Homo digitalis: la especie que preocupa a Nicholas Carr

HOMO DIGITALIS

Acabo de leer un artículo de sumo interés en torno a la próxima publicación en España del último libro de Nicholas Carr, Atrapados: cómo las máquinas se apoderan de nuestras vidas, que leeré con la atención que merece. He seguido de cerca las últimas publicaciones y entrevistas a este prestigioso investigador de las nuevas tecnologías y sus consecuencias, estimando que es digno de respeto porque no escribe naderías en el terreno resbaladizo de la mera opinión tecnológica, sino reflexiones de interés científico con gran aparato crítico que las fundamentan. Otra cosa es que comparta sus argumentos de fondo y forma, aun cuando tengo que reconocer que son exponentes de una legítima preocupación humana ante la aparición de las máquinas, por muy pequeño que sea su tamaño, alcanzando hoy la miniaturización sorprendente de los chips que nos permiten utilizar teléfonos inteligentes de última generación con todo tipo de recursos (apps), a coste cero en bastantes ocasiones.

En la entrevista que se hace a Nicholas Carr en el artículo citado, rechaza que se le identifique como tecnófobo, porque “Las innovaciones tecnológicas no se pueden parar. Pero podemos pedir que se designen dando prioridad al ser humano, ayudándonos a tener una vida plena en vez de apoderarse de nuestras capacidades”. Las máquinas, «nos están robando el desarrollo de preciosas habilidades y talentos que solo se desarrollan cuando luchamos duro por las cosas. Cuanto más inmediata es la respuesta que nos da el software diciéndonos adónde ir o qué hacer, menos luchamos contra esos problemas, y menos aprendemos. Nos roba también nuestro compromiso con el mundo. Pasamos más tiempo socializando a través de la pantalla, como observadores. Reduce los talentos que desarrollamos y, por tanto, la satisfacción que se siente al desarrollarlos». Comparto en principio estas reflexiones, pero creo que infravalora el potencial de la inteligencia digital para controlar estas situaciones, que solo se da en los seres humanos, entendida esta inteligencia bajo cinco acepciones sobre las que vengo trabajando en los últimos años:

1. destreza, habilidad y experiencia práctica de las cosas que se manejan y tratan, con la ayuda de los sistemas y tecnologías de la información y comunicación, nacida de haberse hecho muy capaz de ella.
2. capacidad que tienen las personas de recibir información, elaborarla y producir respuestas eficaces, a través de los sistemas y tecnologías de la información y comunicación.
3. capacidad para resolver problemas o para elaborar productos que son de gran valor para un determinado contexto comunitario o cultural, a través de los sistemas y tecnologías de la información y comunicación.
4. factor determinante de la habilidad social, del arte social de cada ser humano en su relación consigo mismo y con los demás, a través de los sistemas y tecnologías de la información y comunicación.
5. capacidad y habilidad de las personas para resolver problemas utilizando los sistemas y tecnologías de la información y comunicación cuando están al servicio de la ciudadanía, es decir, cuando ha superado la dialéctica infernal del doble uso.

No niego una visión sobre las tecnologías actuales, desde la perspectiva del oscurantismo que encierran muchas veces, sabiendo a priori que no son inocentes, pero existe un fenómeno que muchas veces pasamos por alto cuando iniciamos la descarga compulsiva de un programa informático, cualquiera que sea, algunos de la importancia de twitter y facebook, que reside en teclear -sin pensarlo dos veces- el botón aceptar para la descarga e instalación del mismo en nuestros teléfonos inteligentes y tabletas, cuando se nos hacen las advertencias legales junto a la ininteligible letra pequeña que encierran. ¿No es un fallo lamentable de dejación voluntaria del control de nuestra libertad? Es un ejemplo entre otros muchos, de la excesiva confianza que depositamos en la industria informática, cuando deberíamos ser mucho menos permisivos ante la programación que hay detrás de cada descarga, que nunca es inocente. A esta situación y otras parecidas, las llama Carr complacencia automatizada: confiamos ciegamente en el móvil o la tableta, en todos y cada uno de sus programas favoritos porque lo resolverán todo, nos encomendamos a ella como si fueran dioses todopoderosos y dejamos nuestra atención fuera de control. Todos los problemas que surjan no sabremos resolverlos probablemente y tendremos que buscar de forma enloquecida las famosas FAQ, porque no sabemos cómo reaccionar ante un imprevisto tecnológico. Es cuando nace y perdón por el neologismo, la soledad aumentada, más acentuada si cabe cuando nos encontramos de cara con el llamado “síndrome de la última versión”, dado que no podemos estar permanentemente actualizados con el último gadget tecnológico, más aun cuando casi siempre hay que pasar por caja. Es la eterna dialéctica valor-mercancía, que solo sabe responder adecuadamente el cerebro informado y, además, ético.

