Agosto nos puede despertar la curiosidad sana, insaciable

Sevilla, 7/VIII/2022

Quien siga de cerca las páginas de este cuaderno digital, habrá podido observar que soy un apasionado de la curiosidad en su vertiente sana, que decía el diccionario de Covarrubias en el siglo XVII, es decir, que soy capaz de admirarme de casi todo y de casi todas las personas, en su versión aristotélica, escudriñando lo más íntimo de la propia intimidad de las personas y de las cosas. Es como si se prolongara la vida en una eterna pregunta de niño marxiano de cuatro años, que siempre pregunta en bucle el porqué de todo lo que se mueve porque, dicho sea de paso, alguien o algo tuvo la responsabilidad hace millones de años de poner en marcha el universo. De ahí las eternas preguntas de los creacionistas y evolucionistas: averiguar quién fue o cómo era el “primer motor inmóvil” que puso en marcha todo, como curioseaba Aristóteles de forma insaciable en sus obras.

La curiosidad es una habilidad que a veces confundimos con el cotilleo, incluso científico, que de todo hay en la viña del Señor. A modo de declaración de principios, no dedico ahora muchas líneas a tratar de las personas cotillas o cotilleras, como personas amigas de chismes y cuentos, definición que se ha mantenido hasta la última edición del Diccionario de la RAE. Los sucesivos diccionarios de la Real Academia son implacables desde el siglo XVIII con los chismes y con las personas chismosas, como identificador de este rasgo tan peculiar: persona que es cuentista, enredadora y que se ocupa en meter cizaña entre amigos y parientes y persona que es pesquisidora de cuanto pasa, y aún de lo que no pasa, inventora, parlera y chismosa (RAE A 1729, 325,1). Este rasgo de personalidad es muy frecuente en nuestras vidas, relacionado sobre todo con las personas tóxicas o tosigosas y mediocres por definición. En la edición de 1992 del Diccionario (RAE), se consagró el lema “cotilla” como segunda acepción de la palabra “cotillero”, introducida en 1937, como persona amiga de chismes y cuentos. Les puedo asegurar, desde ya mismo y como aviso para navegantes en este blog, que no confundo la persona curiosa con la cotilla, porque no tienen nada que ver una con otra. Verán por qué, a favor exclusivamente de las personas que mantienen en su vida una curiosidad insaciable.

Siempre he sentido curiosidad por todo, en un mundo plagado de cotilleo y cotillas, aunque bautizado últimamente como el universo del entretenimiento donde todo cabe y en el que la cultura digna brilla por su ausencia. Siempre he sentido la necesidad de comprender qué es admirarse ante lo que ocurre en nuestras vidas, por muy intranscendente que sea, algo que solo se consigue a través de la admiración, actitud que simbolizó para Aristóteles el comienzo de la filosofía, entendida como la capacidad que tiene el ser humano de admirarse de todas las cosas, de las personas, de sentir curiosidad diaria de por qué ocurren las cosas, de cómo pasa la vida, tan callando. Mi profesor de filosofía lo expresaba en un griego impecable, con un sonido especial, gutural y sublime, que convertía en un momento solemne de la clase esta aproximación a la sabiduría en estado puro: jó ánzropos estín zaumáxein panta (sic: anímese a leerlo conmigo tal cual y pronunciarlo como él). Es uno de los asertos que me acompañan todavía en muchos momentos de mi vida, en los que la curiosidad sigue siendo un motivo para la búsqueda diaria del sentido de ser y estar en el mundo, de admirarme todos los días de él.

