Deseo con este post sumarme a la nueva campaña de la FAD (Fundación de Ayuda contra la Drogadicción) de Homenaje al Maestro, iniciada la semana pasada con el eslogan “Hay cosas que te enseñan de pequeño y te das cuenta de mayor. Gracias maestras y maestros por ayudarnos a construir”, que pretende “resaltar la importancia de la labor docente no solo en la transmisión de conocimientos, sino también en la construcción de personas. Porque ser solidario, tolerante o respetuoso también puede aprenderse. Y puede aprenderse no solo en el ámbito familiar, sino también en el escolar. Parte de la idea creativa de que las maestras y los maestros, al mandar a sus alumnos al rincón de pensar, les están enseñando a reflexionar, a recapacitar, a perdonar, a construir…»
Lo aprendí de mi maestra, Dª Antonia, a la que tanto agradezco su dedicación en mis primeros años de Colegio. Era una persona extraordinaria, a la que siempre recuerdo por enseñarnos a ser personas respetuosas con aquellas situaciones mágicas docentes que nos explicaba cada día con una paciencia infinita; a compartir la vida pequeña con las compañeras y compañeros de la clase tan pequeños como yo, atenta a cualquier momento de necesidad sentida que atisbara en nuestras caras de todos y en las de secreto. Siempre llevaba caramelos de colores en sus bolsillos para premiar cualquier situación de reconocimiento al trabajo bien hecho o a la conducta correcta en la convivencia de la clase. O simplemente porque era muy cariñosa con nosotros y su natural era siempre amable sin necesitar casi nada a cambio.
Recuerdo que un día me manché el pantalón de tinta que me volcó un compañero de clase, “sin querer” decía ella, quitándole importancia, porque los tinteros se sostenían de forma imposible en la banca que compartíamos. Para que no me regañaran en casa, porque conocía bien la educación espartana que recibí en el discreto encanto de la burguesía del barrio de Salamanca en Madrid, me llevó a su casa que estaba frente al Colegio, me quitó la mancha y procuró secarla para que cuando volviera a casa a mediodía no se notara, evitando una bronca monumental por parte de mi tía, que no entendía nada del sufrimiento de mi pequeña vida como niño del Sur en tierras de Castilla. El autor de la “fechoría” aprendió aquél día que había que tener cuidado con las cosas de manchar, cómo una maestra podía actuar como una madre y, sobre todo, que no le había castigado con el rincón de mirar a la pared, como acostumbraban otros maestros del lugar. Le enseñó a construir.
Dª Antonia nos enseñaba a pensar, a reflexionar, a recapacitar, a perdonar, a construir, para que cuando fuéramos el domingo por la mañana a ver el guiñol del Parque del Retiro, aprendiéramos que nuestro héroe, Chacolí, tenía que estar atento a una mujer, la bruja, para que no le pegara por la espalda con una palmeta muy parecida a la que tenían algunos profesores de nuestro Colegio. Aunque yo pensaba que ella no la tenía en clase porque no la necesitaba. Nos había enseñado a mirar siempre de frente, a no temer a una maestra de la vida, que no tenía que avisar nunca en momentos de peligro como el de la bruja porque siempre estaba allí Dª Antonia para cogerte de la mano y llevarte a pasear por la clase, sentándose contigo en su rincón preferido: el de querer, desinteresadamente, con su calidad humana que nunca he olvidado.
Así lo viví y así lo he contado: me lo enseñaron de pequeño y lo he recordado siempre de mayor. Lo leí esta mañana en el cartel de la Campaña de la FAD este año, en una parada del autobús de la libertad, de la vida.
Sevilla, 08/XI/2015