Es cierto que la inteligencia digital tiene riesgos inherentes a su desarrollo y consolidación en el cerebro humano, pero es una realidad que no tiene vuelta atrás: el mundo digital solo tiene interés hacia adelante, grabándose en el hipocampo, una maravillosa estructura cerebral que convive muy bien con la información y su retención en zona de memoria a corto, medio y largo plazo, que sabe convertirla en conocimiento cuando se cruza permanentemente con otra estructura próxima, muy amable para la vida de las personas, la amígdala, donde se forjan nuestros sentimientos y emociones.
Decía Vargas Llosa en 2011, que “la robotización de una humanidad organizada en función de la “inteligencia artificial” es imparable. A menos, claro, que un cataclismo nuclear, por obra de un accidente o una acción terrorista, nos regrese a las cavernas. Habría que empezar de nuevo, entonces, y a ver si esta segunda vez lo hacemos mejor”. Y escribí entonces que había que recuperar la reflexión diaria que nos falta acerca de la importancia transcendental de conocer nuestro cerebro y su capacidad de reacción ante estas tecnologías. Fundamentalmente, porque recordaba unas palabras de Hipócrates (Cos, 460 a.C.-Larisa, 377 a.C.), Sobre la enfermedad sagrada (Perì hierēs nousou), que cobran actualidad al reforzar la estructura maravillosa del cerebro, como sede hoy, muchos siglos después, de la información y del conocimiento: “El hombre debería saber que del cerebro, y no de otro lugar vienen las alegrías, los placeres, la risa y la broma, y también las tristezas, la aflicción, el abatimiento, y los lamentos. Y con el mismo órgano, de una manera especial, adquirimos el juicio y el saber, la vista y el oído y sabemos lo que está bien y lo que está mal, lo que es trampa y lo que es justo, lo que es dulce y lo que es insípido, algunas de estas cosas las percibimos por costumbre, y otras por su utilidad…Y a través del mismo órgano nos volvemos locos y deliramos, y el miedo y los terrores nos asaltan, algunos de noche y otros de día, así como los sueños y los delirios indeseables, las preocupaciones que no tienen razón de ser, la ignorancia de las circunstancias presentes, el desasosiego y la torpeza. Todas estas cosas las sufrimos desde el cerebro”.

También, hay que reforzar cada día más la tesis de la importancia y supremacía de la inteligencia digital de los seres humanos, que deberíamos introducir como asignatura en el currículum educativo de niños y adolescentes, cuando acudimos al estudio serio de nuestros antepasados, porque lo más apasionante, mirando hacia atrás, es que toda la realidad tecnológica actual ha sido posible porque hace doscientos mil años que la inteligencia humana comenzó su andadura por el mundo. Los últimos estudios científicos nos aportan datos reveladores y concluyentes sobre el momento histórico en que los primeros humanos modernos decidieron abandonar África y expandirse por lo que hoy conocemos como Europa y Asia. Hoy comienza a saberse que a través del ADN de determinados pueblos distribuidos por los cinco continentes, el rastro de los humanos inteligentes está cada vez más cerca de ser descifrado (1). Los africanos, que brillaban por ser magníficos cazadores-recolectores, decidieron hace 50.000 años, aproximadamente, salir de su territorio y comenzar la aventura jamás contada. Aprovechando, además, un salto cualitativo, neuronal, que permitía articular palabras y expresar sentimientos y emociones. Había nacido la corteza cerebral de los humanos modernos, de la que cada vez tenemos indicios más objetivos de su salto genético, a la luz de los últimos descubrimientos de genes diferenciadores de los primates, a través de una curiosa proteína denominada “reelin” (2).

Estoy convencido que los ordenadores, el software y el hardware inventados por el cerebro humano, es decir, el conjunto de tecnologías informáticas que son el corazón de las máquinas que preocupan y mucho a Nicholas Carr, de forma legítima y bien fundamentada, permiten hoy creer que llegará un día en este “siglo del cerebro”, no mucho más tarde, en que sabremos cómo funciona cada milésima de segundo, y descubriremos que somos más listos que los propios programas informáticos que usamos a diario en las máquinas que nos rodean, porque estoy convencido de que la inteligencia digital desarrolla sobre todo la capacidad y habilidad de las personas para resolver problemas utilizando los sistemas y tecnologías de la información y comunicación cuando están al servicio de la ciudadanía, sobre todo cuando seamos capaces de superar la dialéctica infernal del doble uso de la informática, es decir, la utilización de los descubrimientos electrónicos para tiempos de guerra y no de paz, como en el caso de los drones o de la fabricación de los chips que paradójicamente se usan lo mismo para la consola Play Station que para los misiles Tomahawk. Ese es el principal reto de la inteligencia.

Sevilla, 21/IX/2014

(1) Shreeve, J. (2006). El viaje más largo. National Geographic, Marzo, 2-15.
(2) Pollard, K.S., Salama, S.L. (2006). An RNA gene expressed during cortical development evolved rapidly in humans. Nature advance online. Recuperado el 16 de Agosto de 2006, de http://www.nature.com.

NOTA: la imagen que encabeza este post se ha recuperado de la siguiente URL: http://www.medicocontesta.com/2012_09_01_archive.html.

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