Cuando solo tenía diez años iba al campo de La Campana con mis amigos, en Madrid, justo donde ha crecido el famoso Pirulí y el barrio de La Elipa. La razón era maravillosa: lanzar un cohete “habitado o tripulado” utilizando una funda de aluminio de puro habano, en la que introducíamos una mosca viva en la zona redondeada final, dentro de una cápsula de plástico. En la parte de la tapa enroscable abríamos un agujero central para colocar una mecha en contacto con pólvora mezclada artesanalmente en nuestras casas con los componentes que comprábamos en la droguería de nuestro barrio “Salamanca”, sede del discreto encanto de la burguesía: carbón vegetal, azufre y clorato potásico. Montábamos un trípode de lanzamiento con piezas metálicas del Mecano de casa y encendíamos la mecha en un momento mágico para probar a qué altura éramos capaces de hacer volar aquel artefacto y, cuando caía a tierra, comprobar si la mosca seguía viva. Fueron muchos intentos fallidos, alguno con escaso éxito, otros un auténtico fracaso, pero lo que constato hoy al recordar esta breve historia es que teníamos una curiosidad insaciable, porque si la perra “Laika” (ladradora en ruso) lo había hecho viajando en el Sputnik 2, por qué nuestra mosca querida no podía alcanzar una altura considerable. En cualquier caso, queda acreditado que nos interesaba más aquello que la perra Marilín, de Herta Frankel, famosa en aquellos tiempos. O la mula Francis.

Ante un escenario como el actual, tan atractivo para descubrir islas desconocidas y curiosas del conocimiento, acudo con frecuencia a mi manual de cabecera, Una historia natural de la curiosidad, donde Alberto Manguel explica en sus 541 páginas aspectos mágicos de esta realidad humana que tantas respuestas da a la vida, incluso en momentos de pandemia. Ser curiosos eleva el espíritu y eso me basta. Así lo sugería Cicerón, según aparece en una copia realizada en el siglo IX de un texto suyo en el que, al final de una frase, aparecía un signo de pregunta que se representaba por una escalera ascendente hacia la parte superior derecha de la línea de texto, «en una serpenteante línea diagonal que nace en la parte inferior izquierda” (1). Cuando se publicó este libro excelente, leí un artículo extraordinario que sintetizaba muy bien su obra. Así lo recogí en un post del que entresaco una pregunta y respuesta de Manguel que me sobrecoge siempre que la leo porque comprendo perfectamente la depreciación de la curiosidad en estos tiempos modernos: “¿Para qué la sociedad y el poder arrinconan la curiosidad? Si haces una caja cuadrada, debes crear elementos con ángulos rectos para que entren en ella. Si crean una sociedad de consumo deben crear consumidores, si no, no funciona. El sistema tiene que impedir que te hagas preguntas esenciales porque si te las haces no hay más consumo. Por eso la sociedad no alienta la reflexión. Es un sistema depredador que busca el beneficio en una estructura productiva”.

Curiosidad de curiosidades todo es curiosidad y no placer inútil, como me enseñó hace poco el profesor Nuccio Ordine en su preciosa obra La utilidad de lo inútil. El placer de la curiosidad sabia no es transmisible automáticamente a los demás, sino que es imprescindible adquirir el conocimiento liberador, trabajarlo internamente a través del esfuerzo de cada persona a la hora de plantearse gozar de los que algunos llaman placeres inútiles para alejarlos del poderoso caballero don dinero. Así lo reconocía hace ya muchos siglos Sócrates en su diálogo Banquete: “Estaría bien, Agatón, que la sabiduría fuera una cosa de tal naturaleza que, al ponernos en contacto unos con otros, fluyera del más lleno al más vacío de nosotros. Como fluye el agua en las copas, a través de un hilo de lana, de las más llena a la más vacía”, porque siempre está presente en almas curiosas la dialéctica del valor y precio de lo que se descubre, de lo que se admira y de lo que se goza a cambio de nada.

También recurro en este mes de agosto y para despertar mi curiosidad de nuevo, a un libro que guardo entre mis preferentes, Una curiosidad insaciable. Los años de formación de un científico en África y Oxford, escrito por Richard Dawkins. Tengo que confesar que este autor ha marcado también mi vida por publicaciones extraordinarias desde la perspectiva evolucionista, habiendo sido un auténtico azote de los creacionistas. Crecí en esta última escuela, sin posibilidad de redención temporal alguna por el contexto del régimen en que me tocó vivir, pero tengo que reconocer que Dawkins ha aportado datos científicos que hacen pensar que otro origen del mundo es posible. Su primer libro, El gen egoísta, que empezó a escribir en 1973, fue un revulsivo mundial en defensa de las tesis alojadas en la teoría crítica de Darwin.

