Sabemos qué queremos decir al utilizar este refrán de base tuneado con la realidad tecnológica de hoy día, pero lo que no está tan claro es si sabemos discernir cómo se habla con los demás en la actualidad, cuando las tecnologías de la información y comunicación nos permiten utilizar otros medios que anulan cada vez más el diálogo interpersonal, sobre todo el presencial. Esta duda, que no es metafísica, la ha planteado de forma rotunda la psicóloga estadounidense del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), Sherry Turkle, analista de la digitalización de nuestras vidas, que “quiere saber por qué cada vez nos comunicamos más a través de dispositivos móviles en lugar de hacerlo cara a cara, por qué elegimos enviar mensajes de texto y llamamos menos, y por qué chateamos con un amigo mientras estamos sentados en la mesa con nuestros hijos a la hora de la cena” (1).
Estas cuestiones son de un interés especial porque están más cerca de nosotros de lo que a veces pensamos. Casi siempre se analizan estos fenómenos desde extremos irreconciliables, pero es importante tomar conciencia de lo que está pasando, porque lo estamos viendo y, lo que es peor, sufriendo (que es lo que no nos dice el eslogan de la CNN…). Basta mirar a nuestro alrededor en el autobús de todos los días o cuando tomamos el desayuno, compartimos una copa con amigo o una cena con la familia, para ver que casi todo el mundo, con mayor o menor disimulo, está mirando el teléfono con el martilleo incesante del guasap.
La tecnofobia y la tecnofilia en torno a este fenómeno galopante están en un debate abierto para buscar razones de uno y otro lado para justificarse a sí mismas, pero es conveniente estar muy atentos a estos estudios científicos para considerar en su justo sentido qué está pasando por la mente de las personas que acuden de forma compulsiva a consultar el teléfono porque no pueden pasar ni un segundo sin saber que le dice la llamada inteligencia de su teléfono en todas y cada una de sus manifestaciones posibles. La que sufre verdaderamente es la inteligencia del otro que está al lado o enfrente, porque se sume el encuentro a dos o a varios en un silencio compulsivo, lleno solo de ruido ambiente, pero no de la voz del que supuestamente está cerca, sean uno, muchos o solo unos cuantos.
Cada vez hablamos menos y se suelen encontrar todos los días personas que hablan solas por la calle, sin que medio artefacto tecnológico alguno por medio, a modo de cajas de trucos pragmáticas en expresión feliz de Hans Magnus Enzensberger, dedicada en ese caso a los ordenadores y que, salvando lo que haya que salvar, podríamos atribuir ahora a la telefonía inteligente o torpe, según se mire, aunque la responsabilidad de esta calificación extrema se vuelve inmediatamente contra quien no la sabe utilizar adecuadamente. Si a esto le añades la vivencia irrefrenable del síndrome de la última versión, porque no tengo lo último de lo último en “desconexión hablada”, el último modelo, el drama está servido.
Ante esta situación, recuerdo cómo en el matrimonio clásico canónico la única causa que podía justificar la separación era el miedo reverencial. Es probable que haya que ir pensando en incorporar a las rupturas de parejas el miedo reverencial a hablar sin ningún artilugio tecnológico por medio, cara a cara, cuando hay muy poco que decir de forma directa o en conversaciones imposibles. La culpa de todo eso no la tiene el teléfono inteligente sino el uso irracional del mismo, porque traduce que algo está pasando en la vida de secreto y en la de todos, de cada persona, para que se tenga que buscar la comunicación o el hilo de conversación en un artilugio inhumano, desesperadamente. Eso sí, no de forma inocente, porque si no estás vigilante se convierte en pura mercancía, no generador de la empatía que todos necesitamos, tal y como nos lo recuerda Sherry Turkle: “Cada vez que consultas tu teléfono en presencia de otras personas, estimulas tus neuronas, pero también te pierdes lo que tu amigo, tu profesor, tu pareja o tu familiar te acaba de decir”. Irremediablemente.
La palabra y su expresión maravillosa en el diálogo humano, en la conversación, es de los pocos recursos que nos quedan en nuestros ecosistemas personales e intransferibles, para mucho tiempo, si sabemos cuidarlo, incluso con utilización racional de las TIC. Algunos, como los Académicos de la Lengua, todos los días la limpian, la fijan y le dan esplendor. Otros, la pronuncian solo para ofender a sus seres más queridos o a los ciudadanos de calle. Los de aquí y allí la utilizan para alcanzar diálogos a veces imposibles, como está pasando hoy mismo en Cataluña. Pero todos y todas anhelamos pronunciarlas alguna vez en la vida para que sepan los demás que existimos y que vivimos desesperadamente aferrados, a veces, a las tecnologías de la información y comunicación como único remedio. Al fin y al cabo, queremos que nos escuchen los demás, aunque sea recomendable cuidar el arte de callar, cuando no tenemos casi nada que decir (Solo se debe dejar de callar cuando se tiene algo que decir más valioso que el silencio. El Arte de callar, Abate Dinouart. Principio 1º, necesario para callar). Pero no por el silencio impuesto por el sonido incesante y paradójico del guasap de turno. O escondidos en aparatos sofisticados de Samsung, Google, Apple, Microsoft, HTC, Motorola, etc. que nos acompañan de forma no inocente a todas partes y hablando en nuestro nombre con apps sin empatía alguna.
Sevilla, 9/XI/2015
(1) Pereda, Cristina F. (2015, 8 de noviembre). ¿Ya nadie quiere hablar?. El País.com.
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