Hace unas horas que hemos conocido el resultado de los Óscar de 2017, triunfando como ganadora una película, Moonlight, que en territorio Trump es un éxito sin precedentes, frente a la nominada oficial, La La Land. Dicen los medios periodísticos que cuenta la historia de Chiron, un joven afroamericano con una difícil infancia y adolescencia, que crece en una zona conflictiva de Miami. Es una historia muy habitual, por desgracia, que ocurre a personas a las que se llaman “diferentes” por pertenecer al mundo gay, siendo además de color negro, en América, que crecen en familias desestructuradas para consuelo de los de siempre y que es lo que quiere olvidar Trump a golpe de talonario y malas palabras por su doble moral, bailando con los Gobernadores americanos en la contrafiesta de los Óscar, como si lo que estaba pasando en el Dolby Theatre en Los Ángeles no fuera con ellos.
He recordado inmediatamente un artículo que publiqué en 2015, que llevaba por título “La dignidad de un niño gay” (que reproduzco a continuación), también americano, blanco, pero que simboliza a los que todos los días, en cualquier país del mundo, ganan el óscar a su triunfo diario para poder vivir dignamente, como deseaba Chiron, el protagonista de Moonlight, en los términos que escribí aquél día no tan lejano en el tiempo: “Este niño tan digno, que representa la situación de miles de niños y niñas singulares, en su universo arco iris de todos los días, necesita solo el reconocimiento de lo que es y de lo que siente, basado en el principio de normalidad. No por lo que tiene o le entrega la sociedad de consumo y mercado, tal como ya definía el lema singularidad en este país el Diccionario de Autoridades en 1739 [servir con el talento, no imitar otros, sino beneficiar el que ya dio el Cielo], con la riqueza de nuestra forma de hablar hasta hoy: servir con el talento, no imitar otros, sino beneficiar el que ya dio el Cielo, o mejor: lo que recibimos de nuestros padres en la preciosa evolución genética de su propia vida, que merece siempre el respeto de los demás para que este niño, símbolo de muchos niños y niñas del mundo, no tenga miedo de su futuro y que la gente lo integre como una persona más. Simplemente, porque les agrada estar con él y sin necesidad de ser noticia o que su foto sea incómoda para conciencias timoratas y farisaicas que controlan, a la americana, la ética de las redes sociales”.
Es lo que simboliza Chiron. Le acompañaremos en el cine y en la película de la vida, porque en este caso cualquier parecido con la realidad no es pura coincidencia, como a todos los niños y niñas del mundo arcoiris que luchan a diario por ser y estar en un mundo diferente, de igualdad, integración y respeto, que un día deciden por sí mismos cómo van a ser, no dejando que otros decidan por ellos.
Sevilla, 27/II/2017
La doble moral americana no tiene límites. Esta noticia no es una más en la crónica de sucesos indeseables porque tiene un contenido especial, tal y como la hemos conocido en nuestro país a través del Huffington Post: “Cuando un niño tiene miedo de su futuro por ser homosexual es momento de detenernos, reflexionar y analizar si algo está fallando en nuestra sociedad. El 3 de julio, Humans of New York, un proyecto creado hace cinco años por el fotógrafo Brandon Stanton, publicó en su página de Facebook la fotografía de un niño llorando acompañada de la siguiente descripción: «Soy homosexual y me da miedo mi futuro y que no le agrade a las personas».
El hecho se ha convertido en noticia porque la fotografía tuvo que ser subida dos veces en Facebook, ya que la primera vez fue eliminada por la red social debido a un «problema técnico» que habría dejado la publicación invisible por un tiempo, según informó The Telegraph. La doble moral en una sociedad que practica los vicios privados que se convierten en públicas virtudes, gracias al mercado de los sentimientos que se venden y pagan a cualquier precio, hace su aparición también en las redes sociales, porque estas noticias gráficas molestan en la sociedad del bienestar más que del bienser (perdón por el neologismo).
Nos permite, al menos, hacer hoy una reflexión: necesitamos cantar el elogio de la singularidad, tal y como lo escribí recientemente en este cuaderno de inteligencia digital que busca siempre islas desconocidas: “Creo que más que normalidad, habría que hablar de singularidad. Cuando pretendemos ajustarnos a patrones, la experiencia suele ser nefasta, porque dejamos a un lado la inteligencia, como primer distintivo humano que nos hace ser personas y de identidad intransferible y porque no existen dos iguales, por mucho que se empeñe la sociedad de mercado en pasarnos a todos por la máquina de conversión en personas-patrón-para-triunfar-en-el-mundo, empaquetándonos como producto expuesto para que lo compre el mejor postor en todos los ámbitos posibles. Pura mercancía”.
Este niño tan digno, que representa la situación de miles de niños y niñas singulares, en su universo arco iris de todos los días, necesita solo el reconocimiento de lo que es y de lo que siente, basado en el principio de normalidad. No por lo que tiene o le entrega la sociedad de consumo y mercado, tal como ya definía el lema singularidad en este país el Diccionario de Autoridades en 1739, con la riqueza de nuestra forma de hablar hasta hoy: servir con el talento, no imitar otros, sino beneficiar el que ya dio el Cielo, o mejor: lo que recibimos de nuestros padres en la preciosa evolución genética de su propia vida, que merece siempre el respeto de los demás para que este niño, símbolo de muchos niños y niñas del mundo, no tenga miedo de su futuro y que la gente lo integre como una persona más. Simplemente, porque les agrada estar con él y sin necesidad de ser noticia o que su foto sea incómoda para conciencias timoratas y farisaicas que controlan, a la americana, la ética de las redes sociales.
Sevilla, 9/VII/2015
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