Javier Sampedro, un gran divulgador científico al que respeto y sigo de cerca desde hace ya muchos años y así lo demuestra este blog, manifestó en 2014 que el autor era un “zoólogo anacrónico en la era de la biología molecular, látigo de herejes en materia evolutiva, divulgador afamado y ateo militante que no ha hecho aportaciones primarias a la ciencia, sino solo a su popularización. ¿Qué ha llevado entonces a Dawkins a contar su vida? Seguramente la mejor de las razones: que es un gran escritor, y lo sabe. Esto es justo lo que le ha convertido en uno de los divulgadores científicos más leídos del mundo, y también lo que convierte ahora su vida en una obra literaria” (2). No hay lugar a dudas: tenemos que leerlo, sobre todo los que seguimos luchando día a día por reforzar las tesis evolucionistas en clave de Teilhard de Chardin, como tantas veces he escrito en este blog, con preguntas sin respuesta que es lo que las hace todavía más atractivas y con un hilo conductor: el mundo sólo tiene interés hacia adelante, el hilo conductor, declarado, de este blog.

Pero lo que me llamó poderosamente la atención sobre este autor fue una respuesta suya en una entrevista publicada en el diario El País (Babelia), que no nos deja indiferentes, a la pregunta que le hizo Ricardo de Querol, Redactor Jefe del periódico, en los siguientes términos: “Usted no es un agnóstico, sino un ateo militante. ¿Por qué es necesario movilizarse contra la religión? Dawkins, después de haber explicado su proceso de “conversión darwiniana”, dijo lo siguiente: “Eso depende de su definición. Agnóstico significa “no sé”. Una definición que yo apoyo dice que es quien no tiene creencias positivas en un dios. El ateo siente una creencia positiva de que no hay Dios. Yo no tengo esa creencia. Lo que tengo es una ausencia de cualquier razón para creer en Dios, como tampoco en las hadas. Como científico, me conmueve la belleza del mundo y del universo. Como educador, veo perverso que a los niños se les eduque en falsedades cuando la verdad es tan hermosa”.

Lo expuesto anteriormente me ha hecho reflexionar sobre varios pasajes de mi vida, en el discreto encanto que dibujó Buñuel en mi infancia, comprendiendo ahora muy bien que educar de forma monolítica en Dios o las hadas, es limitar las grandes preguntas de nuestro origen, a las que a algunas ya ha dado respuesta la ciencia. Creo que así se comprende mejor por qué en 2009 se contrató publicidad en los autobuses de Londres con el lema: “Probablemente no hay Dios. Deja de preocuparte y disfruta de la vida”. Probablemente, buscando justificaciones posibles para ser felices, que es tan legítimo.

Los locos bajitos, a los que cantaba maravillosamente Joan Manel Serrat, también éramos curiosos incorregibles, como se pudo comprobar en aquel Cabo Cañaveral improvisado en el campo La Campana de mi niñez rediviva en Madrid. Esa es la razón de por qué hoy sigo pensando que otro mundo es posible, porque el que aprendimos a vivir con justificaciones creacionistas se agota por horas. Y eso que nos encantaba Peter Pan, aquel defensor acérrimo del mundo de nunca jamás. O Jesús de Nazaret, siempre presente en la educación creacionista, cuando se dormía en el cabezal del barco por lo cansado que estaba…, no por sus milagros, tal y como nos lo comentaba en directo el joven periodista Marcos, sino porque era una persona corriente, singular. O Rafael Alberti, que me ha recordado siempre a lo largo de mi vida que cuando se abre el debate de pensamiento y sentimiento, hay que escuchar siempre el corazón, sencillamente porque es más fuerte que el viento. Es verdad: si la curiosidad no tiene sentimiento…, solo es eso, curiosidad.

(1) Manguel, Alberto, Una historia natural de la curiosidad, 2015. Madrid: Alianza Editorial, p. 17.

(2) Sampedro, Javier (2014, 18 de septiembre). Vida de un buen escritor. El País.com. Babelia.

UCRANIA, ¡Paz y Libertad!

CLÁUSULA ÉTICA DE DIVULGACIÓNJosé Antonio Cobeña Fernández no trabaja en la actualidad para empresas u organizaciones religiosas, políticas, gubernamentales o no gubernamentales, que puedan beneficiarse de este artículo; no las asesora, no posee acciones en ellas ni recibe financiación o prebenda alguna de ellas. Tampoco declara otras vinculaciones relevantes aparte de su situación actual de persona jubilada.

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