Esta mañana lo he comprobado de nuevo: Sevilla no es de librerías, sino de bares. Mi camino del amanecer tenía hoy un objetivo concreto: entrar en las benditas librerías de la ruta escogida que, al igual que las iglesias vacías del poema Entro Señor en tus iglesias, de Rafael Alberti, estaban llenas del arte de enhebrar palabras, pero a los presuntos compradores no se les veía por ningún sitio. Y mi corazón anonadado ha gemido durante unos minutos, en una auténtica soledad sonora.
He saludado a autores muy queridos: Pasolini, Galeano, Enzensberger, Cobos Wilkins, García Márquez, Muñoz Molina, Pamuk, entre otros. Allí estaban, en columnas de a diez, de a veinte, esperando ser elegidos por un lector de la verdad posible, mezclados en todas las especialidades que el mundo de la letra impresa permite manifestar la palabra escrita que todavía queda en soporte papel, el que tanto defiende Vargas Llosa, entre otros. Puedo asegurar que no he pasado de largo en el recorrido por estanterías y mesas de novedades, aunque me hubiera gustado acompañarles más tiempo para que no se sintieran tan solos.
Y he ojeado con curiosidad una reedición del primer libro que escribió Pasolini, Ragazzi di vita (1955), con una traducción del título casi imposible: Chavales del arroyo, secuestrando la riqueza del lenguaje pasoliniano extraído de las borgate (suburbios) de Roma, un auténtico peligro para caminantes ingenuos. La moviola alojada en mi memoria de hipocampo ha comenzado una proyección de pase privado en mi cerebro y he recordado a Pasolini en el Cinema Farnese de Roma en noviembre de 1976, un año después de su muerte en la playa de Ostia, cuando le dedicaron una semana completa a su compleja cinematografía, que pude conocer al detalle. El evangelio según San Mateo y Teorema me marcaron para siempre, aunque tengo que confesar que Saló, con una entrada casi clandestina al cine que se atrevió a proyectarla sin publicidad exterior, supuso un revulsivo sobre la debilidad de la carne y de la mente humana, que me hizo dejar de creer en el que he llamado desde entonces “cine innecesario”, por fuerte que suene. Cine doloroso, casi cruel para el alma humana.
He vuelto a casa y he retomado Pan y cielo, de Juan Cobos Wilkins, a quien considero un amigo, porque creo que la amistad es como la cuerda de tres hilos, que difícilmente se puede romper en el gran paseo de la vida. Y he recordado otro poema de Alberti, Di Jesucristo por qué…, cuando he visto desfilar en sus páginas al patrón de Trigueros, tan magníficamente retratado por Juan, quizá con la misma impresión de San Pedro sentado en la Basílica de San Pedro, en broce inmovilizado, deseando bajar al río, para volver a ser pescador, “que es lo mío”, cansado de que todos los días le besen sus pies gastados, «como ves», pidiéndoselo a un Jesucristo diferente y comprometido con los que menos tienen. O la de San Antonio Abad, que desearía volver a vivir con los pobres, en silencio, que es lo suyo.
Sevilla, 20/V/2015
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