oralidad transmisora de la vida frente a la palabra escrita: “Los antiguos no profesaban nuestro culto del libro —cosa que me sorprende; veían en el libro un sucedáneo de la palabra oral. Aquella frase que se cita siempre: Scripta manent, verba volant [lo escrito permanece, las palabras vuelan], no significa que la palabra oral sea efímera, sino que la palabra escrita es algo duradero y muerto. En cambio, la palabra oral tiene algo de alado, de liviano; alado y sagrado, como dijo Platón. Todos los grandes maestros de la humanidad han sido, curiosamente, maestros orales”. No solían escribir porque no querían atarse a una palabra escrita. Les bastaba recurrir siempre al eterno retorno de lo que su momento alguien de la importancia de Pitágoras o Platón habían dicho, que sintetizaban en una frase lacónica: Magister dixit (el maestro lo ha dicho). Así una y mil veces, que es lo que ocurre cuando digo en mi conversación ordinaria que nadie se baña dos veces en el mismo río o todo fluye y nada permanece, recordando a Heráclito o sólo sé que no sé nada, aunque no he olvidado cómo en la vida solemos pasar como gato por ascuas por muchas situaciones difíciles, que me enseñó en un perfecto latín un maestro que tuve en Filosofía: tanquam felis per prunas. Y para rematar, la frase que me sigue conmoviendo a estas alturas de mi vida, como decía al principio: sólo sé que no sé nada. Tampoco olvido a San Agustín, en dos asertos que me conmueven cada día que las recuerdo, cuando practico el silencio porque no tengo nada mejor que decir en ese momento íntimo de la vida que es intimior intimo meo, lo más íntimo de mi propia intimidad o cuando disfruto con el bien que beneficia los demás: bonum diffusivum sui, el bien es difusivo de sí mismo.

Llegados a este punto, un tratado en pocas palabras del tiempo cíclico, algo que necesitamos recuperar y que siempre vuelve a nuestras vidas, Borges cita a Platón “[…] cuando dice que los libros son como efigies (puede haber estado pensando en esculturas o en cuadros), que uno cree que están vivas, pero si se les pregunta algo no contestan. Entonces, para corregir esa mudez de los libros, inventa el diálogo platónico. Es decir, Platón se multiplica en muchos personajes: Sócrates, Gorgias y los demás. También podemos pensar que Platón quería consolarse de la muerte de Sócrates pensando que Sócrates seguía viviendo. Frente a todo problema él se decía: ¿qué hubiera dicho Sócrates de esto? Así, de algún modo, fue la inmortalidad de Sócrates, quien no dejó nada escrito, y también un maestro oral. De Cristo sabemos que escribió una sola vez algunas palabras que la arena se encargó de borrar. No escribió otra cosa que sepamos. El Buda fue también un maestro oral; quedan sus prédicas. Luego tenemos una frase de San Anselmo: Poner un libro en manos de un ignorante es tan peligroso como poner una espada en manos de un niño. Se pensaba así de los libros. En todo Oriente existe aún el concepto de que un libro no debe revelar las cosas; un libro debe, simplemente, ayudarnos a descubrirlas. A pesar de mi ignorancia del hebreo, he estudiado algo de la Cábala y he leído las versiones inglesas y alemanas del Zohar (El libro del esplendor), El Séfer Yezira (El libro de las relaciones). Sé que esos libros no están escritos para ser entendidos, están hechos para ser interpretados, son acicates para que el lector siga el pensamiento. La antigüedad clásica no tuvo nuestro respeto del libro, aunque sabemos que Alejandro de Macedonia tenía bajo su almohada la Ilíada y la espada, esas dos armas. Había gran respeto por Homero, pero no se lo consideraba un escritor sagrado en el sentido que hoy le damos a la palabra. No se pensaba que la Ilíada y la Odisea fueran textos sagrados, eran libros respetados, pero también podían ser atacados”.

Me quedo con la frase dedicada a Sócrates y que sirve de título a estas palabras, ¿Qué hubieran dicho Sócrates y Jesús de lo que está pasando? Creo que con toda probabilidad, si estuviera con nosotros Sócrates en este momento tan difícil para la humanidad, nos bastaría recordar las palabras que siguen bajo el aserto Magister dixit (el maestro lo dijo…), leyendo atentamente su obra Fedro, en la que narra una historia preciosa sobre la dialéctica de la palabra escrita, contada por Sócrates, entre un dios antiguo Teut, que se dice que inventó la escritura y el rey de Tebas, Tamus. Un día “Teut se presentó al rey y le mostró las artes que había inventado, y le dijo lo conveniente que era difundirlas entre los egipcios. El rey le preguntó de qué utilidad sería cada una de ellas, y Teut le fue explicando en detalle los usos de cada una; y según que las explicaciones le parecían más o menos satisfactorias, Tamus aprobaba o desaprobaba. Dícese que el rey alegó al inventor, en cada uno de los inventos, muchas razones en pro y en contra, que sería largo enumerar. Cuando llegaron a la escritura dijo Teut:

– ¡Oh rey! Esta invención hará a los egipcios más sabios y servirá a su memoria; he descubierto un remedio contra la dificultad de aprender y retener.

