Cuando Lebrijano muere, llora el agua

GABO Y LEBRIJANO

Dedicado a Juan Peña, El Lebrijano, a su familia, de los que aprendí el arte de cantar a la vida aunque te persiga el dolor de una historia en la persona de todos y en la de secreto.

García Márquez dijo en una ocasión que cuando Lebrijano canta se moja el agua. Esta frase se me quedó grabada en el alma cuando la conocí, sabiendo que autor y destinatario no me eran indiferentes. Hoy, al conocer su ausencia, he pensado que quizá llore el agua, porque Juan, tal y como le como le conocí hace ya muchos años, era una persona buena, en el buen sentido de la palabra bueno, ejemplar para muchos que le querían y seguían, miembro de una familia muy unida que también pude estar cerca de ella en momentos importantes de mi vida. Sabían llorar y cantar los pasajes tristes de su etnia, en persecución multisecular.

Por esta razón, quiero traer a mi memoria de hipocampo unas palabras que le dediqué en 2008, Melismas de Juan Peña y Gabriel García Márquez, como homenaje a un viaje compartido, aunque en la distancia mutua, porque lo importante para mí fue lo que me enseñó cuando comenzábamos a caminar por la vida, nunca exenta de persecución. Y en el alma no muere Juan, como tampoco en el agua que cantó Gabo.

Sevilla, 13/VII/2016
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Melismas de Juan Peña y Gabriel García Márquez

LEBRIJANO

Acudiendo a las memorias de mi hipocampo, recuerdo que conocí a Juan Peña, El Lebrijano, en junio de 1965. A toda la familia Peña, unidos como una piña, viajando desde Lebrija para ofrecernos en Umbrete (Sevilla) un recital familiar. Todo se debía a la colaboración que prestaba Pedro Peña, un compañero mío en aquél Colegio Menor, primo hermano de Juan, donde nos preparábamos a los diecisiete años para cantar a Dios, sus pompas y sus obras. Aquella noche, que luego serían dos, dos años seguidos, Juan, sus padres, sus tíos, sus sobrinos, primos y toda su parentela, nos obsequiaban con su modo de ser y estar, gitano, con una lección que aprendí en relación con el destino. Primero, el día concertado, nos hablaban a todos en el salón de actos. Después cenábamos juntos y en el “Merendero”, en el patio exterior, comenzaba la fiesta dirigida por la familia Peña. Me encantaba la dulzura de María “La Perrata”, la madre de Juan, sus palmas, su “jaleo”, su encantamiento colectivo, hasta el punto de que salí a bailar delante de ellos, para dar unos pasos, torpes pasos, simulando un taconeo que les llenaba de gozo. Lo que no lográbamos arrancar del tímido Pedro. A mí, lo que me asombraba era el encanto sugestivo que expresaban en todas sus manifestaciones. Y algunos churumbeles cruzaban el escenario sin contemplaciones, como desafiando la vida. Y los despedíamos en la puerta del Colegio cantando todos juntos un estribillo que nunca he olvidado:

«Ya se van los gitanos / por los caminos, por los caminos. / Van en caravana/ que es su sino, ese es su sino.»

Y volví a coincidir con toda la familia Peña, quizá fuera en 1973, con motivo de la operación del padre de Juan, sencilla en origen, pero de la que no pudo recuperarse ni en la sala de despertar. Y tuve que decírselo, con la autorización del cirujano, con el dolor que me suponía comunicarles de forma contradictoria lo que presagiaba, unos minutos antes, que todo iba a ir muy bien. Y compartí el dolor con ellos. En su silencio, en sus expresiones de ausencia incomprensible. Lo que es muy difícil explicar.

Posteriormente, Pedro Peña, hermano de Juan, colaboró conmigo en Huelva, en una actividad de sensibilización social gitana, en la época en que practicaba la docencia vinculada al trabajo social. Siempre amable, siempre cercano, maestro de maestros en docencia y guitarra. La familia Peña era siempre un referente. A Juan lo he seguido por sus discos, por las referencias de sus múltiples actuaciones. En una grabación muy querida por mí, donde procuraba aprender a conocer todos los “palos” de la A a la Z, me sobrecogió siempre una alboreá flamenca cantada a dúo por María “La Perrata” y Juan Peña, madre e hijo, hijo y madre, un romance morisco, de Gerineldo, que estremece a cualquiera, donde la melodía melismática (a cada sílaba le corresponde más de una nota) acerca la alboreá, la alborada, el cante por excelencia en las mañanas de las bodas gitanas, a los cantes por soleá:

«Dónde está la novia
novia tan bonita
estaba cortando rosas
por la mañanita»

Y Juan, que cuando canta se moja el agua, en metáfora acertada de Gabriel García Márquez, comienza a poner pensamiento y sentimiento albertianos, en su nueva obra, a las letras de Gabo, a párrafos cruzados de La increíble y triste historia de la Cándida Eréndira y de su abuela desalmada, de Ojos de perro azul, algunos cuentos peregrinos, y de El coronel no tiene quien le escriba.

Cuando el sábado 21 de junio de 2008, lo escuchaba a cinco metros de su voz, en la plaza de San Francisco, en Sevilla, con ecos de aquella maravillosa familia Peña que conocí en Umbrete, en una actuación pública, que él sabe apreciar, sin taquillas discriminadoras, comprendí mejor que nunca unas palabras suyas que “aparecen” al retirar el disco de su estuche, cuidado hasta el último detalle:

«Cuando estamos creando y por las flores que nos envían,
nos damos cuenta que Dios existe»

Es que en El Lebrijano, pensamiento y sentimiento se convierten en agua que se moja, hasta desaparecer en su voz, al escucharse el corazón de todas y de todos mucho más fuerte que el viento, por las melismas de refreso [sic] que él solo canta, que él solo conoce…

Sevilla, 30 de junio de 2008

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