– Ingenioso Teut –respondió el rey–, el genio que inventa las artes no está en el mismo caso que el sabio que aprecia las ventajas y las desventajas que deben resultar de su aplicación. Padre de la escritura y entusiasmado con tu invención, le atribuyes todo lo contrario de sus efectos verdaderos. Ella sólo producirá el olvido en las almas de los que la conozcan, haciéndoles despreciar la memoria; confiados en este auxilio extraño abandonarán a caracteres materiales el cuidado de conservar los recuerdos, cuyo rastro habrá perdido su espíritu. Tú no has encontrado un medio de cultivar la memoria, sino de despertar reminiscencias; y das a tus discípulos la sombra de la ciencia y no la ciencia misma. Porque, cuando vean que pueden aprender muchas cosas sin maestros, se tendrán ya por sabios, y no serán más que ignorantes, en su mayor parte, y falsos sabios insoportables en el comercio de la vida (Platón, Fedro, 274c-277a).

La que se escribe sin sentido todos los días confundiendo a la humanidad con noticias falsas por doquier, no dicen nada, porque necesitamos, sobre todo, conocer bien a quien las escribe, cuestión ésta no inocente en el mundo digital donde el anonimato es el rey. En este respeto del tiempo cíclico de los clásicos, de Sócrates en concreto, en boca de Platón, hay que estar muy atentos a lo que él decía sobre la autosuficiencia humana que desprecia el conocimiento a lo largo de los siglos, como complemento de lo anterior: “Lo que una vez está escrito rueda de mano en mano, pasando de los que entienden la materia a aquellos para quienes no ha sido escrita la obra, sin saber, por consiguiente, ni con quién debe hablar, ni con quién debe callarse. Si un escrito se ve insultado o despreciado injustamente, tiene siempre necesidad del socorro de su padre, porque por sí mismo es incapaz de rechazar los ataques y de defenderse”. Me basta en estos momentos de radiografía permanente de lo que está pasando a nuestro alrededor, por ejemplo, referirnos a la escritura actual que aparece en las redes digitales para comprender bien el problema expuesto por Platón, porque la belleza no solo está en escribir bien lo que se pretende decir con palabras, sino en el fondo de las mismas. Platón culmina el diálogo con una reflexión extraordinaria: “El discurso que está escrito con los caracteres de la ciencia en el alma del que estudia es el que puede defenderse por sí mismo, el que sabe hablar y callar a tiempo”. Es decir, es importante escribir pero siendo conscientes de lo que escribimos para poder justificarlo posteriormente, como haría siempre un jardinero sabio, que respetaría el conocimiento científico, porque:“…si alguna vez escribe, sembrará sus conocimientos en los jardines de la escritura para divertirse; y formará un tesoro de recuerdos para sí mismo, para que cuando llegue la edad en que se resienta la memoria –y lo mismo para todos los demás que lleguen a la vejez– pueda regocijarse viendo crecer estas tiernas plantas. Y mientras los demás hombres se entregan a otras diversiones, pasando su vida en orgías y placeres semejantes, él recreará la suya con la ocupación de que acabo de hablar”.

Una cosa más. Si les soy sincero, lo que verdaderamente me ha conmovido ha sido la referencia que hace Borges en su conferencia a Cristo, que según sus propias palabras “sabemos que escribió una sola vez algunas palabras que la arena se encargó de borrar. No escribió otra cosa que sepamos”. Me sobrecoge esa situación, sobre todo porque leyendo atentamente el texto bíblico (Jn 8, 1-11), Jesús, el Cristo de Borges, escribió dos veces en la tierra del monte de los Olivos en un momento muy delicado porque los escribas y fariseos le llevaron junto a él a una mujer “sorprendida en adulterio” a la que había que apedrear de forma ejemplarizante siguiendo la Ley. Él no contesta en principio a sus requerimientos para cogerle en un renuncio, guardando silencio, sino que se pone “a escribir con el dedo en la tierra”. Cansado de preguntas inquisitoriales, Jesús se incorpora y les dice: “Aquel de vosotros que esté sin pecado que arroje la primera piedra. E inclinándose de nuevo, escribía en la tierra”. No hizo falta saber lo que escribió en dos ocasiones, porque lo importante fue lo que dijo y así ha llegado a nuestros días a través de los cronistas de la época: “Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado? Ella respondió: “Nadie, Señor”. Jesús le dijo: “Tampoco yo te condeno. Vete y en adelante no peques más”.

Vuelvo a Borges, comprendiendo perfectamente lo que quiso transmitir en aquella conferencia de Buenos Aires sobre los libros y los clásicos: “Platón se multiplica en muchos personajes: Sócrates, Gorgias y los demás. También podemos pensar que Platón quería consolarse de la muerte de Sócrates pensando que Sócrates seguía viviendo. Frente a todo problema él se decía: ¿qué hubiera dicho Sócrates de esto?”. Yo me consuelo con el ciudadano Jesús, un clásico donde los haya, sobre el que pienso que sigue viviendo como Sócrates cuando me pregunto qué diría sobre lo que nos está pasando en la actualidad. De aquellas palabras escritas en la arena no sabemos nada, pero sí nos quedó claro que en aquella situación él optó por la comprensión hacia una mujer indefensa, hablando muy claro a los fariseos de siempre, demostrando con su palabra que perdonar es comprender y a veces se comprende tanto que no hay nada que perdonar. Además, a estas alturas de mi vida no me hace falta saber lo que escribió exactamente en aquel momento. Por si fuera poco y para quien lo quiera entender, sabemos que era de madrugada y no había apenas luz.

CLÁUSULA ÉTICA DE DIVULGACIÓN: José Antonio Cobeña Fernández no trabaja en la actualidad para empresas u organizaciones religiosas, políticas, gubernamentales o no gubernamentales, que puedan beneficiarse de este artículo; no las asesora, no posee acciones ni recibe financiación o prebenda alguna de ellas. Tampoco declara otras vinculaciones relevantes aparte de su situación actual de persona jubilada.

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